Sólo era cuestión de hacer algunas sencillas operaciones aritméticas para saber que algo no cuadraba cuando nos contaban la gesta heroica de los niños héroes. De acuerdo con la historia oficial, el 13 de septiembre de 1847 el ejército invasor se lanzó al asalto del Castillo de Chapultepec con 1200 soldados que se enfrentaron a… ¡6 cadetes del Colegio Militar! La lucha desde luego, se antojaba ligeramente desigual; haciendo cálculos, cada muchacho debía acabar con 200 soldados enemigos para cantar victoria. ¡Por eso perdimos!
La historia oficial se encargó de reducir la batalla de Chapultepec exclusivamente al sacrificio de los jóvenes cadetes, pero aquel 13 de septiembre había poco más de 800 soldados mexicanos, que fueron apoyados por el batallón activo de San Blas con 400 hombres más y medio centenar de cadetes del Colegio Militar, no sólo 6.
Al término de la jornada las cifras eran escalofriantes: cerca de 400 soldados habían desertado; alrededor de 600 murieron y de los cadetes 6 perdieron la vida. Cada 13 de septiembre cuando en la ceremonia cívica se escucha el grito: “¡Murió por la Patria!”, habría que pensar en todos los caídos y no sólo en los “niños héroes”.
Todo tipo de historias se crearon alrededor de los “niños héroes”. En aras de la construcción del altar de la patria -a donde el sistema político mexicano del siglo XX llevó a sus héroes para legitimarse en el poder-, muchas se exageraron, otras se distorsionaron y no pocas fueron inventadas. El término “niños héroes” se convirtió en sinónimo de amor a la patria y pureza cívica, revestido de cierto romanticismo cursi que terminó por empañar la reconstrucción objetiva del acontecimiento.
Desde finales del siglo XIX, la epopeya de los cadetes del Colegio Militar ya había permeado en la conciencia colectiva como una de las narraciones clásicas de la historia de México. Uno de los mejores ejemplos es la poesía de Amado Nervo titulada “Los niños mártires de Chapultepec” y cuyo más conocido verso dice: “Como renuevos cuyos aliños,/ un viento helado marchita en flor,/ así cayeron los héroes niños,/ ante las balas del invasor”. Definirlos cómo mártires les otorgaba una connotación de religiosidad cívica y los colocaba lejos de la realidad histórica.
Se dice que los niños héroes, “ni eran niños ni eran héroes”. Ésta es una verdad a medias. Indudablemente no eran niños: en septiembre de 1847, Francisco Márquez y Vicente Suárez andaban por los 14 años de edad; Agustín Melgar y Fernando Montes de Oca tenían 18; Juan de la Barrera 19 y Juan Escutia 20.
Sin embargo, no queda lugar a dudas que sí fueron héroes por varias razones –aunque el concepto en sí mismo es excesivo-: por haber tomado las armas para defender el territorio nacional; porque no tenían la obligación de permanecer en el Castillo por su condición de cadetes y decidieron quedarse voluntariamente; porque con escasas provisiones y pertrechos militares, resistieron el bombardeo de más de un día, bajo el fuego de la artillería enemiga que hacía cimbrar Chapultepec entero. Frente a estos hechos, la edad poco importaba.
Quizás el mayor mito que rodea a los “niños héroes” es la conmovedora escena en la cual, Juan Escutia -que no era cadete del Colegio Militar-, toma la enseña tricolor y decide arrojarse desde lo alto del Castillo de Chapultepec antes que verla mancillada por los invasores. Escutia no murió por un salto ni envuelto en una bandera, cayó abatido a tiros junto con Francisco Márquez y Fernando Montes de Oca cuando intentaban huir hacia el jardín Botánico. La bandera mexicana fue capturada por los estadounidenses y fue devuelta a México hasta el sexenio de José López Portillo.
Por razones políticas, la historia de los niños héroes adquirió la dimensión de un “cantar de gesta” durante el periodo del presidente Miguel Alemán. La razón era sencilla, en marzo de 1947 el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, realizó una visita oficial a México cuando se conmemoraban 100 años de la guerra entre ambos países.
Para tratar de agradar a los mexicanos colocó una ofrenda floral en el antiguo monumento a los niños héroes en Chapultepec y expresó: “un siglo de rencores se borra con un minuto de silencio”. La frase de Truman y el homenaje tocaron las fibras más sensibles del nacionalismo mexicano y desató el repudio hacia el vecino del norte, a tal grado que, al caer la noche, cadetes del Colegio Militar retiraron la ofrenda del monumento y la arrojaron a la embajada estadounidense.
Para apaciguar los ánimos y resaltar los egregios valores de la mexicanidad sobre la amenaza exterior, el gobierno decidió recurrir a la historia. Poco después de la visita de Truman se dio a conocer una noticia que ocupó las primeras planas de los diarios. Durante unas excavaciones al pie del cerro de Chapultepec se encontraron seis calaveras que se dijo pertenecían a los niños héroes.
La supuesta autenticidad fue apoyada por varios historiadores y por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Nadie se atrevió a contradecir la “verdad histórica”, avalada por el presidente, con un decreto donde declaró que aquellos restos pertenecían indudablemente a los niños héroes.
¿Quién podía cuestionar la autoridad histórica del presidente de la República. Si la fundamentación era muy sólida? Seguramente en septiembre de 1847, en medio de la batalla, algún profeta o un vidente se tomó el tiempo para hallar, entre los 600 muertos que yacían regados por todos lados, los cuerpos de los seis cadetes que cayeron en distintos sitios y los sepultó juntos esperando que un siglo después fueran encontrados para gloria de México.
A partir de ese momento los “niños héroes” adquirieron otra dimensión y se transformaron un mito. En 1952 se inauguró su nuevo monumento –conocido hoy como el altar a la patria- y ahí fueron depositados los restos óseos de seis desconocidos pues nunca se comprobó científica y documentalmente que efectivamente eran los cadetes. Por lo que se verificó, flagrantemente, un fraude óseo.
El sistema político mexicano manipuló la historia y le negó su lugar a otros personajes que también participaron en 1847. Hoy sabemos que los seis cadetes que cayeron combatiendo no eran los únicos que tomaron las armas para defender a la patria. Había otros, particularmente uno, que resultó herido y logró sobrevivir. Ese otro “niño héroe” tuvo la fortuna de salir con vida de la batalla, no obstante que se mantuvo firme en su posición defensiva.
Un poco más crecidito, nuestro todavía desconocido “niño héroe” se convirtió en la mejor espada del partido conservador y en acérrimo enemigo de los liberales y de Benito Juárez. De haberlo tenido en sus manos lo hubiera hecho fusilar, como don Benito hizo con él tiempo después. Nuestro “niño héroe” -desconocido para casi todos-, de haber militado en las filas liberales, también por decreto pudo haber sido llamado: “el niño héroe presidente” ya que ocupó la primera magistratura del país a los 27 años de edad, pero se equivocó de bando y por consiguiente fue condenado al infierno cívico. Su nombre: Miguel Miramón.
La historia de los niños héroes sigue causando polémica y desatando pasiones. Su desmitificación supone la reconstrucción paulatina del hecho, de los personajes y de sus circunstancias, a partir de todas las fuentes, sin sesgar, ni excluir. Todos los defensores de Chapultepec, sin excepción, se ganaron su derecho de piso en la historia nacional.
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