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martes, 20 de agosto de 2013

20 de Agosto de 1847 Tropas mexicanas al mando de Pedro María Anaya y Manuel Rincón luchan contra las fuerzas al mando de Scott en Churubusco



La batalla de Churubusco se realiza en dos etapas: la primera en el puente del mismo nombre; la segunda en el propio convento de Churubusco, improvisada fortaleza al mando de los generales Manuel Rincón y Pedro María Anaya., en donde los batallones Independencia y Bravos, guardias nacionales, y soldados irlandeses, en número de 650, mal armados y peor instruidos se enfrentan a las fuerzas norteamericanas con el inútil propósito de detener al invasor norteamericano tratando de dar tiempo a que el grueso del ejército mexicano llegue a la ciudad de México. El esfuerzo es más infructuoso porque Antonio López de Santa Anna ya está en retirada.

En los “Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos”, se reseña la lucha en el puente de Churubusco de la siguiente manera:

“El general Santa-Anna colocó una batería de cinco piezas en la cabeza del Puente, protejida por las compañías de San Patricio y el batallón de Tlapa.

El tránsito estaba obstruido por dos carros de municiones: por encima de ellos, por entre las ruedas, por los pies de las mulas que los tiraban, pasaban todos confundidos y en masa, dejando abandonada en la calzada de San Antonio la mayor parte del parque que con actividad había procurado salvar el general Alcorta; pero el general Santa-Anna provino no pasara por el Puente ningún carro, hasta que lo verificase la tropa toda, procedente de los dos rumbos, y esto dio lugar a la perdida de tantas municiones. Desesperando salvarlas el general Alcorta, se retiró el último de la calzada, al ver que el enemigo penetraba por ella. En estos momentos, las fuerzas de Worth, al abrigo de los carros del parque abandonado, avanzaron sobre el Puente. El general Santa-Anna que lo notó, mandó contramarchar a la brigada de Pérez, la que volvió pocos momentos después, continuando la demás fuerza para la capital, guiada por el cuartel maestre el ejercito. Situó al 1º ligero en la cabeza del Puente, ya su izquierda al 3º, 4º y 11º, sirviéndoles de foso un arroyo que pasaba a su frente. El enemigo avanza en columna hasta muy cerca de los parapetos: nuestra artillería e infantería, con una granizada de balas la despedazan y hacen vacilar: uno de nuestros cañonazos incendia a la vez dos de los carros del parque, abandonados frente a la batería. Se escucha un estallido horrible, y sus fragmentos se reparten en todas direcciones, causando estragos formidables.

Los americanos forman una nueva batalla frente a la posición, y se hace general el combate. Dos líneas de humo se marcan en el aire; dos rastros de sangre se señalan en el campo. El bizarro coronel Gayoso, del 1º ligero, manda romper con su música una alegre diana, y en este momento cae herido. El convento de Churubusco parece un castillo: su costado derecho y el frente están inflamados por llamaradas opacas.

Mandan sus defensores por parque: el general Santa Anna les envía un carro de los que quedaron embarazando el paso y por refuerzo a las compañías de Tlapa y San Patricio. El general Alcorta reconoce toda la línea: D. Antonio Haro, D. Agustín TorneI, D. Juan José Baz, D. Vicente García Torres y otros dignos oficiales, trasmiten órdenes del general en gefe, y llevan a la línea algún parque conseguido con dificultad.

Una nueva columna enemiga se interpone entre el Puente y el convento, arnagando envolver las dos posiciones. El general Santa-Anna toma el 4º ligero y parte del 11 de línea, y se dirige a la hacienda de los Portales, un cuarto de legua a retaguardia, con el objeto de contener los avances de los flanqueadores. Sitúa algunos infantes en la azotea de una casa que se levanta junto a la calzada; circunda su pie con el resto de la fuerza, y comienza el fuego en este punto.

En estos momentos cesa el ataque del Puente, porque los americanos se dirigieron a la derecha, siguiendo a los que les precedían. El general Bravo llega a este tiempo por los potreros, con unos restos salvados de San Antonio. Pérez Ie manifiesta que están cortados, y que no quedaba ya ni un cartucho: en consecuencia, se desvandan sus soldados por todas direcciones, tomando algunos la del Peñón. Los enemigos se apoderan del Puente sin más resistencia, y cañonean a los fugitivos con su misma artillería, abandonada allí por la desaparición de los armones y tiros de caballos.



En Portales se redobla el ataque: los americanos avanzan; derrámanse en tiradores sobre la llanura. El general Quijano vuelve a este punto con los Husares, Veracruz y restos de la caballería del Norte: redobla sus esfuerzos para hacerla cargar, y se toca a degüello. Al partir, encuentran una pequeña zapa, que.declaran obstáculo, y con este pretesto contramarchan...

El general Santa-Anna con su estado mayor y el general Alcorta se retiran también de este punto, que aun queda batiéndose. Se incorpora a la caballería, y desesperado, da de latigazos a varios oficiales que huían. En la calzada se ve un desorden horrible: todos se confunden, se empujan, se atropellan. Los dragones americanos montados en frisones ligeros, alcanzan a nuestra retaguardia, y aumentan el espanto acuchillando a los que encuentran a su paso. Llega el general a la garita de San Antonio y tras él nuestros restos despedazados, mezclados con algunos dragones enemigos ebrios de sangre. Se disparan en ella cañonazos a metralla, y sesenta infantes que cubren su entrada, rompen un fuego graneado sobre la calzada, alentados por la presencia de los generales Santa-Anna, Alcorta y Gaona, que se los mandan. En este momento penetra por un lado de la muralla un oficial americano, con uniforme azul, montado a caballo, con espada en mano, descargando tajos; cae herido sobre la esplanada: muchas espadas se desnudaron para matarlo; pero otras también lo hicieron para defenderlo al verlo caer. Se levantó desarmado, pero radiante de valor, y sonriendo de felicidad a las puertas de la capital. El fuego cesa, porque desaparecen en la calzada todos los objetos: muchos de nuestros soldados fueron muertos por sus mismos compañeros, al aproximarse a esta barrera fatal, confundidos con los enemigos.”



La segunda etapa es la defensa del convento de Churubusco por las tropas de Pedro María Anaya. Twiggs y Worth, atacan el convento. En los Apuntes citados, también se da cuenta de la defensa desesperada que los mexicanos hacen del convento:

“Eran las siete de la mañana del 20, cuando a un tiroteo lejano sobre las lomas de Padiema, bastante perceptible y empeñado sucedió una ligera y silenciosa pausa, anuncio funesto del descalabro que en aquellos momentos sufría la división mas florida de nuestro ejercito. Poco tardaron en empezar a correr las voces desconsoladoras que afirmaban la derrota, y que introducían el desaliento y la confusión en los soldados que las percibían. Sin embargo, las tropas de Churubusco se apresuraban a obedecer la orden que se les había dado, para que los batallones de Independencia y Bravos, con una pieza de a cuatro, se preparasen a entrar en la línea de batalla, cuando la noticia confirmada del desastre de Padiema, y las nuevas órdenes que se recibieron, no dieron lugar a que se ejecutase la salida.

En efecto, el general TorneI, cuartel maestre del ejercito, había mandado comunicar desde antes la derrota de Valencia, y que las tropas enemigas avanzaban sobre la capital. Una compañía de Independencia, mandada por el pnmer ayudante del cuerpo D. Francisco Peñuñuri, recibió en consecuencia la orden de situarse en la torre de la iglesia de Coyoacán, y protejer desde allí la retirada.

Pronto empezaron a pasar por entre las fortificaciones de Churubusco, las tropas que verificaban su retirada por disposición del general en gefe. Este se presentó poco después: hizo alto para mandar que se aselerase aquella, y dirigió la palabra a los generales Rincón y Anaya, haciendo la mas severa critica de la conducta a del general Valencia, inculpándolo por su desobediencia, atribuyendo a su ambición y sed de engrandecimiento el desastre que acababa de ocurrir, y manifestando que había mandado fusilarlo, donde quiera que se Ie encontrase, en castigo de sus faltas. Estas increpaciones que hemos espresado en un lenguage decente, por guardar a nuestros lectores el respeto que les es debido, se hicieron en un dialecto que no puede repetirse.

Corroboró también Santa-Anna la noticia de que el enemigo venía sobre su retaguardia, y después de recomendar que se hiciera en Churubusco una defensa vigorosa, se retiró. Las tropas continuaron también su marcha: los defensores de Churubusco, destinados al sacrificio por la salvación de los demás, vieron pasar a más de cinco mil soldados, llamados la flor del ejército, a quienes se hacia retirar sin combatir; y abandonados a sus propios esfuerzos, unos seiscientos cincuenta paisanos, mal armados, sin la instrucción necesaria ni la energía y serenidad que se adquieren después de hallarse en varios combates, iban a arrostrar el empuje de todas las fuerzas de los Estados-Unidos, victoriosas e irresistibles, y precedidas del terror que preparó todos sus triunfos, y que un conjunto de circunstancias pareció empeñado en inspirar a los de Churubusco más que a nadie.

A las once y media de la mañana, el general Anaya, acompañado de sus ayudantes, se adelantó por el camino de Coyoacán, para cerciorarse de la proximidad de los enemigos, y reclbló aviso por algunos indígenas que abandonaban sus chozas, corriendo despavoridos de que las columnas de los americanos avanzaban efectivamente sobre el convento. Confirmóse de una manera indudable esta noticia por los restos de la fuerza de Independencia que se había mandado a Coyoacán con Peñuñurri, y que después de sufrir alguna pérdida, se habían replegado batiéndose en retirada, y atravesando, para salvarse, por entre el cieno y las milpas. Sabedor de lo que pasaba, y habiendo avistado a corta distancia la vanguarla enemiga, el general Anaya volvió a Churubusco, donde ya todo estaba listo para la defensa; pero antes de referirla haremos una ligera descripción del terreno en que se verificó.



Es Churubusco una pequeña aldea, distante dos leguas de México, situada en la confluencia de los caminos de Tlalpam y Coyoacan, formando, por decirlo así, el vértice del ángulo que representan ambas calzadas. El pueblo de Churubusco se forma de un grupo de humildes chozas de adove, levantadas en un suelo fértil y pantanoso, donde la vegetación se desarrolla exuberante. Sus sembrados producen la caña corpulenta del maíz, y las milpas se prolongan hasta la misma iglesia y convento de Churubusco.



Este edificio, por su solidez y fortaleza, y por su situación, había sido escogido para resistir, o por mejor decir, para contener por algún tiempo a las fuerzas enemigas. Ni podía exigirse otra cosa, si se atiende al poco auxilio que prestaba la fortificación pasagera que se había levantado, y que consistía en un parapeto construido con adoves, de cerca de ocho pies y medio de espesor, a la distancia de veinte pasos de la puerta del convento, y defendido con anchos fosos, llenos en la mayor parte, de su profundidad, de agua movediza, y de la que mana del mismo terreno. La premura del tiempo y la precipitación con que se había trabajado en las fortificaciones, no había permitido que el parapeto, levantado en el frente y costado izquierdo, se estendiera al flanco derecho de la posición, ni a la azotea del convento, ni aun que donde existía estuviera acabado.

Al amanecer el día 20, no había en Churubusco un solo artillero, ni más piezas que una de a cuatro, que poco o nada hubiera servido para contener al enemigo; pero afortunadamente al retirarse el general Santa-Anna, dio orden de que quedaran allí cinco de las piezas que llevaban sus tropas; con lo que ya se pudo hacer una resistencia mas detenida.

Dispuesto, pues, todo para el ataque, los defensores de Churubusco esperaban sobre las armas que se acercaran los enemigos. Estos entre tanto avanzaban sobre el convento, del que creían apoderarse a muy poca costa, pues la facilidad con que habían llegado hasta allí, les hacia presumir que nuestro ejercito entero se replegaría sin combatir, hasta la capital. Debiólos confirmar en esta creencia, la circunstancia de que no se rompía sobre ellos el fuego, a pesar de hallarse ya a tiro de fusil de las fortificaciones, lo cual provenía de la orden espresa de los generales Rincón y Anaya, quienes para no gastar pólvora en balde, habían dispuesto que no se disparara sobre los enemigos hasta que estuvieran a una distancia muy corta. Hízose así en efecto; y el estrago terrible que las descargas produjeron en las filas de los norte-americanos, los obligó a detenerse por un momento, intimidados y sorprendidos. Poco tardaron, sin embargo, en continuar su avance, dirigiéndose sobre el frente del parapeto una fuerza, y otra más considerable sobre el costado derecho. Trábase entonces un reñido combate, que el valor y los soldados de ambas naciones prolonga por algún tiempo, hasta que la pérdida de consideración de los enemigos los precisa a retroceder.

Hubo en aquella acción rasgos de valor, dignos de ser mencionados, entre los cuales merece particular elogio el del joven D. Eligio Villamar, oficial del regimiento de Bravos, quien desde los primeros tiros se subió sobre el parapeto, y permaneció allí espuesto al fuego de los enemigos, alentando a sus soldados, y sin dejar un momento de victorear a la República y a los generales Rincón y Anaya. Su arrojo fue tanto más notable, cuanto que dedicado antes esclusivamente a sus tareas científicas y literarias, aquella era la primera vez que afrontaba la muerte en un campo de batalla.



AI principio del ataque se introdujo alguna confusión en las filas del batallón Bravos, ocasionada por las bajas que tuvo de soldados muertos o heridos por el fuego que recibían de sus compañeros de Independencia. La mayor parte de este cuerpo cubría con su pecho el flanco derecho de la posición, enteramente descubierto por la falta de parapeto, y los soldados restantes estaban situados en la azotea del convento y en unos andamios que se habían levantado dentro de un corral, para suplir las banquetas. Las punterías bajas de los tiradores dañaban naturalmente a varios de los que defendían el parapeto. Advertida por el general Rincón la causa del desorden, mandó bajar de la altura a los tiradores situados allí, y que se incorporaran al resto de su batallón.

Como acabamos de ver, la división americana del general Twiggs, que había dado el primer ataque, acababa de ser rechazada. La llegada de las otras, que apresuradamente acudían en su auxilio, no sólo le proporcionó medios de acometer de nuevo, sino que dio lugar a que el convento fuese atacado por varias partes, generalizándose en pocos minutos el combate. Los valientes de Churubusco no desmayan: multiplican sus esfuerzos para rechazar al enemigo, y su fuego certero aumenta considerablemente el número de los muertos y heridos. Sin embargo, la situación de esos esforzados combatientes es ya bastante crítica: su retaguardia misma, el punto único por donde pueden salvarse en caso de un desastre, esta ya atacada por la división del general Worth, que avanza sobre las tropas en retirada de San Antonio. Y no es esto lo peor, sino que las municiones empiezan a escasear, y se prevé el momento en que su falta absoluta impedirá toda resistencia eficaz.

El general Rincón había previsto desde el principio este inconveniente; por lo que estuvo mandando a los dos ayudantes que permanecieron a su lado, y aun a los extraños que se presentaban, a pedir municiones al general Santa-Anna. Uno de aquellos, encargado de manifestarle que la posición había sido flanqueada, que simultáneamente la atacaban todas las fuerzas enemigas, y que escaseaban ya las nuestras y el parque, recibió por contestación que a todo se había provisto, y que se defendieran. Movido, no obstante, por lo que se Ie decía, mando Santa-Anna de refuerzos unos piquetes de Tlapa y Lagos y la compañía de San Patricio. Despachó también un carro de parque, el cual resulto de diez y nueve adarmes para fusiles que no tenían este calibre: así es que la desesperación de los soldados llegó a su colmo, cuando con la esperanza de mantener el combate, y aun de triunfar, se arrojaron a los cajones de parque, y despedazándolos con las manos, llevaban los cartuchos al cañón, que desgraciadamente era muy estrecho para contenerlos...

A los únicos que sirvió aquel parque, fue a los soldados de San Patricio, cuyos fusiles tenían el calibre correspondiente. Su comportamiento merece los mayores elogios, pues todo el tiempo que duró aun el ataque, sostuvieron el fuego con un valor estraordinario. Gran parte de ellos sucumbió en el combate: los que sobrevivieron, más desgraciados que sus compañeros, sufrieron luego una muerte cruel, o tormentos horrorosos, impropios de un siglo civilizado, y de un pueblo que aspira al título de ilustrado y humano.

El cargo grave e incontestable, en nuestro concepto, que resulta al general Santa-Anna, de haber desdeñado la victoria, que pudo alcanzar aquel día, y abandonado a sus propios esfuerzos a los de Churubusco, se desnaturalizo con imputar a traición, y pretender fundar ese nuevo capítulo de acusación, en la especie demasiado trivial y absurda, de que algunos cartuchos que se encontraron sin bala, habían sido espresa y deliberadamente destinados a hacer ineficaz la defensa, protegiendo la causa y vidas de los enemigos, como si el general en gefe hubiera de descender a desempeñar los deberes de un guarda parque..., No por eso es menos cierto que algunos cajones contenían parque de instrucción, y que varios soldados, para suplir la bala, buscaban piedras de un tamaño proporcionado.

Volvamos ahora a la relación del ataque, de la que nos han desviado las anteriores consideraciones.

En los momentos más empeñados de la lucha, y cuando su éxito parecía próximo a decidirse en favor de los enemigos, el general Anaya subió a la esplanada a caballo, mandó cargar una pieza a metralla, y apeándose luego, dirigió personalmente la puntería. Las chispas del lanza-fuego que sirvió para disparar la pieza, incendiaron el parque, abrasando a cuatro o cinco artilleros, al capitán Oleary que la servia, y al mismo general Anaya. Todos ellos quedaron fuera de combate, menos el general, quien a pesar de haber permanecido ciego por algún tiempo, no abandonó el campo de batalla. Durante toda la acción, se Ie veía siempre en el peligro, lo mismo que al sereno general Rincón, recorriendo el uno toda nuestra línea para alentar al soldado con su presencia, y fijo el otro en un lugar, para dictar sus disposiciones como gefe.

A la energía y buen comportamiento de estos dignos militares, correspondía la conducta decidida y gloriosa de sus subordinados. Los gefes, los oficiales, los soldados, competían en ardimiento, y no desmayaban un punto, aunque bien conocían lo crítico de su posición.



Las acciones de denuedo se repetían cada vez que el arrojo del enemigo hacia el peligro inminente. El patriota y esforzado coronel, O. Eleuterio Méndez, que había pedido para su hijo y para sí el puesto de mayor peligro, permanecía firme en ese puesto a que alcanzaban todos los tiros sin herirlo. EI teniente D. José Maria Revilla abandona las filas de la infantería, en donde combatía sin peligro, y sirve a caballo de ayudante del general Rincón, a quien parte de los que desempeñaban a su lado esta comisión, habían abandonado. El entusiasta oficial D. Juan Aguilar y López se encuentra con una pieza que no podía servirse por falta de artilleros, y aunque sin instrucción alguna, esponiendose a volar, si no toma las precauciones debidas, se dispone a utilizar el cañón en contra de los asaltadores; llama a dos cabos de su cuerpo para que lo auxilien, y entre los tres sostienen por algún tiempo el fuego, bastante costoso al enemigo. Por ultimo, llega allí el oficial de artillería Álvarez, y se encarga de dirigir la pieza; pero no por eso se retira Aguilar, sino que en unión de sus compañeros, continúa en aquel puesto, ayudando a dispararla.

Tres horas y media había durado ya la acción, sin que los repetidos esfuerzos de los americanos les hubieran dado un triunfo decisivo. El ánimo de nuestras tropas no decae: antes al contrario, a cada momento se sienten los soldados más deseosos de prolongar el combate. Por desgracia las municiones estaban ya casi completamente agotadas: los respectivos gefes de los cuerpos, cuyos nombres hemos consignado en otro artículo, urgían por parque al general Rincón.

El tiroteo comienza a apagarse por nuestra parte, a proporción que el parque escasea más y más: acabase por fin, y de aquel convento, que arrojaba poco antes fuego por todas partes, como un castillo, no sale entonces un solo tiro, como si ninguno de sus defensores hubiera quedado en pie. El enemigo se sorprende con aquel silencio repentino, que no sabe a que atribuir, y temeroso de que sea una estratagema de guerra, tarda algunos minutos en decidirse a avanzar sobre el parapeto, del que no recibe ya ninguna ofensa. Nuestros soldados, por su parte, llenos de desesperación, descansaban ya en su mayor parte sobre sus armas descompuestas, y ardientes como el fuego vivo que habían despedido. Los generales Rincón y Anaya, agobiados también de tristeza, viendo que no les quedaba arbitrio para prolongar la resistencia, mandaron que la fuerza toda se replegara al interior del convento a esperar el fallo de su suerte; pero todavía en aquellos terribles momentos en que hasta la esperanza misma parecía perdida, hubo valientes que intentaron hacer el ultimo esfuerzo de la desesperación, y su denuedo añadió nuevas víctimas a la que ya nos había costado aquella memorable defensa.

El intrépido Peñuñuri se dispone a cargar a la bayoneta sobre el enemigo, a la cabeza de unos cuantos soldados de su cuerpo; pero apenas ha avanzado unos cuantos pasos, cuando una bala lo hiere de muerte. Ni aun entonces se doblega su corazón esforzado: incapaz ya de moverse, retirado por sus amigos al interior del convento, continúa aun alentando a sus soldados, y muere, por fin, con la dignidad y la grandeza de los heroes.

También el patriota capitán de cazadores, D. Luís Martínez de Castro, recibía otra herida mortal al emprender abrirse paso por entre los enemigos, para incorporarse a su regimiento, del que había sido cortado. Martínez de Castro cayó prisionero, y sobrevivió pocos días al del ataque, a pesar de la eficacia y esmero con que se procuró su salvación. Sucumbió, dejando en el corazón de sus amigos un vació inmenso con su muerte, que lloran la patria, la virtud y la literatura.

Replegadas ya en el convento las fuerzas, que obedecieron las órdenes de los generales, esperaron resignadas la llegada de los enemigos, que por último se habían resuelto a avanzar. El primero que se presentó sobre el parapeto, fue el valiente capitán amencano Smith, del 3º de línea, quien dio aquel ejemplo de valor a cuantos Ie seguían. Y no menos magnánimo y generoso que audaz, apenas se cercioró de que ya por nuestra parte no se hacía resistencia, enarboló bandera blanca, e impidió que la turba salvage que lo acompañaba, cebara su furor en los vencidos.

El patriotismo y la sociedad se horrorizan, al contar entre los vencedores que hacían su entrada triunfal en Churubusco una cuadrilla de bandidos, que con el nombre de contra guerrilleros, capitaneaba el famoso Domínguez, y que como auxiliares del ejército americano hacían la guerra a su patria, con más encarnizamiento que los mismos enemigos. El general Anaya, ya prisionero, impelido de un sentimiento de execración y horror, apostrofó al insolente cabecilla llamándole traidor, con riesgo de su propia vida.

Un clamoreo general había anunciado la llegada de Twiggs, que saludando cortés y marcialmente a los generales y oficialidad mexicana, arengó a los suyos, encomiando su valor y recomendando a los prisioneros. Estos, en aquella esforzada defensa, habían acertado veintidós tiros al pabellón americano, que llevaba Twiggs en las manos despedazado. Un momento después flameaba en el convento de Churubusco, y presidia a la escena de muerte, desolación y llanto, que aquella religiosa mansión, tan sosegada y tranquila en otro tiempo, presentaba el 20 de Agosto de 1847.”

Como se refiere en los Apuntes, la defensa mexicana dura hasta agotar el último cartucho, cuando se rinden. Cuando a su llegada el general Scott reclama el parque, el general Anaya le responde: “Si hubiera parque, no estuviera usted aquí”.

Los invasores norteamericanos toman cientos de prisioneros mexicanos e irlandeses del Batallón de San Patricio, cuerpo integrado por irlandeses llegados con el ejército invasor y que al comprender la injusticia de esta guerra, similar a la que ellos libraban contra los ingleses, poco a poco se pasaron a las fuerzas mexicanas formando un Batallón denominado “Compañías de San Patricio”, que combatía bajo una bandera blanca con la imagen del santo. Estos irlandeses participaron en las batallas de La Angostura y Padierna bajo el mando del general Gabriel Valencia y luego en la defensa de Churubusco. De sus doscientos sesenta efectivos murieron casi todos, pues ocupaban los puestos más riesgosos; la mayoría de los últimos setenta y dos que quedaron serán condenados a muerte por traidores y ejecutados entre el 9 y el 13 de septiembre en San Ángel, Mixcoac y Tacubaya. Su capitán, John O’Reilly, salvará la vida, pero será degradado, azotado, marcado en la cara con la letra “D” con hierro candente por desertor y condenado a la ignominia de ver ahorcar a sus hombres que antes habían cavado sus propias tumbas; después no se volverá a saber de él... algunos de los pocos irlandeses que lograrán escapar seguirán luchando contra los Tratados de Guadalupe Hidalgo en la guerrilla de Dómeco Jarauta en Guanajuato.

En merecido reconocimiento a estos bravos irlandeses, se colocará una placa en su memoria en la plaza de San Jacinto en San Ángel y el 28 de octubre de 1999 se inscribirá con letras de oro en el Muro de Honor de la Cámara de Diputados: “Defensores de la Patria 1846-1848 y Batallón de San Patricio”.

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