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viernes, 6 de septiembre de 2013

Los mitos del “Grito”




En 1813, todavía en plena guerra, Morelos presentó al Congreso de Anáhuac el documento Sentimientos de la Nación, en el cual propuso “que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre todos los años, como el día aniversario en que se levantó la voz de la independencia y nuestra santa libertad comenzó, pues en ese día se abrieron los labios de la Nación para reclamar sus derechos y empuñó la espada para ser oída”.

Con la consumación de la independencia se dieron los primeros pasos para darle carácter oficial a la celebración. Un decreto del Congreso, del 27 de noviembre de 1823, declaró al 16 de septiembre fiesta nacional. Por entonces la gente ya se refería al hecho como “el Grito” y la primera población que erigió un monumento para recordar a los padres de la patria fue Celaya.

La primera ceremonia del Grito, con carácter oficial, en la que participaron todas las autoridades y para la cual se organizó una Junta Patriótica organizadora de los festejos, se llevó a cabo en 1825, bajo la presidencia de Guadalupe Victoria. A partir de entonces, no ha habido año alguno en que no se conmemore.

En 1847 no hubo ceremonia del Grito en la capital del país; se encontraba ocupada por el ejército estadounidense que izó la bandera de las barras y las estrellas sobre el Palacio Nacional, el 14 de septiembre. Sin embargo, en Querétaro, donde el gobierno mexicano se había establecido, hubo una modesta y austera conmemoración para recordar el inicio de la independencia en momentos tan aciagos para el país.

Mitos

Es generalizada la creencia de que, en la actualidad, celebramos el Grito de Independencia la noche del 15 de septiembre y no el 16 como verdaderamente ocurrió, debido a un capricho personal de Porfirio Díaz, quien, al encontrarse en la apoteosis de su poder, a fines del siglo XIX, decidió cambiar la ceremonia del “Grito” a la noche del día 15, porque en esa fecha cumplía años. Esta versión es totalmente falsa.

Desde que la celebración tuvo el carácter de “oficial”, las festividades se realizaban los días 15 y 16, y tenían lugar en la Alameda, debido a su extensión y a que podía reunirse mayor cantidad de gente. Además, el sitio era reconocido como uno de los paseos más tradicionales. El gobierno, generalmente, expedía un bando por el cual ordenaba a la gente adornar calles y balcones, e iluminar sus casas, como se acostumbraba para otras ceremonias importantes.

El 15 de septiembre por la noche se realizaba una serenata en la Plaza Mayor y el 16 había salvas de artillería, repique general a vuelo, ceremonia en la Catedral y paseo cívico. A mediados del siglo XIX, comenzó a hacerse costumbre que, a las 11 de la noche del 15 de septiembre, tronaran salvas y artillería, las campanas repicaran y bandas de música recorrieran la ciudad, para que todos recordasen el grito de independencia. Los fuegos artificiales se encendían hasta el día 16, a las ocho de la noche.

Durante las primeras décadas del siglo XIX no hubo arengas patrióticas en la celebración; se organizaban veladas o funciones en teatros, donde se leía poesía, se escuchaban oraciones cívicas y el evento principal en la Alameda se adornaba con discursos. El gobernante que por vez primera utilizó tanto el discurso como las arengas para recordar al inicio de la independencia y salió a un balcón para dirigirse a la gente fue Maximiliano de Habsburgo.

El emperador entró a la ciudad de México en junio de 1864 y en septiembre viajó al pueblo de Dolores. A las diez de la noche del 15 visitó la casa de Hidalgo y una hora más tarde, desde un balcón, leyó un discurso donde elogiaba la figura del Padre de la Patria y llamó a todos los mexicanos a la unión y a la concordia.

Paradójicamente, una escena similar se vivió esa misma noche a cientos de kilómetros de distancia. El modesto carruaje negro en el que viajaba Benito Juárez enarbolando la bandera de la resistencia frente a la usurpación del emperador, hizo alto en una inhóspita región de Durango, cerca de los límites con Chihuahua, llamada la Noria Pedriceña. Juárez, Prieto, Iglesias y Lerdo de Tejada decidieron buscar un lugar donde pasar la noche.

Fue la propia adversidad la que propició una de las celebraciones patrióticas más emotivas del siglo XIX. “Los aniversarios comunes de las fiestas de la independencia -escribió José María Iglesias- tienen necesariamente algo de rutina. A semejanza de lo que ocurrió en el humilde pueblo de Dolores la noche del 15 de septiembre de 1810, el 16 de septiembre último [1864] vio congregados unos cuantos patriotas, celebrando una fiesta de familia, enternecidos con el recuerdo de la heroica abnegación del padre de la independencia mexicana, y haciendo en lo íntimo de su conciencia el solemne juramento de no cejar en la presente lucha nacional, continuándola hasta vencer o sucumbir".

La noche había caído y solo se escuchaba el crujir de la madera que se consumía entre las llamas de las fogatas. Reconocido por sus dotes oratorias y su excelente pluma, alguien sugirió que Guillermo Prieto elevara una oración para evocar la gloriosa jornada de 1810. “La patria es sentirnos dueños de nuestro cielo y nuestros campos –expresó-, de nuestras montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya nuestros; es que la tierra nos duele como carne y que el sol nos alumbra como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres; decir patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos..., Y esa madre sufre y nos llama para que la libertemos de la infamia y de los ultrajes de extranjeros y traidores”. No era un azar, que Juárez y sus acompañantes, definieran la lucha contra los franceses y el imperio, como la segunda independencia de México.

Durante su gobierno (1876-1911), Porfirio Díaz continuó con la costumbre establecida a lo largo del siglo XIX: presidía las ceremonias la noche del 15 de septiembre, pero además, sustituyó el discurso por la breve arenga al pueblo, desde el balcón central del Palacio Nacional, y la verbena popular comenzó a organizarse en la Plaza Mayor de la ciudad de México. Cuando se trasladó la campana de Dolores a Palacio Nacional, en 1896, la fiesta se convirtió en un símbolo.

En 1910, al cumplirse 100 años del inicio de la independencia, Porfirio Díaz gritó desde el balcón central de Palacio Nacional: “Mexicanos: ¡Viva la república!, ¡viva la libertad!, ¡viva la independencia!, ¡vivan los héroes de la patria! y ¡viva el pueblo mexicano!”. Curiosamente, al momento de tocar la campana, no sonó. Algunos partidarios de Madero –que se encontraba preso luego del fraude electoral de junio de 1910- lograron ponerle un trapo al badajo de la campana, nada que no pudiera corregirse en el momento y seguir con el festejo.

La ceremonia del Grito poco ha variado desde 1910; quizá la arenga cambia con respecto a la situación sociopolítica del momento, pero representa una larga tradición cívica. La noche del Grito es punto de unión y encuentro permanente de los mexicanos; vincula e incluye, despierta el orgullo y desata el amor a la patria a pesar de las difíciles circunstancias en las que se encuentre el país.
Por: Alejandro Rosas
Fecha: 04/10/2012

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