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sábado, 14 de septiembre de 2013

Septiembre 14 de 1847 Las tropas invasoras norteamericanas ocupan la capital de la República.







Después de la pérdida de la batallas de Molino del Rey y de Chapultepec, los invasores norteamericanos se movilizan para entrar a la ciudad de México que estaba indefensa pues Santa Anna había se había retirado con el ejército a la ciudad de Guadalupe Hidalgo.



En la madrugada de este día martes 14 de septiembre, enviados de la Ciudadela, con bandera blanca, invitan al general Quitman a tomar la plaza, en la que todavía encuentra quince piezas de cañón montadas. A continuación envía una columna sostenida por una batería ligera a recorrer las principales calles de la ciudad hasta la plaza mayor; ya ahí, el capitán Roberts, del regimiento de rifleros, entra al Palacio Nacional, que había sido saqueado, y a las siete de la mañana de hoy coloca en su asta la bandera de las barras y las estrellas. Guillermo Prieto (Memorias de mis Tiempos) relata que un francotirador mexicano disparó certero contra el primer soldado norteamericano que trató de izar esa bandera.




Por otra parte, los regidores Urbano Fonseca y José María Saldívar, acompañados por el oficial mayor del ayuntamiento, Leandro Estrada y por el intérprete Juan Palacios viaja a Tacubaya a pedir a Scott garantías para la ciudad, y éste responde que no firmará capitulación alguna; sin embargo, les da la garantía de honor de que se respetará a la población civil. Nombra al general Quitman gobernador civil y militar de la ciudad. Por su parte, el obispo hizo cantar un Te Deum para celebrar la victoria; muchos ricos lo apoyaron, aplaudiendo a los invasores, y algunos vieron con agrado la idea de la anexión a Estados Unidos.



El pueblo indignado espontáneamente comienza a resistir a los invasores a tiros de fusil desde ventanas y azoteas de las casas. El general Scott ordena que sean voladas, y los vecinos fusilados sin mayor formalidad.





“Entre tanto, el combate se había generalizado ya: en todas las calles que había ocupado el ejercito enemigo, se peleaba con arrojo y entusiasmo. La parte del pueblo que combatía, lo hacía en su mayoría sin armas de guerra, a escepcion de unos cuantos, que más dichosos que los demás, contaban con una carabina o un fusil, sirviéndose el resto, para ofender al enemigo, de piedras y palos, de lo que resultó que hicieran en los mexicanos un estrago considerable las fuerzas americanas.







Algunos nacionales, de los que la noche anterior se habían visto obligados a abandonar sus puestos, salieron de sus casas a la calle, llevando consigo sus fusiles, para tomar parte en la refriega. Ocupáronse algunos edificios altos y varios templos, desde donde se podía hacer más daño a los enemigos. De los barrios de San Lázaro, San Pablo, la Palma y el Carmen, se veían brotar hombres decididos a buscar la muerte por defender su libertad; y muchos que a consecuencia de la distancia, no podían ofender a sus contrarios con sus armas improvisadas, salían a la mitad de las calles, sin otro objeto que provocarlos, para que se arrojaran sobre ellos, y pudiera el que tenia fusil dispararlo con buen éxito.



Multitud de victimas en todo aquel día regaron con su sangre las calles y plazas de la ciudad. Doloroso es decir que aquel esfuerzo generoso del pueblo bajo, fue en lo general censurado con acrimonia por la clase privilegiada de la fortuna, que veía con indiferencia la humillación de la patria, con tal de conservar sus intereses y su comodidad.



Todo el día resonó en la ciudad el ruido desolador de la fusilería; y la artillería, haciendo estremecer los edificios hasta en sus cimientos, difundía por todas partes el espanto y la muerte. Horas enteras se prolongó la lucha emprendida por una pequeña parte del pueblo, sin plan, sin orden, sin auxilio, sin ningún elemento que prometiera un buen resultado; pero lucha, sin embargo, terrible y digna de memoria.





Aun en medio del combate, los enemigos se entregaron a los más infames escesos: horribles fueron los desastres que señalaron la ocupación de México. El que no haya visto a una población inocente presa de una soldadesca desenfrenada, que ataca al desarmado, que fractura las puertas de los hogares para saquearlos, asesinando a las pacíficas familias, no puede formarse una idea del aspecto que presentaba entonces la hermosa cuanto desgraciada capital de la República”. (Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos)



Este mismo día, el Ayuntamiento publica un manifiesto exhortando a mantener la tranquilidad, pues mientras siguiera la acción de los francotiradores, los norteamericanos no garantizarían los derechos naturales y de gentes. Pero la resistencia del pueblo continúa. No sirve para el desánimo, la noticia de que las tropas mexicanas que estaban en la Villa de Guadalupe, en vez de venir a defender la capital, se alejan cada vez más sin combatir.



Durante todo el tiempo que durará la ocupación, el pueblo se mantendrá rebelado y una comisión militar, juzgará a los “rebeldes” y será frecuente que a pedradas, la gente impida la aplicación de los castigos impuestos. Como antes de la llegada de las tropas invasoras al valle de México, se habían desempedrado varias calles de la capital y colocadas las piedras en las azoteas para arrojarlas a los norteamericanos, las autoridades de la ocupación ordenarán bajarlas y regresarlas a sus sitios anteriores.



La bandera del águila y la serpiente volverá a ondear en el Palacio Nacional hasta el 12 de junio de 1848.

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