Dirigida a la sacra católica cesárea majestad del invictísimo emperador don Carlos V, desde la ciudad de Tenuxtitan, a 3 de septiembre de 1526 años
Sacra católica cesárea rnajestad: En 23 días del mes de octubre del año pasado de 1525 despaché un navío para la isla Española desde la villa de Trujillo, del puerto y cabo de Honduras y con un criado mío que en él envié, que había de pasar en esos reinos, escribí a vuestra majestad algunas cosas de las que en aquel que llaman golfo de Hibueras habían pasado, así entre los capitanes que yo envié y el capitán Gil González, como después que yo vine. Y porque al tiempo que despaché el dicho navío y mensajero no pude dar a vuestra majestad cuenta de mi camino y cosas que en él me acaecieron después que partí de esta gran ciudad de Tenuxtitan, hasta topar con las gentes de aquellas partes y son cosas que es bien que vuestra alteza las sepa, al menos por no perder yo el estilo que tengo, que es no dejar cosa que a vuestra majestad no manifieste las relataré en suma lo mejor que yo pudiere, porque decirlas como pasaron, ni yo las sabría significar ni por lo que yo dijese allá se podrían comprender; pero diré las cosas notables y más principales que en el dicho camino me acaecieron, aunque hartas quedarán por accesorias que cada una de ellas podría ser materia de larga escritura.
Dada orden para en lo de Cristóbal de Olid, como escribí a vuestra majestad, porque me pareció que ya había mucho tiempo que mi persona estaba ociosa y no hacía cosa nuevamente de que vuestra majestad se sirviese, a causa de la lesión de mi brazo, aunque no más libre de ella, me pareció que debía de entender en algo y salí de esta gran ciudad de Tenuxtitan a 12 días del mes de octubre del año 1524 años, con alguna gente de caballo y de pie, que no fueron más de los de mi casa y algunos deudos y amigos míos y con ellos Gonzalo de Salazar y Peralmídez Chirinos, factor y veedor de vuestra majestad. Llevé asimismo conmigo todas las personas principales de los naturales de la tierra y dejé cargo de la justicia y gobernación al tesorero y contador de vuestra alteza y al licenciado Alonso de Zuazo, y dejé en esta ciudad todo recaudo de artillería y munición y gente que era necesaria y las atarazanas asimismo bastecidas de artillería y los bergantines en ellas muy a punto, un alcaide y toda buena manera para la defensa de esta ciudad y aun para ofender a quien quisiesen.
Con este propósito y determinación salí de esta ciudad de Tenuxtitan, y llegado a la villa del Espíritu Santo, que es en la provincia de Cozacoalco, ciento y diez leguas de esta ciudad, en tanto que yo daba orden en las cosas de aquella villa, envié a las provincias de Tabasco y Xicalango a hacer saber a los señores de ellas mi idea a aquellas partes, mandándoles que viniesen a hablarme o enviasen personas a quien yo dijese lo que habían de hacer, que a ellos se lo supiesen bien decir. Y así lo hicieron que los mensajeros que yo envié fueron de ellos bien recibidos, y con ellos me enviaron siete a ocho personas honradas con el crédito que ellos tienen por costumbre de enviar; y hablando con éstos en muchas cosas de que yo quería informarme de la tierra, me dijeron que en la costa de la mar, de la otra parte de la tierra que llaman Yucatán, hacia la bahía que llaman de la Asunción, estaban ciertos españoles, y que les hacían mucho daño; porque demás de quemarles muchos pueblos y matarles alguna gente, por donde muchos se habían despoblado y huído la gente de ellos a los montes, recibían otro mayor daño los mercaderes y tratantes, porque a su causa se había perdido toda la contratación de aquella costa, que era mucha, y como testigos de vista me dieron razón de casi todos los pueblos de la costa hasta llegar donde está Pedrarias de ávila, gobernador de vuestra majestad.
Y me hicieron una figura en un paño de toda ella, por la cual me pareció que yo podía andar mucha parte de ella, en especial hasta allí donde me señalaron que estaba los españoles; y por hallar tan buena nueva del camino para seguir mi propósito y para atraer los naturales de la tierra al conocimiento de nuestra fe y servicio de vuestra majestad, que forzado en tan largo camino había de pasar muchas y diversas provincias, y de gente de muchas maneras, y por saber si aquellos españoles eran de algunos de los capitanes que yo había enviado, Diego o Cristóbal de Olid, o Pedro de Alvarado, o Francisco de las Casas, para dar orden en lo que debiesen hacer, me paresció que convenía al servicio de vuestra majestad que yo llegase allá, y aun porque forzado se habían de ver y descubrir muchas tierras y provincias no sabidas y se podrían apaciguar muchas de ellas, como después se hizo, y concebido en mi pecho el fruto que de mi ida se seguiría, pospuestos todos trabajos, peligros y costas que se me ofrecieron y representaron, y los que más se me podían ofrecer, me determiné de seguir aquel camino, como antes que saliese de esta ciudad lo tenía determinado.
Antes que llegase a la dicha villa del Espíritu Santo, en dos o tres partes del camino había recibido cartas de la gran ciudad de Tenuxtitan, así de los que yo dejé mis lugartenientes como de otras personas y también las recibieron los oficiales de vuestra majestad que en mi compañía estaban, en que me hacían saber cómo entre el tesoro y contador no había aquella conformidad que era necesaria para lo que tocaba a sus oficios, y al cargo que yo en nombre de vuestra majestad les dejé, y había sobre ello proveído lo que me parecía que convenla, que era escribirles muy recias reprensiones de su yerro, y aun apercibí que si no se conformaban y tenían allí adelante otra manera que hasta entonces que lo proveería como no les pluguiese, y aun que haría de ello relación a vuestra majestad.
Y estando en esta villa del Espíritu Santo, con la determinación ya dicha, me llegaron otras cartas de ellos y de otras personas, en que me hacían saber cómo sus pasiones todavía duraban y aun crecían. Y que en cierta consulta habían puesto mano a las espadas el uno contra el otro, en que fue tan grande el escándalo y alboroto de esto, que no sólo causó entre los españoles, que se armaron de la una parte y de la otra, mas aun los naturales de la ciudad habían estado para tomar armas, diciendo que aquel alboroto era para ir contra ellos, y viendo que ya mis reprehensiones y amenazas no bastaban, porque por no dejar yo mi camino, no podía ir en persona a lo remediar, parecióme que era buen remedio enviar al factor y veedor, que estaban conmigo, con igual poder que el que ellos tenían, para que supiesen quién era el culpado, y lo apaciguasen. Y aun les di otro poder secreto para que, sino bastase con ellos buena razón, les suspendiesen el cargo que y les había dejado de la gobernación y lo tomasen ellos en si, justamente con el licenciado Alonso de Zuazo, y que castigasen a los culpados; y con haber proveído esto se partieron el dicho factor y veedor y tuve por cierto que su ida de los dichos factor y veedor haría mucho fruto y sería total remedio para apaciguar aquellas pasiones; y con este crédito ya fui harto descansado.
Partido este despacho para esta ciudad de Tenuxtitan, hice alarde de la gente que me quedaba para seguir mi camino, y hallé noventa y tres de caballo, que entre todos había ciento y cincuenta caballos y treinta y tantos peones, y tomé un carabelón que a la sazón estaba surto en el puerto de la dicha villa, que me habían enviado desde la villa de Medellín con bastimentos, y torné a meter en él los que había traído y unos cuatro tiros de artillería que yo traía, y escopetas y otra munición y mandéle que se fuese al río de Tabasco y que allí esperase lo que yo le enviase a mandar, y escribí a la villa de Medellín, a un criado mío que en ella reside, que luego me enviase otros dos carabelones que allí estaban y una barca grande y los cargase de bastimentos; y escribí a Rodrigo de Paz, a quien yo dejé mi casa y hacienda en esta ciudad, que luego trabajase de enviar cinco o seis mil pesos de oro para comprar aquellos bastimentos que me habían de enviar, y aun escribí al tesorero rogándole que él me los prestase, porque yo no había dejado dineros, y así se hizo, que luego vinieron los carabelones cargados, como yo lo mandé, hasta el dicho río de Tabasco. Aunque me aprovecharon poco, porque mi camino fue metido la tierra adentro, y para llegar a la mar por los bastimentos y cosas que traía era muy dificultoso, porque había en medio muy grandes ciénagas.
Proveído esto que por la mar había de llevar, yo comencé mi camino por la costa de ella hasta una provincia que se dice Cupilcon, que está de aquella villa del Espíritu Santo hasta treinta y cinco leguas, y hasta llegar a esta provincia, demás de muchas ciénagas y ríos pequeños, que en todos hubo puentes, se pasaron tres muy grandes, que fue el uno en un pueblo que se dice Tumalán, que está nueve leguas de la villa del Espíritu Santo, y el otro es Agualulco, que está otras nueve adelante, y éstos se pasaron en canoas, y los caballos a nado, llevándolos del diestro en las canoas, y el postrero, por ser muy ancho, que no bastaban fuerzas de los caballos para los pasar a nado, hubo necesidad de buscar remedio; media legua arriba de la mar se hizo un puente de madera, por donde pasaron los caballos y gente, que tenía novecientos y treinta y cuatro pasos. Fue una cosa bien maravillosa de ver.
Esta provincia de Cupilcon es abundosa de esta fruta que llaman cacao y de otros mantenimientos de la tierra y mucha pesquería; hay en ella diez o doce pueblos buenos, digo cabeceras, sin las aldeas; es tierra muy baja y de muchas ciénagas; tanto, que en tiempo de invierno no se puede andar, ni se sirven sino en canoas, y con pasarla yo en tiempo de seca, desde la entrada hasta la salida de ella, que puede haber veinte leguas, se hicieron más de cincuenta puentes, que sin se hacer fuera imposible pasar la gente, que estaba algo pacífica, aunque temerosa por la poca conversación que habían tenido con españoles. Quedaron con mi venida más seguros, y sirvieron de buena voluntad así a mí y a los que conmigo iban como a los españoles a quien quedaron depositados.
De esta provincia de Cupilcon, según la figura que los de Tabasco y Xacalango me dieron, había de ir a otra que se llama Zagoatán; y como ellos no se sirven sino por agua, no sabía el camino que yo debía de llevar por tierra, aunque me señalaban en el derecho que estaba la dicha provincia; y así fue forzado desde allí enviar por aquel derecho algunos españoles e indios a descubrir el camino, y descubierto, abrirle por donde pudiésemos pasar, porque era todo montañas muy cerradas; y plugo a nuestro Señor que se halló, aunque trabajoso; porque demás de las montañas, había muchas ciénagas muy trabajosas, porque en todas o en las más se hicieron puentes; y habíamos de pasar un muy poderoso río que se llama Guezalapa, que es uno de los brazos que entran en el de Tabasco, y proveí desde allí de enviar dos españoles a los señores de Tabasco y Cunoapá a les rogar que por aquel río arriba me enviasen quince o veinte canoas para que me trajesen bastimentos en los carabelones que allí estaban, y me ayudasen a pasar el río, y después me llevasen los bastimentos hasta la principal población de Zaguatán, que según pareció está este dicho río arriba del paso donde yo pasé doce leguas; y así lo hicieron y cumplieron muy bien, como yo se lo envié a rogar.
Yo me partí del postrer pueblo de esta provincia de Cupilcon, que se llama Anaxuxuca, después de haberse hallado camino hasta el río de Guezalapa, porque habíamos de pasar, y dormí aquella noche en unos despoblados entre unas lagunas, y otro día llegué temprano al dicho río y no hallé canoa en que pasar, porque no habían llegado las que yo envié a pedir a los señores de Tabasco. Y los descubridores que delante iban hallé que iban abriendo el camino el río arriba por la otra parte; porque, como estaban informados que el río pasaba por medio de la más principal población de la dicha provincia de Zaguatán, seguían el dicho río arriba por no errar. Uno de ellos se había ido en una canoa por el agua por llegar más aína a la dicha población; el cual llegó y halló toda la gente alborotada, y hablóles con una lengua que llevaba, y asegurólos algo, y tornó a enviar luego la canoa el río abajo con unos indios, con quien me hizo saber lo que había pasado con los naturales de aquel pueblo, y que él venía con ellos abriendo el camino por donde yo había de ir, y que se juntaría con los que de acá le iban abriendo; de que holgué mucho, así por haber apaciguado algo aquella gente, como por la certenidad del camino, que la tenía algo por dudosa, o a lo menos por trabajosa; y con aquella canoa y con balsas que hicieron de madera comencé a pasar el fardaje por aquel río, que es asaz caudaloso; y estando así pasando, llegaron los españoles que yo envié a Tabasco, con veinte canoas cargadas de los bastimentos que había llevado el carabelón que yo envié desde Coazacoalco, y supe de ellos que los otros dos carabelones y la barca no habían llegado al dicho río; pero que quedaban en Coazalcoalco y vendrían muy presto. Venían en las dichas canoas hasta doscientos indios de los naturales de aquella provincia de Tabasco y Cunoapá, y con aquellas canoas pasé el río, no sin haber peligro más de se ahogar un esclavo negro y perderse dos cargas de herraje, que después nos hizo alguna falta.
Aquella noche dormí de la otra parte del río con toda la gente, y otro día seguí tras los que iban abriendo el camino el río arriba, que no había otra guía, sino la ribera de él, y anduve hasta seis leguas, y dormí aquella noche en un monte, con mucha agua que llovió, y siendo ya noche llegó el español que había ido al río arriba hasta el pueblo de Zagoatán, con hasta setenta indios de los naturales de él, y me dijo cómo él dejaba abierto el camino por esta parte, y que convenía para tomarle que volviese dos leguas atrás. Así lo hice, aunque mandé que los que iban abriendo por la ribera del río, que estaban ya bien tres leguas adelante donde yo dormí que siguiesen todavía, y a legua y media adelante de donde estaba dieron en las estancias del pueblo; así, que quedaron dos caminos abiertos donde no había ninguno.
Yo seguí por el camino que los naturales habían abierto; y aunque con trabajo de algunas ciénagas y de mucha agua que llovió aquel día, llegué a la dicha población, a un barrio de ella, que, aunque el menor, era asaz bueno, y habría en él más de doscientas casas; no pudimos pasar a los otros barrios porque los partían ríos que pasaban entre ellos, que no se podían pasar sino a nado. Estaban todas despobladas; y en llegando, desaparecieron los indios que había venido con el español a verme, aunque les había hablado bien y dado algunas cosillas de las que yo tenía. Y agradeciéndoles el trabajo que habían puesto en abrirme el camino, y dicho a lo que yo venía por aquellas partes, que era por mandado de vuestra majestad, a hacerles saber que habían de adorar y creer en un solo Dios, criador y hacedor de todas las cosas, y tener en la tierra a vuestra alteza por superior y señor, y todas las otras cosas que cerca de esto se les debían decir, esperé tres o cuatro días, creyendo que de miedo se habían alzado y que vendrían a hablarme; y nunca pareció nadie. Y por haber tenido guía de ellos, para dejarlos pacíficos y en el servicio de vuestra majestad, y para informarme de ellos del camino que había de llevar, porque en toda aquella tierra no se hallaba camino para ninguna parte, ni aun rastro de haber andado por tierra una persona sola, porque todos se sirven por el agua a causa de los grandes ríos y ciénagas que por la tierra hay, envié dos compañías de gente de españoles, y algunos de los naturales de esta ciudad o tierra que yo conmigo llevaba, para que buscasen la gente por la provincia y me trajesen alguna para los efectos que arriba he dicho.
Y con las canoas que habían venido de Tabasco, que subieron el río arriba, y con otras que se hallaron del pueblo, anduvieron muchos de aquellos ríos y esteros, porque por tierra no se podían andar, y nunca hallaron más de dos indios y ciertas mujeres, de los cuales trabajé de me informar donde estaba el señor y la gente de aquella tierra, y nunca me dijeron otra cosa sino que por los montes andaban cada uno por sí, y por aquellas ciénagas y ríos. Preguntéles también por el camino para ir a la provincia de Chilapan, que según la figura que yo traía había de llevar aquella derrota, y jamás lo pude saber de ellos, porque decían que ellos no andaban por la tierra, sino por los ríos y esteros en sus canoas; y que por allí que ellos sabían el camino, y no por otra parte; y lo que más de ello se pudo alcanzar fue señalarme una sierra que pareció estar hasta diez leguas de allí, y decirme que allí cerca estaba la principal población de Chilapan, y que pasaba junto con ella un muy grande río que abajo se juntaba con aquel Zaguatán, y entraban juntos en el de Tabasco; y que el río arriba estaba otro pueblo que se llamaba Ocumba, pero que tampoco sabían camino para allí por tierra.
Estuve en este pueblo veinte días, que en todos ellos no cesé de buscar camino que fuese para alguna parte, y jamás se halló, chico ni grande; antes por cualquier parte que salíamos alrededor del pueblo había tan grandes y espantosas ciénagas que parecía cosa imposible pasarlas. Y puestos ya en mucha necesidad por falta de bastimentos, encomendándonos a Nuestro Señor, hicimos una puente en una ciénaga que parecía cosa imposible de pasarla. Y otra de trescientos pasos, en que entraron muchas vigas de a treinta y cinco y cuarenta pies, y sobre ellas otras atravesadas, y así pasamos y seguimos en demanda de aquella tierra hacia donde nos decían que estaba el pueblo de Chilapan; y envié por otra parte una compañía de caballo, con ciertos ballesteros, en demanda del otro pueblo de Ocumba; y éstos toparon aquel día con él, y pasaron a nado y en dos canoas que allí hallaron, y huyoles luego la gente del pueblo, que no pudieron tomar sino dos hombres y ciertas mujeres, y hallaron mucho bastimento, y salieron a mí al camino y dormí aquella noche en el campo; y quiso Dios que aquella tierra era algo abierta y enjuta, con hartas menos ciénagas que la pasada; y aquellos indios que se tomaron de aquel pueblo de Ocumba nos guiaron hasta Chilapan, donde llegamos otro día bien tarde, y hallamos todo el pueblo quemado y los naturales de él ausentados.
Es este pueblo de Chilapan de muy gentil asiento y harto grande. Había en él muchas arboledas de las frutas de la tierra y había muchas labranzas de maizales, aunque no estaban bien granados; pero todavía fue mucho remedio de nuestra necesidad. En este pueblo estuve dos días proveyéndonos de algún bastimento y haciendo algunas entradas para buscar la gente de él para la apaciguar, y también para informarme de ella del camino para adelante, y nunca se pudieron hallar más de los dos indios, que al principio se tomaron dentro en el dicho pueblo. De éstos me informé del camino que había de llevar hasta Tepetitan, o Tamacastepeque, que se llama por otro nombre; y así medio a tiento y sin camino nos guiaron hasta el dicho pueblo, al cual llegué en dos días. Pasóse en el camino un río muy grande que se llama Chilapan, de donde tomó denominación el pueblo; pasóse con mucho trabajo, porque era muy ancho y recio y no había aparejo de canoas, y se pasó todo en balsas. Ahogóse en este río otro esclavo, y perdióse mucho fardaje de los españoles.
Después de pasado este río, que se pasó legua y media del dicho pueblo de Chilapan, hasta llegar al de Tepetitan, se pasaron muchas y grandes ciénagas, que de seis o siete leguas que había de camino hasta él no hubo una donde no fuesen los caballos hasta encima de las rodillas, y muchas veces hasta las orejas; en especial se pasó una muy mala, donde se hizo una puente, donde estuvo muy cerca de se ahogar dos o tres españoles; y con este trabajo, pasados dos días, llegamos al dicho pueblo, el cual asimismo hallamos quemado y despoblado, que fue doblarnos más trabajos. Hallamos en él alguna fruta de la de la tierra y algunos maizales verdes, algo más grandes que en el pueblo de atrás. También se hallaron en alguna de las casas quemadas silos de maíz secos, aunque fue poco; pero fue harto remedio, según traíamos extrema necesidad.
En este pueblo de Tapetitan, que está junto a la falda de una gran cordillera de sierras, estuve seis días, y se hicieron algunas entradas por la tierra, pensando hallar alguna gente para les hablar y dejar seguros en su pueblo, y aun para me informar del camino de adelante, y nunca se pudo tomar sino un hombre y ciertas mujeres. De éstos supe que el señor y naturales de aquel pueblo habían quemado sus casas por inducimiento de los naturales de Zaguatán, y se habían ido a los montes. Dijo que no sabía camino para ir a Iztapan, que es otro pueblo, adonde, según mi figura, yo lo había de llevar, porque no lo había por tierra; pero que poco más o menos él seguiría hacia la parte que él sabía que estaba.
Con esta guía despaché hasta treinta de caballo y otros treinta peones, y mandeles que fuesen hasta llegar al dicho pueblo, y que luego me escribiesen la relación del camino, porque yo no saldría de aquel pueblo hasta ver sus cartas. Y así fueron, y pasados dos días sin haber recibido carta suya ni saber de ellos nueva, me fue forzado partirme, por la necesidad que allí teníamos, y seguir su rastro, sin otro guía; que era asaz notorio camino seguir el rastro que llevaban por las ciénagas, que certifico a vuestra majestad que en lo más alto de los cerros se sumían los caballos hasta las cinchas sin ir nadie encima, sino llevándolos del diestro, y de esta manera anduve dos días por el dicho rastro, sin haber nuevas de la gente que había ido delante, y con harta perplejidad de lo que debía hacer; porque volver atrás tenía por imposible, de lo de adelante ninguna certinidad tenía. Quiso Nuestro Señor, que en las mayores necesidades suele socorrer, que estando aposentados en un campo, con harta tristeza de la gente, pensando allí todos perecer sin remedio, llegaron dos indios de los naturales de esta ciudad con una carta de los españoles que habían ido delante, en que me hacían saber cómo habían llegado al pueblo de Iztapan, y que cuando a él llegaron tenían todas las mujeres y haciendas de la otra parte de un gran río que junto con el dicho pueblo pasaba, y en el pueblo estaban muchos hombres, creyendo que no podrían pasar un gran estero que estaba afuera del pueblo. Y que como vieron que se habían echado a nado con los caballos por el arzón, comenzaron a poner fuego al pueblo, y se habían dado tanta prisa, que no les había dado lugar a que del todo lo quemasen; y que toda la gente se había echado al río y pasádole en muchas canoas que tenían y a nado, y que con la prisa se habían ahogado muchos de ellos, y que habían tomado siete u ocho personas, entre los cuales había una que parecía principal, y que los tenían hasta que llegase.
Fue tanta la alegría que toda la gente tuvo con esta carta, que no lo sabría decir a vuestra majestad; porque, como arriba he dicho, estaban todos casi desesperados de remedio. Y otro día por la mañana seguí mi camino por el rastro, y guiándome los indios que habían traído la carta, llegué ya tarde al pueblo, donde hallé toda la gente que había ido delante muy alegre, porque habían hallado muchos maizales, aunque no muy grandes, y yucas y agie, que es un mantenimiento con que los naturales de las islas se mantienen, asaz bueno. Llegado, hice traer ante mí aquellas personas naturales del pueblo que allí se habían tomado; pregunteles con la lengua que cuál era la causa porque así todos quemaban sus propias casas y pueblos y se iban y ausentaban de ellos, pues yo no les hacía mal ni daño alguno; antes a los que me esperaban les daba de lo que yo tenía. Respondiéronme que el señor de Zaguatán había venido allí en una canoa y les había hecho quemar su pueblo y desampararle. Yo hice traer ante aquel principal todos los indios e indias que se habían tomado en Zaguatán y en Chilapan y en Tepetitan y les dije que porque viesen cómo aquel malo les había mentido, que se informasen de aquellos si yo les había hecho algún daño o mal y si en mi compañía habían sido bien tratados; los cuales se informaron y lloraban diciendo habían sido engañados, y mostrando pesarles de lo hecho, y para más les asegurar les di licencia a todos aquellos indios e indias que traía de aquellos pueblos atrás que se fuesen a sus casas, y les di algunas cosillas y sendas cartas, las cuales les mandé que tuviesen en sus pueblos y las mostrasen a los españoles que por allí pasasen, porque con ellas estarían seguros, y les dije que dijesen a sus señores el yerro que habían hecho en quemar sus pueblos y casas y ausentarse, y que allí adelante no lo hiciesen así; antes estuviesen seguros en ellas, porque no les era hecho mal ni daño. Y con esto, viéndolo estos otros de Iztapan, se fueron muy seguros y contentos, que fue harta parte de asegurar estos otros.
Después de haber hecho esto hablé a aquel que parecía más principal, y le dije que ya veía que no hacía yo mal a nadie, y mi ida por aquellas partes no era a los enojar, antes a les hacer saber muchas cosas que les convenían a ellos, así para la seguridad de sus personas y haciendas como para la salvación de sus ánimos. Por tanto, que le rogaba mucho que él enviara dos o tres de aquellos que allí estaban con él, y que yo le daría otros tantos de los naturales de Tenochtitlan, para que fuesen a llamar al señor y le dijesen que ningún miedo hubiese y que tuviese por cierto que en su venida ganaría mucho; el cual me dijo que le placía de buena voluntad; y luego los despaché y fueron con ellos algunos indios de México. Y otro día por la mañana vinieron los mensajeros, y con ellos el señor del pueblo con hasta cuarenta hombres, y me dijo que él se había ausentado y mandado quemar su pueblo porque el señor de Zaguatán le había dicho que lo quemase y no me esperase, porque los mataría a todos; y que él había sabido de aquellos suyos que le habían ido a llamar que había sido engañado y que no le habían dicho la verdad, y que le pesaba de lo hecho y me rogaba la perdonase, y que de allí adelante él haría lo que yo le dijese, y rogome que ciertas mujeres que le habían tomado los españoles al tiempo que allí habían venido que se las hiciese volver; y luego se recogieron hasta veinte que había, y se las di, de que quedó muy contento.
Y ofrecióse que un español halló un indio de los que traía en su compañía, natural de estas partes de México, comiendo un pedazo de carne de un indio que mataron en aquel pueblo cuando entraron en él, y vínomelo a decir, y en presencia de aquel señor le hice quemar, dándole a entender al dicho señor la causa de aquella justicia, que era porque había muerto aquel indio y comido de él, lo cual era defendido por vuestra majestad y por mí en su real nombre les había sido requerido y mandado que no lo hiciesen; y que así, por le haber muerto y comido de él le mandaba quemar, porque yo no quería que matasen a nadie; antes iba por mandado de vuestra majestad a ampararlos y defenderlos, así sus personas como sus haciendas. Y hacerles saber cómo habían de tener y adorar un solo Dios, que está en los cielos, criador y hacedor de todas las cosas, por quien todas las criaturas viven y se gobiernan, y dejar todos sus ídolos y ritos que hasta allí habían tenido, porque eran mentiras y engaños que el diablo, enemigo de la naturaleza humana, les hacía para los engañar y llevarlos a condenación perpetua, donde tengan muy grandes y espantosos tormentos, y por los apartar del conocimiento de Dios, porque no se salvasen y fuesen a gozar de la gloria y bienaventuranza que Dios prometió y tiene aparejada a los que en él creyeren, la cual el diablo perdió por su malicia y maldad. Y que asimismo les venía a hacer saber como en la tierra está vuestra majestad, a quien el universo, por providencia divina, obedece y sirve; y que ellos asimismo se habían de someter y estar debajo de su imperial yugo y hacer lo que en su real nombre los que acá por ministros de vuestra majestad estamos les mandásemos, y haciéndolo así, ellos serían muy bien tratados y mantenidos en justicia, y amparadas sus personas y haciendas; y no lo haciendo así, se procedería contra ellos y serían castigados conforme a justicia. Y cerca de esto le dije muchas cosas de que a vuestra majestad no hago mención por ser prolijas y largas. Y a todo mostró mucho contentamiento, y proveyó luego de enviar algunos de los que con él trajo para que trajesen bastimentos, y así se hizo.
Yo le di algunas cosillas de las de nuestra España, que tuvo en mucho, y estuvo en mi compañía muy contento todo el tiempo que allí estuve, y mandó abrir el camino hasta otro pueblo que está cinco leguas de éste, el río arriba, que se llama Tatahuitalpan, y porque en el camino había un río hondo, hizo hacer en él una muy buena puente, por donde pasamos, y adobar otras ciénagas harto malas. Y me dio tres canoas, en que envié tres españoles el río abajo al río de Tabasco, porque éste es el principal río que en él entra, donde los carabelones habían e esperar la instrucción de lo que habían de hacer; y con estos españoles envié a mandar que siguiesen toda la costa hasta doblar la punta que llaman de Yucatán, y que llegasen hasta la bahía de la Asunción, porque allí me hallarían o les enviaría a mandar lo que habían de hacer; y mandé a los españoles que fueron en las canoas que con ellas y con las que más pudiesen haber en Tabasco y Xicalango me llevasen los más bastimentos que pudiesen por un gran estero arriba, y pasé a la provincia de Acalán, que está de este pueblo de Iztapan cuarenta leguas, y que allí los esperaría.
Partidos estos españoles y hecho el camino, rogué al señor de Iztapan que me diese otra tres o cuatro canoas para que fuese el río arriba con media docena de españoles y una persona principal de las suyas y con alguna gente, para que fuesen adelante apaciguando los pueblos, porque no se ausentasen ni los quemasen, el cual lo hizo con muestras de buena voluntad, e hicieron asaz fruto, porque apaciguaron cuatro o cinco pueblos el río arriba, según adelante haré de ellos a vuestra majestad relación.
Este pueblo de Iztapan es muy grande cosa y está asentado en la ribera de un muy hermoso río. Tiene muy buen asíento para poblar en él españoles; tiene muy hermosa ribera, donde hay buenos pastos; tiene muy buenas tierras de labranzas; tiene buena comarca de tierra labrada.
Después de haber estado en este pueblo de Iztapan ocho días, y proveído lo contenido en el capítulo antes de éste, me partí y llegué aquel día al pueblo de Tatahuitalpan, que es un pueblo pequeño, y hallelo quemado y sin ninguna gente. Llegue yo primero que las canoas que venían el río arriba, porque con las corrientes y grandes vueltas que el río hace no llegaron tan aína, y después de venidas, hice pasar con ellas cierta gente de la otra parte del río, para que buscasen los naturales del dicho pueblo, para los asegurar como a los de atrás. Y obra de media legua de la otra parte del río hallaron hasta veinte hombres en una casa de sus ídolos que tenían muy adornados, los cuales me trajeron, e informados de ellos, me dijeron que toda la gente se había ausentado de miedo, y que ellos habían quedado allí para morir con sus dioses, y no habían querido huir. Y estando con ellos en esta plática, pasaron ciertos indios de los nuestros, que tenían ciertas cosas que habían quitado a sus ídolos; y como las vieron los del pueblo, dijeron que ya eran muertos sus dioses; y a esto les hablé diciéndoles que mirasen cuán vana y loca creencia era la suya, pues creían que les podían dar bienes quien así no se podía defender y tan ligeramente veían desbaratar; respondiéronme que en aquella secta los dejaron sus padres, y que aquella tenían y tendrían hasta que otra cosa supiesen.
No pude por la brevedad del tiempo darles a entender más de lo que dije a los de Iztapan, y dos religiosos de la Orden de San Francisco, que en mi compañía iban, les dijeron asimismo muchas cosas acerca de esto. Roguéles que fuesen algunos de ellos a llamar la gente del pueblo y al señor y asegurarla; y aquel principal que traje de Iztapan asimismo les habló y dijo las buenas obras que de mí habían recibido en el pueblo, y señalaron uno de ellos, y dijeron que aquel era el señor, y envió dos a que llamasen la gente; los cuales nunca vinieron.
Viendo que no venían, rogué a aquel que habían dicho que era el señor que me mostrase el camino para ir a Ziguatecpan, porque por allí había de pasar, según mi figura, y está en este río arriba. Dijéronme que ellos no sabían camino por tierra, sino por el río, porque por allí se servían todos; pero que a tino me le darían por aquellos montes, que no sabían si acertarían. Díjeles que me mostrasen desde allí el paraje en que estaba, y marquélo lo mejor que pude, y mandé a los españoles con las canoas con el principal de Iztapan que se fuesen el río arriba hasta el dicho pueblo de Ziguatecpan y que trabajasen de asegurar la gente de él y de otro que habían de topar antes que se llamaba Ozumazintlan, y que si yo llegase primero los esperaría, y que si no, que ellos me esperasen; y despachados éstos, me partí yo con aquellas guías por la tierra; y saliendo del pueblo di en una muy gran ciénaga, que dura más de media legua, y con mucha rama y yerba que los indios nuestros amigos en ella echaron, pudimos pasar, y luego dimos en un estero hondo donde fue necesario hacer una puente por donde pasase el fardaje y las sillas, y los caballos pasaron a nado; y pasado este estero, dimos en otra medio ciénaga, que dura bien una legua que nunca abaja a los caballos de la rodilla abajo, y muchas veces de las cinchas; pero con ser algo tierra debajo, pasamos sin peligro hasta llegar al monte, por el cual anduve dos días abriendo camino por donde señalaban aquellas guías, hasta tanto que dijeron que iban desatinados, que no sabían adonde iban; y era la montaña de tal calidad, que no se veía otra cosa sino donde se ponían los pies en el suelo, o mirando hacia arriba, la claridad del cielo, tanta era la espesura y alteza de los árboles, que aunque se subían en algunos, no podían descubrir un tiro de piedra.
Como los que iban delante con las guías abriendo camino me enviaron a decir que andaban desatinados, que no sabían dónde estaban, hice parar la gente y pasé yo a pie adelante, hasta llegar a ellos; y como vi el desatino que tenían, hice volver la gente atrás a una cienaguilla que habíamos pasado, adonde por causa del agua había alguna poca de yerba que comiesen los caballos, que había dos días que no la comían ni otra cosa. Y allí estuvimos aquella noche con harto trabajo de hambre, y poníanoslo mayor la poca esperanza que teníamos de acertar a poblado; tanto, que la gente estaba casi fuera de toda esperanza, y más muertos que vivos. Hice sacar una aguja de marear que traía conmigo, por donde muchas veces me guiaba, aunque nunca nos habíamos visto en tan extrema necesidad como ésta; y por ella, acordándome del paraje en que me habían señalado los indios que estaba el pueblo, hallé por cuenta que corriendo al nordeste desde allí donde estábamos salíamos a dar al pueblo y muy cerca de él, y mandé a los que iban delante haciendo el camino que llevasen aquel aguja consigo y siguiesen aquel rumbo, sin se apartar de él, y así lo hicieron; y quiso Nuestro Señor que salieron tan ciertos, que a hora de vísperas fueron a dar medio a medio de unas casas de sus ídolos, que estaban en medio del pueblo; de que toda la gente hubo tanta alegría, que casi desatinados corrieron todos al pueblo, y no mirando una gran ciénaga que estaba antes que en él entrasen, se sumieron en ella muchos caballos, que algunos de ellos no salieron hasta otro día, aunque quiso Dios que ninguno peligró; y los que veníamos atrás desechamos la ciénaga por otra parte, aunque no se pasó sin harto trabajo.
Aquel pueblo de Ziguatecpan hallamos quemado hasta las mezquitas y casas de sus ídolos, y no hallamos en él gente ninguna, ni nuevas de las canoas que habían venido el río arriba. Hallose en él mucho maíz, mucho más granado que lo de atrás, y yuca y ajís y buenos pastos para los caballos. Porque en la ribera del río, que es muy hermosa, había muy buena yerba, y con este refrigerio se olvidó algo del trabajo pasado, aunque yo tuve siempre mucha pena por no saber de las canoas que había enviado el río arriba; y andando mirando el pueblo, hallé yo una saeta hincada en el suelo, donde conocí que las canoas habían llegado allí, porque todos los que venían en ellas eran ballesteros, y dióme más pena creyendo que allí habían peleado con ellos, y habían muerto, pues no parecían; y en unas canoas pequeñas que por allí se hallaron, hice pasar de la otra parte del río, donde hallaron mucha copia de labranzas, y andando por ellas, fueron a dar a una gran laguna, donde hallaron toda la gente del pueblo en canoas y en isletas. Y en viendo a los cristianos se vinieron a ellos muy seguros y sin entender lo que decían me trajeron hasta treinta o cuarenta de ellos; los cuales, después de haberles hablado, me dijeron que ellos habían quemado su pueblo por inducimiento de aquel señor de Zagoatan, y se habían ido de él a aquellas lagunas por el temor que él les puso, y que después habían venido por allí ciertos cristianos de los de mi compañía en unas canoas, y con ellos algunos naturales de Iztapan; de los cuales habían sabido el buen tratamiento que yo a todos hacía, y que por eso se habían asegurado, y que los cristianos habían estado allí dos días esperándome; y como no venía, se habían ido el no arriba a otro pueblo que se llama Petenecte, y que con ellos se había ido un hermano del señor de aquel pueblo, con cuatro canoas cargadas de gente, para que si en el otro pueblo les quisiesen hacer algún daño, ayudarlos, y que los habían dado mucho bastimento y todo lo que hubieron menester.
Holgué mucho de esta nueva y diles crédito, por ver que se habían asegurado tanto y habían venido a mí de tan buena voluntad, y roguéles que luego hiciesen venir una canoa con gente que fuese en busca de aquellos españoles, y que llevasen una carta mía para que se volviesen luego allí. Los cuales lo hicieron con harta diligencia; y yo les di una carta mía para los españoles, y otro día a hora de vísperas vinieron, y con ellos aquella gente del pueblo que habían llevado, y más otras cuatro canoas cargadas de gente y bastimentos del pueblo de donde venían. Y dijéronme lo que había pasado el río arriba después que de mí se habían apartado; que fue que llegaron a aquel pueblo que estaba antes de éste, que se llama Ozumazintlan, que le habían hallado quemado, y la gente de él ausentada, y que en llegando a ellos los de Iztapan que con ellos traían, los habían buscado y llamado, y habían venido muchos de ellos muy seguros, y les habían dado bastimentos y todo lo que les pidieron. Y así los habían dejado en su pueblo, y después habían llegado a aquel de Ziguatecpan y que asimismo le habían hallado despoblado y la gente de la otra parte del río; y que como les habían hablado los de Iztapan, se habían hablado los de Iztapan, se habían todos alegrado y les habían hecho muy buen acogimiento y dado muy cumplidamente lo que hubieron menester. Y me habían esperado allí dos días, y como no vine, creyendo que había salido más alto, pues tanto tardaba, habían seguido adelante, y se habían ido con ellos aquella gente del pueblo y aquel hermano del señor, hasta el otro pueblo de Petenecte, que está de allí seis leguas, y que asimismo le habían hallado despoblado, aunque no quemado, y la gente de la otra parte del río, y que los de Iztapan y los de aquel pueblo los habían asegurado, y se vinieron con ellos aquella gente en cuatro canoas a verme, y me traían maíz y miel y cacao y un poco de oro.
Y que ellos habían enviado mensajeros a otros tres pueblos que les dijeron que están el río arriba, y se llaman Coazacoalco y Taltenango Teutitan, y que creían que otro día vendrían allí a hablarme; y así fue, que otro día vinieron por el río abajo hasta siete u ocho canoas, en que venían gente de todos aquellos pueblos, y me trajeron algunas cosas de bastimentos y un poquito de oro. A los unos y a los otros hablé muy largamente por hacerles entender que habían de creer en Dios y servir a vuestra majestad; y todos ellos se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra alteza, y prometieron en todo tiempo hacer lo que les fuese mandado, y los de aquel pueblo de Zagoatespan trajeron luego algunos de sus ídolos, y en mi presencia los quebraron y quemaron. Y vino allí el señor principal del pueblo, que hasta entonces no había venido, y me trajo un poquito de oro, y yo di de lo que tenía a todos; de lo que quedaron muy contentos y seguros.
Entre éstos hubo alguna diferencia, preguntándoles yo por el camino que había de llevar para Acala; porque los de aquel pueblo de Zagoatespan decían que mi camino era por los pueblos que estaban río arriba, y aún antes que estos viniesen habían hecho abrir seis leguas de camino por tierra y hecho un puente en un río para que pasásemos. Y venidos estos otros, dijeron que era muy gran rodeo y de muy mala tierra y despoblada, y que el derecho camino que yo había de llevar para Acalan era pasar el río por aquel pueblo, y por allí había una senda que solían traer los mercaderes, por donde ellos me guiarían hasta Acalan. Finalmente, se averiguó entre ellos ser éste el mejor camino, y yo había enviado antes un español con gente de los naturales de aquel pueblo de Ziguatecpan, en una canoa por el agua, a la provincia de Acalan, a hacerles saber cómo yo iba, y que se asegurasen y no tuviesen temor, y para que supiesen si los españoles que habían de ir con los bastimentos desde los bergantines eran llegados. Y después envié otros cuatro españoles por tierra, con guías de aquellos que decían saber el camino, para que le viesen y me informasen si había algún impedimento o dificultad en él, y que de ello esperaría su respuesta.
Idos, me fue forzado partir antes que me escribiesen, porque no se me acabasen los bastimentos que estaban recogidos por el camino, porque me decían que había cinco o seis días de despoblado. Comencé, pues, a pasar el río con mucho aparejo de canoas que había, y por ser tan ancho y corriente se pasó con harto trabajo, y se ahogó un caballo y se perdieron algunas cosas del fardaje de los españoles. Pasado este río, envié delante una compañía de peones con las guías para que abriesen el camino, y yo con la otra gente me fui detrás de ellos; y después de haber andado tres días por unas montañas harto espesas, partir una vereda bien angosta, fuí a dar a un gran estero, que tenía de ancho más de quinientos pasos, y trabajé de buscar paso por él abajo y arriba, y nunca le hallé; y los guías me dijeron que era por demás buscarle si no subía veinte días de camino hasta las sierras.
Púsome en tanto estrecho este estero o ancón, que sería imposible poderlo significar, porque pasar por él parecía imposible, a causa de ser tan grande y no tener canoas en qué pasarlo, y aunque las tuviéramos para el fardaje y la gente, los caballos no podían pasar, porque a la entrada y a la salida había muy grandes ciénagas y raíces de árboles que las rodeaban. Y de otra manera era excusado el pensar de pasar los caballos, pues pensar en volver atrás era muy notorio perecer todos, por los malos caminos que habíamos pasado y las muchas aguas que había, que ya teníamos por cierto que las crecientes de los ríos se habían robado los puentes que dejamos hechos; Pues tornarlos a hacer era muy dificultoso, porque ya toda la gente venía muy fatigada. También pensábamos que habíamos comido todos los bastimentos que había por el camino y que no hallaríamos qué comer, porque llevaba yo mucha gente y caballos, que además de los españoles venían conmigo más de tres mil ánimas de los naturales; pues pasar delante ya he dicho a vuestra majestad la dificultad que tenía. Así que ningún seso de hombre bastaba para el remedio, si dios, que es verdadero remedio y socorro de los afligidos y necesitados no lo pusiera.
Estando en esto hallé una canoíta pequeña en que habían pasado los españoles que yo envié delante a ver el camino y con ella hice sondear todo el ancón, y hallóse en todo él cuatro brazas de hondura, e hice atar unas lanzas para ver el suelo qué tal era, y hallóse que además de la hondura de agua había otras dos brazas de limo y cieno, así que eran seis brazas. Tomé por postre remedio determinarme de hacer un puente en él, y mandé luego repartir la madera por sus medidas, que eran de a nueve y diez brazas por lo que había de salir fuera del agua. La cual encargue que cortasen y trajesen aquellos señores de los indios que conmigo iban, a cada uno según la gente que traía; y los españoles y yo con ellos, comenzamos a hincar la madera con balsas y con aquella canoíta y otras dos que después se hallaron.
Era tal la obra que comenzamos, que a todos pareció cosa imposible de acabar y aún lo decían detrás de mi, diciendo que sería mejor dar la vuelta antes que la gente se fatigase, y después de hambre no pudiesen volver, porque al fin aquella obra no se podía acabar, y forzados nos habíamos de volver. Andaba de esto tanto murmullo entre la gente, que casi ya me lo osaban decir a mi en la cara, y como los veía tan desmayados, y en la verdad tenían razón, por ser la obra que emprendíamos de tal calidad que parecía imposible salir de ella, y estaban descorazonados y dejativos, y porque ya no comían otra cosa sino raíces de yerbas; mandéles que ellos no entendiesen en el puente, y que yo la haría con los indios; y luego llamé a todos aquellos señores de ellos, y les dije que mirasen en cuánta necesidad estábamos, y que forzado habíamos de pasar aquel ancón o perecer; que les rogaba mucho que ellos esforzasen a sus gentes para que aquel puente se acabase, y que pasado, teníamos luego una muy gran provincia que se decía Acalan, donde había mucha abundancia de bastimentos, y que allí posaríamos, y que además de los bastimentos de la tierra, ya sabían ellos que había enviado a mandar que me trajesen de los navíos de los bastimentos que llevaban, y que los habían de traer allí en canoa, y que allí tendrían mucha abundancia de todo; y que además de esto, yo les prometí que vueltos a esta ciudad, serían de mi, en nombre de vuestra majestad, muy galardonados. Ellos me prometieron que la trabajarían, y así, comenzaron luego a repartirlo entre sí, y diéronse tan buena prisa y maña en ello, que en cuatro días lo acabaron, de tal manera que pasaron por ella todos los caballos y gente; y tardará más de diez años que no se deshaga si a mano no lo deshacen, y esto ha de ser con quemarla, y de otra manera sería dificultoso de deshacer, porque lleva más de mil vigas, que la menor es casi tan gorda como el cuerpo de un hombre, y de nueve y diez brazas de largo, sin otra madera menuda que no tiene cuenta. Y certifico a vuestra majestad que no creo habrá nadie que sepa decir en manera que se pueda entender, la orden que estos señores de Tenuxtitan que conmigo llevaba, y sus indios, tuvieron en hacer esta puente, sino que es la cosa más extraña que nunca se ha visto.
Pasada toda la gente y caballos de la otra parte del ancón, dimos luego en una gran ciénaga, que dura bien dos tiros de ballesta, la cosa más espantosa que jamás las gentes vieron. Donde todos los caballos desensillados se sumían hasta las cinchas, sin parecer otra cosa, y querer forcejear a salir, sumíanse más, de manera que allí perdimos del todo la esperanza de poder pasar y escapar caballo alguno. Pero todavía comenzamos a trabajar y a ponerles haces de yerbas y ramas grandes debajo, sobre que se sostuviesen y no se sumiesen; remediábanse algo. Andando así trabajando, yendo y viniendo de una parte a otra, abrióse por medio un callejón de agua y cieno en que los caballos comenzaban algo a nadar, y con esto plugo a nuestro Señor que salieron todos sin peligrar ninguno, aunque tan trabajados y fatigados que casi no se podían tener en los pies. Dimos todos muchas gracias a Nuestro Señor por tan gran merced que nos hizo; y estando en esto, llegaron los españoles que yo había enviado a Acalan, con casi ochenta indios de los naturales de aquella provincia cargados de mantenimiento de maíz y aves, con que Dios sabe la alegría que todos tuvimos, en especial que nos dijeron que toda la gente quedaba muy segura y pacífica, y con voluntad de no ausentarse.
Venían con aquellos indios de Acalan dos personas honradas, que dijeron venir de parte del señor de una provincia que se llama Apaspolon, a decirme que él había holgado mucho con mi venida, que hacía muchos días que tenía noticias de mi, por parte de mercaderes de Tabasco y Xicalango, y que holgaba de conocerme. Y envióme con ellos un poco de oro; yo lo recibí con toda la alegría que pude, agradeciendo a su señor la buena voluntad que mostraba al servicio de vuestra majestad, y los torné a enviar con los españoles que con ellos habían venido, muy contentos. Fueron muy admirados de ver el edificio de puente, y fué hasta parte para la seguridad que después en ellos hubo, porque según su tierra está entre lagunas y esteros, pudiera ser que se ausentaran por ellos; mas con ver aquella obra pensaron que ninguna cosa nos era imposible.
También llegó en este tiempo un mensajero de la villa de Santisteban del Puerto, que está en el río de Pánuco, que me traía cartas de las justicias de ella, y con él otros cuatro o cinco mensajeros indios que me traían cartas de esta ciudad de Tenuxtitan, de la villa de Medellín y de la villa de Espíritu Santo, y tuve mucho placer al saber que estaban buenos, aunque no supe del factor y veedor, Gonzalo de Salazar y Peralminde Chirino, a quien yo había enviado como arriba dije, desde la villa del Espíritu Santo para apaciguar las diferencias entre el tesorero y el contador, porque aún no eran llegados a esta ciudad. Este día, después de partidos los indios y españoles que iban delante de Acalan, partí yo con toda la gente tras ellos, y dormí una noche en el monte, y otro día, poco más de mediodía, allegué a las estancias y labranzas de la provincia de Acalan, y antes de llegar al primer pueblo de ella, que se llama Tizatepetl, había una ciénaga, que para pasarla se rodeó más de una gran legua; al fin se pasó, llevando los caballos del diestro, con harto trabajo, y a hora de víspera llegamos a aquel primer pueblo dicho Tizatepetl, donde hallamos todos los naturales en sus casas muy reposados y seguros, y mucho bastimento, así para las gentes como para los caballos; tanto que satisfizo bien la necesidad pasada.
Aquí reposamos seis días, y vino a verme un mancebo de buena disposición y bien acompañado, que dijo ser hijo del señor, y me traía cierto oro y aves, y me ofreció su persona y tierra al servicio de vuestra majestad, y dijo que su padre era ya muerto. Yo mostré que me pesaba mucho de la muerte de su padre, aunque vi que no decía verdad, y le di un collar que yo tenía al cuello de cuentas de Flandes, que él tuvo en mucho; y le dije que fuese con Dios, y él estuvo dos días allí conmigo por su voluntad.
Uno de los naturales de aquel pueblo, que se decía ser señor de él, me dijo que muy cerca de allí estaba otro pueblo que también era suyo, donde había mejores aposentos y más copia de bastimentos, porque era mayor y de más gente; que me fuera allá a aposentar, porque estaría más a mi placer; yo le dije que me placía y envió luego a mandar que abriesen el camino y que se aderezasen las posadas, lo cual se hizo todo muy bien, y nos fuimos a aquel pueblo, que está de este primero a cinco leguas, donde asimismo hallamos toda la gente segura y en sus casas, y desembarazada cierta parte del pueblo, donde nos aposentamos.
Este es muy hermoso pueblo; llámase Teutiercas, tiene muy hermosas mezquitas, en especial dos, donde nos aposentamos y echamos fuera los ídolos, de que ellos no mostraron mucha pena, porque ya yo les había hablado y dado a entender el yerro en que estaban, y cómo no había más de un solo Dios creador de todas las cosas, y todo lo demás que acerca de esto se les pudo decir, aunque después al señor principal y a todos juntos les hablé más largo. Supe de ellos que una de estas dos casas o mezquitas que era la más principal de ellas, estaba dedicada a una diosa en quien ellos tenían mucha fe y esperanza, y que a ésta no le sacrificaban sino doncellas vírgenes y muy hermosas, y que si no eran tales, se irritaba mucho con ellos, y que por esto tenían siempre muy especial cuidado de buscarlas tales que ella se satisficiese. Y las criaban desde niñas las que hallaban de buen gesto para este efecto; sobre esto también les dije lo que me pareció que convenía, de que pareció que quedaban algo satisfechos.
El señor de este pueblo se mostró muy amigo mío, y tuvo conmigo mucha conversación, y me dio muy larga cuenta y relación de los españoles que yo iba a buscar y del camino que había de llevar, y me dijo en muy gran secreto, rogándome que nadie supiese que él me había avisado, que Apaspolon, señor de toda aquella provincia, estaba vivo y había mandado decir que estaba muerto, y que era verdad que aquel que me había venido a ver era su hijo, y que él mandaba que me desviasen del camino derecho que había de llevar, porque no viese la tierra y los pueblos de ellos, y que me avisaba de ellos porque me tenían buena voluntad y había recibido de mi buenas obras, pero que me rogaba que de esto se tuviese mucho secreto, porque si se sabía que él me había avisado, le mandaría matar Apaspolon, y quemaría toda su tierra. Yo se lo agradecí mucho, y pagué su buena voluntad dándole algunas cosillas, y le prometí el secreto, como él me lo rogaba, y aún le prometí que el tiempo andado sería de mi, en nombre de vuestra majestad, muy gratificado.
Luego hice llamar al hijo del señor que me había venido a ver, y le dije que me maravillaba mucho de él y de su padre haberse querido negar, sabiendo la buena voluntad que traía yo de verlo y hacerle mucha honra y darle de lo que yo tenia, porque yo había recibido en sus tierras buenas obras, y deseaba mucho pagárselas. Que yo sabía cierto que estaba vivo, que le rogaba mucho que él le fuese a llamar y trabajase con él que me viniese a ver, porque creyese cierto que él ganaría mucho. El hijo me dijo que era verdad que él estaba vivo, y que si él me lo había negado, era porque su padre se lo mandó así, y que él iría y trabajaría mucho de traerlo, y que creía que vendría, porque él tenía ya gana de verme, pues conocía que no venía a hacerles daños, antes les daba de lo que yo tenía, y que por haberse negado, tenían alguna vergüenza de parecer ante mi. Yo le rogué que fuese y trabajase mucho de traerlo, y así lo hizo, que otro día vinieron ambos y yo les recibí con mucho placer, y él me dio en descargo de haberse negado, que era de temor de saber mi voluntad, y que ya que la sabía, él deseaba mucho verme, y que era verdad que él mandase que me guiasen por fuera de los pueblos; pero que ahora que conocía mi intención, que me rogaba que me fuese al pueblo principal donde él residía, porque allí había más aparejo de darme las cosas necesarias, y luego mandó abrir un camino muy ancho para allá, y él se quedó conmigo, y otro día partimos, y le mandé dar un caballo de los míos, y fue muy contento cabalgando en él hasta que llegamos al pueblo que se llama Izancana, el cual es muy grande y de muchas mezquitas, y está en la ribera de un gran estero que atraviesa hasta el punto de Términos, de Xicalango y Tabasco. Alguna de la gente de este pueblo está ausentada, y algunos estaban en sus casas; tuvimos allí mucho acopio de bastimentos, y el señor se estuvo conmigo dentro del aposento aunque tenía su casa ahí cerca y poblada.
Todo el tiempo que yo allí estuve, dióme muy larga cuenta de los españoles que iba a buscar, e hízome una figura en un paño del camino que había de llevar. Y dióme cierto oro y mujeres, sin yo pedir ninguna cosa, porque hasta hoy ninguna cosa he pedido a los señores de estas partes si ellos no me lo quisieron dar.
Habíamos de pasar aquel estero, y antes de él estaba una gran ciénaga; y el dicho señor Apaspolon hizo hacer en ella una puente, y para este estero nos dio mucho aparejo de canoas, todo el que fue menester, y dióme además guías para el camino, y me dio también una canoa y guías para que llevasen al español que me había traído las cartas de la villa de Santisteban del Puerto, y a los otros indios de México, a las provincias de Xicalango y Tabasco. Y con este español tomé a escribir a las villas y a los tenientes que dejé en esta ciudad, y a los navíos que estaban en Tabasco, y a los españoles que habían de venir con los bastimentos, diciendo a todos lo que habían de hacer; y despachado todo esto, le di al señor ciertas cosillas a que él se aficionó, y quedando muy contento, y toda la gente de su tierra muy segura partí de aquella provincia de Acalan, el primer domingo de cuaresma del año 25, y este día no se hizo más jornada de pasar aquel estero, que no se hizo poco. Dile a este señor una nota, porque él me lo rogó, para que si por allí viniesen españoles, supiesen que yo había pasado por allí, y que él quedaba por mi amigo.
Aquí en esta provincia acaeció un caso que es bien que vuestra majestad lo sepa, y es que un ciudadano honrado de esta ciudad de Tenuxtitan, que se llamaba Mexicalcingo, y después que es bautizado se llama Cristóbal, vino a mi muy secretamente una noche, y me trajo cierta figura en un papel de lo de su tierra, y queriéndome dar a entender lo que significaba, me dijo que Guatemucin, señor que fue de esta ciudad de Tenuxtitan, a quien yo después que la gané he tenido preso, teniéndole por hombre bullicioso, y le llevé conmigo aquel camino con todos los demás señores que me pareció que eran parte para la seguridad y revuelta de estas partes, y díjome aquel Cristóbal, que aquel Guatemucin y Guanacaxin, señor que fue de Tezcuco y Tetepanquezal, y un Tacitecle, que a la sazón era en esta ciudad de México en la parte de Tatelulco, habían hablado muchas veces y dado cuenta de ello a Mexicalcingo, que como dije, se llama ahora Cristóbal, diciendo cómo estaban desposeídos de sus tierras y señoríos, y las mandaban los españoles, y que sería bien que buscasen algún remedio para que ellos las tornasen a señorear y poseer. Y que hablando en ello muchas veces en este camino, les había parecido que era buen remedio tener manera como me matasen a mi y a los que conmigo iban. Y que después, muertos nosotros, irían apellidando la gente de aquellas partes hasta matar a Cristóbal de Olid y la gente que con él estaba. Y enviar sus mensajeros a esta ciudad de Tenuxtitan para que matasen todos los españoles que en ella habían quedado, porque les parecían que lo podían hacer muy ligeramente, siendo así que todos los que quedaban aquí eran de los que habían venido nuevamente, y que no sabían las cosas de la guerra, y que acabado de hacer ellos lo que pensaban, irían apellidando y juntando consigo toda la tierra por todas las villas y lugares donde hubiese españoles, hasta matarlos y acabar con todos. Y que hecho esto, pondrían en todos los puertos del mar recias guarniciones de gente para que ningún navío que viniese se les escapase, de manera que no se pudiese volver de nuevo a Castilla; y que así se harían señores como antes lo eran; y que tenían ya hecho repartimiento de las tierras entre sí, y que a este Mexicalcingo le hacían señor de cierta provincia.
Pues como yo fui tan largamente informado por aquel Cristóbal de la traición que contra mi y contra los españoles estaba urdida, di muchas gracias a Nuestro Señor por haberla así revelado, y luego en amaneciendo prendí a todos aquellos señores, y los puse apartados el uno del otro, y les fui a preguntar cómo pasaba el negocio, y a los unos decía que los otros me lo habían dicho, y a los otros que los unos; así que tuvieron todos de confesar la verdad que Guatemucin y Tetepanquezal habían movido aquella cosa, y que los otros era verdad que lo habían oído, pero que nunca habían consentido en ello; de esta manera fueron ahorcados estos dos, y a los otros solté, porque no parecía que tenían más culpa de haberlos oído, aunque aquella bastaba para merecer la muerte; pero quedaron procesos abiertos para que cada vez que se vuelvan a ver puedan ser castigados, aunque creo que ellos quedan de tal manera espantados, porque nunca han sabido de quién lo supe, que no creo se tornarán a revolver, porque creen que lo supe por algún arte, y así piensan que ninguna cosa se me puede esconder. Porque, como han visto que para acertar aquel camino muchas veces sacaba una corta de marcar y una aguja, en especial cuando se acertó el camino de Cagoatezpan, han dicho a muchos españoles que por allí lo saqué y aún a mi me han dicho algunos de ellos, queriéndome hacer cierto que tienen buena voluntad, que para que conozca sus buenas intenciones que me rogaban mucho mirase el espejo y la carta, y que allí verían cómo ellos me tenían buena voluntad, pues por allí sabía todas las otras cosas: yo también les hice entender que así era la verdad, y, que en aquella aguja y carta de marear veía yo y sabía y se me descubrían todas las cosas.
Esta provincia de Acalan es muy gran cosa, porque hay en ella muchos pueblos y de mucha gente, y muchos de ellos vieron los españoles de mi compañía, y es muy abundosa de mantenimientos y de mucha miel. Hay en ella muchos mercaderes y gentes que tratan en muchas partes, y son ricos de esclavos y de las cosas que se tratan en la tierra; está toda cercada de esteros, y todos ellos salen a la bahía o puerto que llaman de Términos, por donde en canoas tienen gran contratación en Xicalango y Tabasco, y aún créese, aunque no está sabida del todo la verdad, que atraviesan por allí a esta otra mar, de manera que aquella tierra que llaman Yucatán queda hecha isla. Yo trabajaré de saber el secreto de esto, y haré de ello a vuestra majestad verdadera relación. Según supe, no hay en ella otro señor principal sino el que es el más caudaloso mercader y que tiene más trato de sus navíos por la mar, que es este Apaspolon, de quien arriba he nombrado a vuestra majestad por señor principal. Y es la causa de ser muy rico y de mucho trato de mercadería, que hasta en el pueblo de Nito, de que adelante hablaré, donde hallé ciertos españoles de la compañía de Gil González de ávila, tenían un barrio poblado de sus factores y con ellos un hermano suyo, que trataba sus mercaderías. Las que más por aquellas partes se tratan entre ellos, son cacao, ropa de algodón, colores para teñir, otra cierta manera de tinta con que se tiñen ellos los cuerpos para defenderse del calor y del frío, tea para alumbrarse, resina de pino para los sahumerios de sus ídolos, esclavos, y otras cuentas coloradas de caracoles, que tienen en mucho para el ornato de sus personas. En sus fiestas y placeres tratan algún oro, aunque mezclado con cobre y otras mezclas.
A este Apaspolon y a muchas personas honradas de la provincia que me venían a ver, les dije lo que a todos los otros del camino les había dicho acerca de sus ídolos y de lo que debían creer y hacer para salvarse, y también lo que eran obligados del servicio de vuestra majestad; de lo uno y de lo otro pareció que recibieron contentamiento, y quemaron muchos de sus ídolos en mi presencia, y dijeron que de allí en adelante no los honrarían más, y prometieron que siempre serán obedientes a cualquier cosa que en nombre de vuestra majestad les fuese mandado; y así me despedí de ellos y partí, como arriba he dicho.
Tres días antes que saliese de esta provincia de Acalan envié cuatro españoles con dos guías que me dio el señor de ella, para que fuesen a ver el camino que había de llevar a la provincia de Mezatlan, que en su lengua de ellos se llama Quiatleo, porque me dijeron había mucho despoblado, y que había de dormir cuatro días en los montes antes que llegase a la dicha provincia, para que viesen el camino, y si había en él ríos o ciénagas que pasar, y mandé a toda la gente se apercibiese de bastimentos para seis días, porque no nos acaeciese otra necesidad como la pasada; los cuales se abastecieron muy cumplidamente, porque de todo tenían harto acopio, y a cinco leguas andadas después de la pasada del estero, topé los españoles que venían de ver el camino con los guías que habían llevado, y me dijeron que habían llevado muy buen camino, aunque cerrado de monte, pero que era llano, sin río ni ciénaga que nos estorbase, y que habían llegado sin ser sentidos hasta unas labranzas de la dicha provincia, donde habían visto alguna gente; desde allí se habían vuelto sin ser vistos ni sentidos. Holgué mucho de aquella nueva, y de allí adelante mandé que fuesen seis peones sueltos con algunos indios de nuestros amigos, delante una legua de los que iban abriendo el camino, para que, si topasen algún caminante, le asiesen, de manera que pudiéramos llegar a la provincia sin ser sentidos, porque tomásemos la gente antes que se ausentase, o quemasen los pueblos, como lo habían hecho los de atrás; y aquel día, cerca de una laguna de agua, hallaron dos indios naturales de la provincia de Acalan, que venían de la de Mazatlan, según dijeron, de rescatar sal por ropa, y en algo pareció ser así verdad, porque venían cargados de ropa. Trajéronlos ante mi, y yo les pregunté si de mi ida tenían noticia los de aquella provincia, y dijeron que no, antes estaban muy seguros. Yo les dije que se habían de volver conmigo, y que no recibiesen pena de ello, porque ninguna cosa de lo que traían se les perdería, antes yo les daría más, y que en llegando a la provincia de Mazatlan, yo les daría licencia para que se volviesen, porque yo era muy amigo de todos los de Acalan, porque del señor y de todos ellos habían recibido buenas obras.
Ellos mostraron buena voluntad de hacerlo, y así volvieron guiándonos y aún nos llevaron por otro camino, y no por el que los españoles que yo envié primero habían ido abriendo, que aquel iba a dar a los pueblos, y el otro iba a ciertas labranzas, y aquel día dormimos asimismo en el monte, y otro día los españoles que iban por corredores delante toparon cuatro indios de los naturales de Mazatlan con sus arcos y flechas, que estaban, según pareció, en el camino por escuchas, y como dieron sobre ellos, desembarazaron sus arcos e hirieron un indio de los míos, y como era el monte espeso, no pudieron prender más de uno, el cual entregaron a tres indios de los míos, y los españoles siguieron el camino adelante, creyendo que había más de aquellos. Y como los españoles se apartaron, volvieron los otros que habían huido, y según pareció, se quedaron allí cerca metidos en el monte, y dan sobre los indios mis amigos, que tenían a su compañero preso, y pelearon con ellos, y quitáronsele, y los nuestros de corridos los siguieron por el monte y los alcanzaron, y tornaron a pelear e hirieron a uno de ellos en un brazo de una gran cuchillada, y le prendieron, y los otros huyeron porque ya sentían venir gente de la nuestra cerca. De este indio me informé si sabían de mi ida, y dijo que no; le pregunté que para qué estaban ellos allí por velas, y dijeron que ellos siempre lo acostumbraban hacer así, porque tenían guerra con muchos de los comarcanos, que para asegurar los labradores que andaban en sus labranzas, el señor mandaba siempre poner sus espías por los caminos, por no ser salteados.
Seguí mi camino a la más prisa que pude, porque este indio me dijo que estábamos cerca, y porque sus compañeros no llegasen antes a dar mandado, y mandé a la gente que iba delante, que en llegando a las primeras labranzas se detuvieran en el monte, y no se mostrasen hasta que yo llegase, y cuando llegué ya era tarde, y me di mucha prisa pensando llegar aquella noche al pueblo y porque el fardaje venía algo derramado, mandé a un capitán que se quedase allí en aquellas labranzas con veinte de caballo y los recogiese y durmiese allí con ellos, y recogidos todos, que siguiesen mi rastro. Yo trabajé de andar por un caminillo algo seguido, aunque de monte muy cerrado, a pie con el caballo de diestro, y todos los que me seguían de la misma manera, y fui por él hasta que, cerca la noche, di en una ciénaga que sin aderezarse no se podía pasar, y mandé que de mano en mano dijesen que se volviesen atrás; y así nos volvimos a una sabanilla que atrás quedaba, y dormimos aquella noche en ella, sin tener agua que beber nosotros ni los caballos. Otro día por la mañana hice aderezar la ciénaga con mucha rama, y pasamos los caballos de diestro, anque con trabajo, y a tres leguas de donde dormimos vimos un pueblo en un peñol, y pensando que no habíamos sido sentidos, llegamos en mucho concierto hasta él, y estaba tan bien cercado, que no hallábamos por dónde entrar. Al fin se halló entrada, y le hallamos despoblado y muy lleno de bastimentos de maíz, aves, miel y fríjoles, y de todos los bastimentos de la tierra en mucha cantidad, y como fueron tornados de improviso, no lo pudieron alzar, y también como era frontero, estaba muy bastecido.
La manera de este pueblo es que está en un peñol alto, y por una parte le cerca una gran laguna, y por la otra un arroyo muy hondo que entra en la laguna, y no tiene sino sólo una entrada llana, y todo él está cercado de un fosado hondo, y después del fosado, un pretil de madera hasta los pechos de altura, y después de este pretil de madera una cerca de tablones muy gordos, de hasta dos estados en alto, con sus troneras en toda ella para tirar sus flechas, y a trechos de la cerca unas garitas altas que sobrepujan sobre ella cerca otro estado y medio, asimismo con sus torreones y muchas piedras encima para pelear desde arriba, y sus troneras también en lo alto, y de dentro de todas las casas del pueblo. Asimismo sus troneras y traveses a las calles, por tan buena orden y concierto, que no podía ser mejor, digo para propósito de las armas con que ellos pelean. Aquí hice ir alguna gente por la tierra a buscar la del pueblo, y tomaron dos o tres indios, y con ellos envié a uno de aquellos mercaderes de Acalan, que había tomado en el camino, para que buscasen al señor, y le dijesen que no tuviese miedo alguno, sino que se volviese a su pueblo, porque yo no le venía a hacer enojo, antes le ayudaría en aquellas guerras que tenían, y le dejaría su tierra muy pacífica y segura. Y a los dos días volvieron y trajeron a un tío del señor consigo, el cual gobernaba la tierra, porque el señor era muchacho; y no vino el señor porque dice que tuvo temor y a éste hablé y aseguré, y se fue conmigo hasta otro pueblo de la misma provincia, que está a siete leguas de éste que se llama Tiac, y tienen guerra con los de este pueblo, y está también cercado, como este otro, y es mucho mayor, aunque no es tan fuerte, porque está llano, pero tiene sus cercas, cavas y garitas más recias, y cercado cada barrio por sí, que son tres barrios, cada uno de ellos cercado por sí, y una cerca que cerca a todos.
A este pueblo había enviado dos capitanías de caballo y una de peones delante, y hallaron el pueblo despoblado, y en él mucho bastimento, y cerca del pueblo tomaron siete u ocho hombres, de los cuales soltaron algunos para que fuesen a hablar al señor, y asegurar la gente; e hiciéronlo tan bien, que antes que yo llegase habían ya venido mensajeros del señor y traído bastimentos y ropa, y después que yo vine, vinieron otras dos veces a traernos de comer y hablar, así de parte del señor de este pueblo, como de otros cinco o seis que están en esta provincia, que son cada uno cabecera por sí, y todos ellos se ofrecieron por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos, aunque jamás pude acabar con ellos que los señores me viniesen a ver, y como yo no tenía espacio para detenerme mucho, enviéles a decir que les agradecía su buena voluntad, que yo los recibía en nombre de vuestra alteza, y les rogaba que me diesen guía para mi camino adelante, lo cual hicieron de muy buena voluntad, y me dieron un guías que sabía muy bien hasta el pueblo donde estaban los españoles y los había visto; y con esto, partí de este pueblo de Tiac, y fuí a dormir a otro que se llama Yasuncabil, que es el postrero de la provincia, el cual asimismo estaba despoblado y cercado de la manera que los otros. Aquí había una muy hermosa casa del señor, aunque de paja.
En este pueblo nos proveímos de todo lo que hubimos menester para el camino, porque nos dijo el guía que teníamos cinco días de despoblado hasta la provincia de Taiza, por donde habíamos de pasar, y así era verdad; desde esta provincia de Mazatlan o Guiache, despedí los mercaderes que había tomado en el camino, y los guías que traía de la provincia de Acalan, y les di de lo que yo tenía, así para ellos como para que llevasen a su señor, y fueron muy contentos. También envié a su casa al señor del primer pueblo, que había venido conmigo, y le di ciertas mujeres que los nuestros habían tomado por los montes, de las suyas, y otras cosillas, con lo que se fue muy contento.
Salido de esta provincia de Mazatlan, seguí mi camino para la de Taiza, y dormí a cuatro leguas en despoblado, que todo el camino lo era, y de grandes montañas y sierras, y aún hubo en él un mal puerto, que por ser todas las peñas y piedras de él de alabastro muy fino, se le puso por nombre puerto de Alabastro, y al quinto día los corredores que llevaba delante con el guía asomaron a una muy gran laguna, que parecía brazo de mar, y aun así creo que lo es, aunque es dulce, según su grandeza y hondura, y en una isleta que hay en ella vieron un pueblo, el cual les dijo aquel guía ser el principal de aquella provincia de Taiza, y que no teníamos remedio para pasar a él si no fuese en canoas, y quedaron allí los españoles corredores puestos en salto, y volvió uno de ellos a hacerme saber lo que pasaba. Yo hice detener toda la gente, y pasé adelante a pie para ver aquella laguna y la disposición de ella, y cuando llegué, hallé a los corredores que habían prendido a un indio de los del pueblo, que habían venido en una canoa chiquita con sus armas a descubrir el camino y a ver si había gente; y aunque venia descuidado de lo que le acaeció, se les fuera sino por un perro que tenían, que le alcanzó antes que se echase al agua.
De este indio me informé, y me dijo que ninguna cosa se sabía de mi venida; le pregunté si había paso para el pueblo y dijo que no; pero dijo que cerca de allí, pasando un brazo pequeño de aquella laguna, había algunas labranzas y casas pobladas, donde creía, si llegásemos sin ser sentidos, hallaríamos algunas canoas. Luego envié a mandar a la gente que se viniesen tras mi, y yo con diez o doce peones ballesteros seguí a pie por donde el indio nos guió, y pasamos un gran rato de ciénaga y agua hasta la cinta, y otras veces más arriba, y llegué a unas labranzas; y con el mal camino, y aún porque muchas veces no podíamos ir sino descubiertos, no pudimos dejar de ser sentidos, y llegamos a tiempos que ya la gente se embarcaba en sus canoas, y se hacían al largo de la laguna, y anduve con mucha prisa por la ribera de aquella laguna dos tercios de legua de labranza, y en todas habíamos sido sentidos e iban ya huyendo. Ya era tarde, y seguir más era en vano. Y así reposé en aquellas labranzas, y recogí toda la gente y la aposenté al mejor recaudo que yo pude, porque me decía el guía de Mazatlan que aquella era mucha gente y muy ejercitada en la guerra, a quien todas aquellas provincias comarcanas temían, y díjorne que él quería ir en aquella canoíta en que había venido el indio, que tornaría al pueblo que se parecía en la isleta, y está bien dos leguas de aquí hasta llegar a él, y que hablaría al señor, que él conocía muy bien, y se llama Canec, y le diría mi intención y causa de mi venida por aquellas tierras, pues él había venido conmigo y la sabía y la había visto, y creía que se aseguraría mucho y le daría crédito a lo que dijese, porque era de él muy conocido y había estado muchas veces en su casa.
Luego le di la canoa y el indio que la había traído con él, y le agradecí el ofrecimiento que me hacía, y le prometí que si lo hiciese bien, que se lo gratificaría muy a su contento, y así se fue, volviendo a la medianoche, y con él dos personas honradas del pueblo, que dijeron ser enviados de su señor a verme e informase de lo que aquel mensajero mío les había dicho, y saber de mi qué era lo que quería. Yo les recibí muy bien y di algunas cosillas, y les dije que yo venía por aquellas tierras por mandado de vuestra majestad, a verlas y hablar a los señores y naturales de ellas algunas cosas cumplideras a su real servicio y bien de ellos; que dijesen a su señor que le rogaba que, pospuesto todo temor, viniese adonde yo estaba, y que para más seguridad yo les quería dar un español que fuese allá con ellos y se quedase en rehenes en tanto que él venía, y con esto se fueron, y otro día de mañana vino el señor, y hasta treinta hombres con él, con cinco o seis canoas, y consigo el español que había enviado para los rehenes, y mostró venir muy alegre. Fue de mi muy bien recibido, y porque cuando llegó era hora de misa, hice que se dijese cantada y con mucha solemnidad, con los ministriles de chirimías y sacabuches que conmigo iban; la oyó con mucha atención y las ceremonias de ella, y acabada la misa vinieron allí aquellos religiosos que llevaba, y por ellos les fue hecho un sermón con la lengua, de manera que muy bien lo pudo entender, acerca de las cosas de nuestra fe, y dándole a entender por muchas razones cómo no había más de un solo dios, y el yerro de su secta, y según mostró y dijo, satisfízose mucho, y dijo que él quería luego destruir sus ídolos y creer en aquel Dios que nosotros le decíamos, y que quisiera mucho saber la manera que debía de tener para servirle y honrarle, y que si yo quisiese ir a su pueblo, vería cómo en mi presencia los quemaba, y quería que le dejase en su pueblo aquella cruz que le decía que yo dejaba en todos los pueblos por donde yo había pasado.
Después de este sermón yo le torné a hablar, haciéndole saber la grandeza de vuestra majestad, y que como él y todos los del mundo éramos sus súbditos y vasallos, y le somos obligados a servir, y que a los que así lo hacían, vuestra majestad les mandaría hacer muchas mercedes, y yo en su real nombre lo había hecho en estas partes así con todos los que a su real servicio se habían ofrecido y puesto debajo de su imperial yugo, y que así lo prometía a él. El me respondió que hasta entonces no había reconocido a nadie por señor ni había sabido que nadie lo debiese ser, que verdad era que hacía cinco o seis años que los de Tabasco, viniendo por su tierra, le habían dicho cómo había pasado por allí un capitán con cierta gente de nuestra nación, y que los habían vencido tres veces en la batalla, y que después les habían dicho que habían de ser vasallos de un gran señor, y todo lo que yo ahora le decía, que le dijese si era todo uno. Yo le respondí que el capitán que los de Tabasco le dijeron que había pasado por su tierra, era yo, y para que creyese ser verdad, que se informase de aquella lengua que con él hablaba, que es Marina, la que yo siempre conmigo he traído, porque allí me la habían dado con otras veinte mujeres; y ella le habló y le certificó de ello, y cómo yo había ganado a México, y le dijo todas las tierras que yo tengo sujetas y puestas debajo del imperio de vuestra majestad, y mostró holgarse mucho en haberlo sabido, y dijo que él quería ser sujeto y vasallo de vuestra majestad y que se tendría por dichoso de serlo de un tan gran señor como yo le decía que vuestra alteza lo es.
E hizo traer aves, miel y un poco de oro y ciertas cuentas de caracoles coloradas, que ellos tienen en mucho, y me lo dió, y yo asimismo le di algunas cosas de las nuestras, de que mucho se contentó, y comió conmigo con mucho placer, y después de haber comido, yo le dije cómo iba en busca de aquellos españoles, que estaban en la costa de la mar, porque eran de mi compañía y yo los había enviado, y hacía muchos días que no sabía de ellos, y por eso los venía a buscar, y le rogaba que él me dijese alguna nueva si sabía de ellos. El me dijo que tenía mucha noticia de ellos, porque bien cerca de donde ellos estaban tenía él ciertos vasallos suyos, que le servían de labrar ciertos cacaguatales, porque era aquella tierra muy buena de ellos, y que de éstos y de muchos mercaderes que cada día iban y venían de su tierra allá, sabía siempre nuevas de ellos, y que él me daría guía para que me llevasen adonde estaban, pero que me hacía saber que el camino era muy áspero, de sierras muy altas y de muchas peñas; que si había de ir por la mar, que no me fuera tan trabajoso. Yo le dije que ya él veía que para tanta gente como yo traía conmigo y para el fardaje y caballos, que no bastarían navíos, que me era muy forzado ir por tierra. Le rogué que me diese orden para pasar aquella laguna, y me dijo que yendo por ella arriba, a las tres leguas se desecaba, y por la costa podía tomar el camino frontero de su pueblo y que me rogaba mucho que ya que la gente se había de ir por acullá, que yo me fuese con él en las canoas a ver su pueblo y casa, y que vería quemar los ídolos y le haría hacer una cruz; y yo, por darle placer, aunque contra la voluntad de los de mi compañía, me metí con él en las canoas con casi veinte hombres, los más de ellos ballesteros, y me fui a su pueblo con él todo aquel día holgando, y ya que era casi noche me despedí de él, y me dio un guía, y entré en las canoas, y me salí a dormir a tierra, donde hallé ya mucha de la gente de mi compañía que había bajado a la laguna, y dormimos allí aquella noche. En este pueblo, digo en aquellas labranzas, quedó un caballo que se hincó un palo por el pie y no pudo andar; me prometió el señor curarlo, no sé lo que hará.
Otro día, después de recogida mi gente, partí por donde los guías me llevaron, y a obra de media legua del aposento, di en un poco de llano y cabaña, y después torné a dar en otro montecillo, que duró obra de legua y media, y torné a salir a unos muy hermosos llanos, y en saliendo a ellos, envié muy delante ciertos de caballo y algunos peones, porque si alguna gente hubiese por el campo la tomasen, porque nos dijeron los guías que aquella noche llegaríamos a un pueblo; y en estos llanos se hallaron muchos gamos y alanceamos a caballo dieciocho de ellos, y con el sol y con haber muchos días que los caballos no corrían, porque nunca habíamos tenido tierra para ello, sino montes, murieron dos caballos, y muchos estuvieron en harto peligro. Hecha nuestra montería, seguimos el camino adelante, y a poco rato hallé algunos de los corredores que iban delante parados, y tenían cuatro indios cazadores que había tomado, y traían muerto un león y ciertas iguanas, que son unos grandes lagartos que hay en las islas. De éstos me informé si sabían de mí en su pueblo y dijeron que no, y mostráronmele a su vista, que al parecer no podía estar de una legua arriba, y me di mucha prisa por llegar allá, creyendo que no habría embarazo alguno en el camino, y cuando pensé que llegaba a entrar en el pueblo y vi a la gente andar por él, fui a dar sobre un gran estero de agua muy hondo, y así me detuve y comencé a llamarlos, y vinieron dos indios en una canoa y traían hasta una docena de gallinas, y llegaron así cerca de mí, que estaba dentro del agua hasta la cincha del caballo; y se detuvieron, que nunca quisieron llegar afuera, y allí estuve con ellos hablando gran rato asegurándolos, y jamás quisieron llegarse a mí, antes comenzaron a volverse al pueblo en su canoa, y un español que estaba a caballo junto a mí, puso las piernas por el agua, y fue a nado tras ellos, y de temor, desampararon la canoa, y llegaron de presto otros peones nadadores y tomáronlos.
Ya toda la gente que habíamos visto en el pueblo se había ido de él, y pregunté a aquellos indios por dónde podíamos pasar, y me mostraron un camino que rodeando una legua arriba, se desecaba el estero, y por allí fuimos aquella noche a dormir al pueblo que hay desde donde partimos aquel día ocho leguas grandes. Se llama este pueblo Checan, y el señor de él Amohan; aquí estuve cuatro días por bastecerme para seis días, que me dijeron los guías había de despoblado, y por esperar se viniera el señor del pueblo, que le envié a llamar y asegurar con aquellos indios que había tomado; y nunca él ni ellos vinieron. Pasados estos días y recogido el mayor bastimento que por allí se puso, partí y llevé la primera jornada de muy buena tierra, llana y alegre, sin monte, sino algunos pedazos; y andadas seis leguas, al pie de unas sierras y junto a un río, se halló una gran casa, y junto a ella otras dos o tres pequeñas, y alrededor algunas labranzas, y me dijeron los guías que aquella casa era de Amohan, señor de Checan, y que las tenía allí para venta, porque pasaban por allí muchos mercaderes.
Allí estuve un día sin el que llegué, porque era fiesta, y por dar lugar a los que iban delante abriendo el camino, y se hizo en aquel río una muy hermosa pesquería, que atajamos en él mucha cantidad de sabogas, y las tomemos todas, sin írsenos una de las que metimos en el atajo; y otro día partí y así anduve siete leguas o casi, de harto mal camino, y salí a unos llanos muy hermosos sin monte, sino algunos pinares. Nos duraron estos llanos otras dos leguas, y en ellos matamos siete venados, y comimos en un arroyo muy fresco que se hacía al cabo de estos llanos, y después de haber comido comenzamos a subir un portezuelo, aunque pequeño, harto áspero, que de diestro subían los caballos con trabajo, y en la bajada de él hubo hasta media legua de llano, y luego comenzamos a subir otro que en subida y bajada tuvo bien dos leguas y media, tan áspero y malo, que ningún caballo quedó que no se desherrase. Y dormí a la bajada de él en un arroyo, y allí estuve otro día casi hasta hora de vísperas, esperando que se herrasen los caballos, y aunque había dos herradores y más de diez que ayudaban a echar clavos, no se pudieron en aquel día herrar todos, y yo me fui aquel día a dormir tres leguas más adelante, y quedaron allí muchos españoles, así por herrar sus caballos, como por esperar el fardaje, que por haber sido el camino malo y haberle pasado con mucha agua que llovía, no habían podido llegar.
Otro día me partí de allí porque las guías me dijeron que cerca estaba una casería que se llama Asuncapin, que es del señor de Taica y que llegaríamos allí temprano a dormir. Y después de haber andado cuatro o cinco leguas, llegamos a la dicha casería y le hallamos sin gente; y allí me aposenté dos días, por esperar todo el fardaje y por recoger algún bastimento, y después me partí, y fuí a dormir a otra casería y la hallamos sin gente; y allí me aposenté dos días, por esperar todo el fardaje y por recoger algún bastimento, y después me partí, y fuí a dormir a otra casería que se llama Taxueytel, que está cinco leguas de esta otra y es de Amohan, señor de Checan, donde había muchos cacaguatales y algún maíz, aunque poco y verde. Aquí me dijeron las guías y el principal de esta casería, que se hubo a las manos él y su mujer y un su hijo, antes que huyesen, que habíamos de pasar unas muy altas y agrias sierras, todas despobladas, hasta llegar a otras caserías que son de Canec, señor de Taica, que se llaman Tenciz y no reposamos aquí mucho, que luego otro día nos partimos y habiendo andado seis leguas de tierra, llana, comenzamos a subir el puerto, que fue la cosa del mundo más maravillosa de ver y pasar; pues querer yo decir significar a vuestra majestad la aspereza y fragosidad de este puerto y sierras, ni quien mejor que yo supiese lo podría explicar, ni quien lo oyese lo podría entender, si prevista de ojos no lo viese y pasando por él no lo experimentase. Y no quiero decir otra cosa, sino que vuestra majestad que en ocho leguas que tuvo este puerto estuvimos en las andar doce días, digo los postreros en llegar al cabo de él, en que murieron sesenta y ocho caballos despeñados y desjarretados, y todos los demás vinieron heridos y tan lastimados, que no pensamos aprovecharnos de ninguno, y así murieron de las heridas y del trabajo de aquel puerto sesenta y ocho caballos, y los que escaparon estuvieron más de tres meses en tornar en sí.
En todo este tiempo que pasamos este puerto jamás cesó de llover de noche y de día, y eran las sierras de tal calidad, que no se detenía en ellas agua para poder beber, y padecíamos mucha necesidad de sed, y los más de los caballos murieron por esta falta y si no fuera porque de los ranchos y chozas que cada noche hacíamos para nos meter, que de ellos cogíamos agua en calderas y otras vasijas, que como llovía tanto había para nosotros y los caballos, fuera imposible de escapar ningún hombre ni caballos de aquellas sierras.
En este camino cayó un sobrino mío y se quebró una pierna por tres o cuatro partes, que demás del trabajo que él recibió, nos acrecentó el de todos, por sacarle de aquellas sierras, que fue harto dificultoso. Para remedio de nuestro trabajo hallamos, una legua antes de llegar a Tenciz, un muy gran río que con las muchas aguas iba tan crecido y recio, que era imposible pasarlo. Y los españoles que fueron delante habían subido el río arriba y hallaron un vado, el más maravilloso que se puede pensar, y es que por aquella parte se tiende el río más de dos tercios de legua, porque unas peñas muy grandes que se ponen delante le hacen tender, y hay entre estas peñas angosturas por donde pasa el río, la cosa más espantosa, de recia, que puede ser; y de éstas hay muchas que por esta parte no se puede pasar el río sino por entre aquellas peñas. Allí cortábamos árboles grandes que se atravesaban de una peña a otra, y por allí pasábamos con tanto peligro asidos por unos bejucos que también se ataban de una parte a otra, que a resbalar un poquito, era imposible escaparse quien cayese. Había de estos pasos hasta veinte y tantos, de manera que se estuvo en pasar el río dos días por este vado, y los caballos pasaron a nado por abajo, que iba algo más mansa el agua, y estuvieron tres días muchos de ellos en llegar a Tenciz, que no había, como digo, más de una legua, porque venían tan maltratados de las sierras, que casi los llevaban a cuestas, y no podían ir.
Yo llegué a estas caserías de Tenciz, víspera de pascua de Resurrección, a 15 días del año de 1525, y mucha de la gente no llegó hasta tres días adelante, digo los que tenían caballos, que se detuvieron por ellos. Dos días antes que yo llegase habían llevado la delantera y hallaron gente en tres o cuatro casas de aquéllas, tomaron veinte y tantas personas, porque estaban muy descuidadas de mi venida; y a aquellos pregunté si había algunos bastimentos, y dijeron que no, ni se pudieron hallar por toda la tierra, lo que nos puso en harta más necesidad que traíamos, porque había diez días que no comíamos sino cuescos de palmas y palmitos, y aun de éstos se comían pocos, porque no traíamos ya fuerzas para cortarlos. Pero díjome un principal de aquellas caserías que a una jornada de allí el río arriba, que lo habíamos de tornar a pasar por donde lo habíamos pasado, había mucha población de una provincia que se llama Tahuytal, y que allí había mucha abundancia de bastimentos de maíz y cacao y gallinas, y que él me daría quien me guiase allá. Luego proveí que fuese allá un capitán con treinta peones y más de mil indios de los que iban conmigo y quiso Nuestro Señor que hallaron mucha abundancia de maíz y hallaron la tierra despoblada de gente y de allí nos remediamos, aunque por ser tan lejos, nos proveíamos con trabajo.
Desde estas estancias envíe con una guía de los naturales de ellas ciertos españoles ballesteros que fuesen a mirar el camino que habían de llevar hasta una provincia que se llama Acuculin, y que llegasen a una aldea e la dicha provincia, que está diez leguas de donde yo quedé y seis de la cabecera de la provincia, que se llama, como dije, Acuculin, y el señor de ella Acahuilguin. Y llegaron sin ser sentidos, y de una casa tomaron siete hombres y una mujer y volviéronse y dijeron que el camino era hasta donde ellos habían llegado algo trabajoso, pero que les había parecido muy bueno en comparación de los que habíamos pasado.
De estos indios que trajeron estos españoles me informé de los cristianos que yo iba a buscar, y entre ellos venía uno natural de la provincia de Aculan, que dijo que era mercader, y tenía su casa de asiento de mercadería en el pueblo donde residían los españoles, que yo iba a buscar, que se llama el pueblo Nito, donde había mucha contratación de mercaderes de todas partes y que los mercaderes naturales de Aculan tenían en él un barrio por sí, y con ellos estaba un hermano de Apaspolon, señor de Aculan y que los cristianos los habían salteado de noche y los habían tomado el pueblo y quitádoles las mercaderías que en él tenían, que eran en mucha cantidad, porque había mercaderes de muchas partes; y que desde entonces, que podía haber cerca de un año, todos se habían ido por otras provincias, y que él y ciertos mercaderes de Aculan habían pedido licencia a Acahuilguin, señor de Acuculin, para poblar en su tierra, y habían hecho en cierta parte que él les señaló un pueblezuelo donde vivían; y desde allí contrataba, aunque ya el trato estaba muy perdido después que aquellos españoles allí habían venido, porque era por allí el paso y no osaban pasar por ellos. Y que él me guiaría hasta donde estaban, pero que habíamos de pasar allá junto a ellos un gran brazo de mar, y antes de llegar allí, muchas sierras y malas y que había desde allí diez jornadas. Holgué mucho con tener tan buena guía e hícele mucha honra y habláronle las guías que yo llevaba de Maztlan y Taica, diciéndole cuan bien tratados habían sido de mí y cuán amigo era yo de Apaspolon, su señor. Y con esto parecía que él aseguró más y fiándome de su seguridad, le mandé soltar a él y a los que con él habían traído, y con su confianza hice que se volviesen de allí las guías que traía y les di algunas cosillas para ellos y para sus señores, y les agradecí su trabajo, y se fueron muy contentos.
Luego envié cuatro de aquellos de Acuculin con otros dos de los de aquellas caserías de Tenciz, para que fuesen a hablar al señor de Acuculin, y le asegurasen porque no se ausentase; y tras ellos envié los que iban abriendo el camino y yo me partí desde ahí a dos días por la necesidad de los bastimentos, aunque teníamos harta de reposar, en especial por amor de los caballos; pero llevando los más de ellos de diestro nos fuimos y aquella noche amaneció ido el que había de ser guía y los que con él quedaron de que Dios sabe lo que sentí, por haber despachado las otras.
Seguí mi camino y fui a dormir a un monte cinco leguas de allí donde se pasaron hartos malos pasos y aun se desjarretó otro caballo que había quedado sano, que hasta hoy no lo está. Y otro día anduve seis leguas, y pasé dos río el uno se paso por un árbol que estaba caído, que atravesaba de la una parte a la otra, con que hicimos sobre él con que pasase la gente para que no cayesen, y los caballos lo pasaron a nado y se ahogaron en él dos yeguas; y el otro se pasó en unas canoas y los caballos también a nado y fuí a dormir a una población pequeña de hasta quince casas, todas nuevas. Y supe que aquellas casas eran las de los mercaderes de Aculan que habían salido del pueblo, donde los cristianos habían poblado. Allí estuve yo un día esperando recoger la gente y fardaje y envíe delante dos capitanías de caballos y una de peones al pueblo de Acuculin y escribiéronme cómo lo habían hallado despoblado y en una casa grande, que es del señor, habían hallado dos hombres, que les dijeron que estaban allí por el mandado del señor, esperando a que yo llegase para lo Ir a hacer saber; porque él había sabido de mi venida de aquellos mensajeros que yo le había enviado desde Tenciz, y que él holgaba de verme y venía en sabiendo que yo era llegado; y que se había ido el uno de ellos a llamar al señor y a traer algún bastimento y el otro había quedado. Escribiéronme también que habían hallado cacao en los árboles, pero que no habían hallado maíz; aunque había razonable pasto para los caballos.
Como yo llegué a Acuculin, pregunté si había venido el señor o vuelto el mensajero y dijéronme que no y hablé al que había quedado, preguntándole cómo no habían venido; respondióme que no sabía y que él también estaba esperando de ello, pero que podría ser que hubiese aguardado a saber que yo fuese venido y que ahora que ya lo sabía vendría.
Esperé dos días, y como no vino, tornéle a hablar, y díjome que él no sabía qué era la causa de no haber venido, pero que le diese algunos españoles que fuesen con él, que el sabía dónde estaba y que lo llamarían. Y luego fueron con él diez españoles y llevólos bien cinco leguas de allí por unos montes, hasta unas chozas que hallaron vacías, donde, según dijeron los españoles, parecía bien que había estado gente poco había. Y aquella noche se les fue la guía y se volvieron.
Quedé del todo sin guía, que fue harta causa de doblarse los trabajos y envié cuadrillas de gente, así españoles como indios, por toda la provincia y anduvieron por todas partes de ella más de ocho días; y jamás pudieron hallar gente ni rastro de ella, sino fueron unas mujeres que hicieron poco fruto a nuestro propósito, porque ni ellas sabían camino ni dar razón del señor ni gente de la provincia; y una de ellas dijo que había un pueblo dos jornadas de allí, que se llamaba Chianteca y que allí se hallaría gente que les diese razón de aquellos españoles que buscábamos, porque había en el dicho pueblo muchos mercaderes y personas que trataban en muchas partes. Así, envié luego gente y a esta mujer por guía y aunque era el pueblo dos jornadas buenas de donde yo estaba, y todo despoblado y mal camino los naturales de él estaban ya avisados de mi venida y no se pudo tomar tampoco guía.
Quiso Nuestro Señor que estando ya casi sin esperanza, por estar sin guía y porque de la aguja no nos podíamos aprovechar, por estar metidos entre las más espesas y bravas sierras que jamás se vieron, sin hallar camino que para ninguna parte saliese, más del que hasta allí habíamos llevado, que se halló por unos montes un muchacho de hasta quince años, que preguntando, dijo que él nos guiaría hasta unas estancias de Taniha, que es otra provincia que llevaba yo en mi memoria que había de pasar; las cuales estancias dijo estar dos jornadas de allí y con esta guía me partí y en dos días llegué a aquellas estancias donde los corredores que iban delante tomaron un indio viejo, y éste nos guió hasta los pueblos de Taniha, que están otras dos jornadas adelante y en estos pueblos se tomaron cuatro indios y luego como les pregunté me dieron muy cierta nueva de los españoles que buscaba, diciendo que los habían visto y que estaban dos jornadas de allí en el mismo pueblo que yo llevaba en mi memoria, que se llama Nito. Que por ser pueblo de mucho trato de mercaderes, se tenía de él mucha noticia en muchas partes y así me la dieron de, él en la provincia de Aculan, de que ya a vuestra majestad he hecho mención Y aun trajéronme dos mujeres de las naturales del dicho pueblo Nito, donde estaban los españoles; las cuales me dieron más entera noticia, porque dijeron que al tiempo que los cristianos tornaron aquel pueblo ellas estaban en él, y como los saltearon de noche, las habían tomado entre otras muchas que allí tomaron y que habían servido a ciertos cristianos de ellos, los cuales nombraban por sus nombres.
No podré significar a vuestra majestad la mucha alegría que yo y todos los de mi compañía tuvimos con las nuevas que los naturales de Taniha nos dieron, por hallarnos ya tan cerca del fin de tan dudosa jornada como la que traíamos, era, que, aunque en aquellas cuatro jornadas que desde Acuculin allí trujimos se pasaron innumerables trabajos, porque fueron todas sin camino y de muy ásperas sierras y despeñaderos, donde se despeñaron algunos de los caballos que nos quedaron y un primo mío que se dice Juan de Avalos rodó él y su caballo una sierra abajo, donde se quebró un brazo, y si no fuera por las placas de un arnés que llevaba vestido, que le defendieron de las piedras, se hiciera pedazos. Y fue harto trabajoso de le tornar a sacar arriba y otros muchos trabajos, que serían largos de contar, que aquí se nos ofrecieron, en especial de hambre, porque aunque yo traía algunos puercos de los que saqué de México, que aún no eran acabados, había más de ocho días, cuando a Taniha llegamos, que no comíamos pan, sino palmitos cocidos con la carne, y sin sal, porque había muchos días que nos había faltado, y con esto y con algunos cuescos de palmas nos pasábamos; y tampoco hallamos en estos pueblos de Taniha cosa ninguna de comer; porque como estaba tan cerca de los españoles, estaban despoblados mucho había, creyendo que habían de venir a ellos, aunque de esto podían estar bien seguros, según yo hallé a los españoles. Con las nuevas de hallarnos tan cerca olvidamos todos estos trabajos pasados, y púsonos este esfuerzo para sufrir los presentes, que no eran de menos condición; en especial el de la hambre, que era el mayor, porque aun de aquellos palmitos sin sal no teníamos abasto, porque se cortaban con mucha dificultad de unas palmas muy gordas y altas, que en todo un día dos hombres tenían que hacer en cortar uno y cortado, le comían en media hora.
Estos indios que me dieron las nuevas de los españoles, me dijeron que hasta llegar allá había dos jornadas de mal camino y que junto con el dicho pueblo de Nito, donde los españoles estaban, estaba un muy gran río que no se podía pasar sin canoas, porque era tan ancho, que no era posible pasarle a nado.
Luego despaché quince españoles de los de mi compañía, a pie, con una de aquellas guías para que viesen el camino y el río, y mandéles que trabajasen de haber alguna lengua de aquellos españoles sin ser sentidos, para me informar cuál gente era, si era de la que yo había enviado con Cristóbal de Olid o Francisco de las Casas, o de la de Gil González de ávila. Y así fueron y el indio los guió hasta el dicho río, donde tomaron una canoa de unos mercaderes, y tomada estuvieron allí dos días escondidos y al cabo de este tiempo salió del pueblo de los españoles, que estaban de la otra parte del río una canoa con cuatro españoles que anduvieron pescando, a los cuales tomaron se les ir ninguno y sin ser rescatados en el pueblo; los cuales me trajeron y me informé de ellos y supe que aquella gente que allí estaba era de los de Gil González de ávila y que estaban todos enfermos y casi muertos de hambre.
Y luego despaché dos criados míos en la canoa que aquellos espagales traían, para que fuesen al pueblo de los españoles con una carta mía en que los hacía saber de mi venida, y que yo me iba a poner al paso del río y que les rogaba mucho allí me enviasen todo el aderezo de barcas y canoas en que pasase; y yo me fui luego con toda mi compañía al dicho paso del río, que estuve tres días en llegar a él y allí vino a mí un Diego Nieto, que dijo estar allí por justicia; y me trajo una barca y una canoa, en que yo con diez o doce pasé aquella noche al pueblo y aun me vi en harto trabajo, porque nos tomó un viento al pasar y como el tío es muy ancho allí a la boca de la mar, por donde lo pasamos, estuvimos en mucho peligro de perdernos; y plugo a nuestro Señor de sacarnos a puerto. Otro día hice aderezar otra barca que allí estaba, y buscar más canoas y atarlas de dos en dos, y con este aderezo pasó toda la gente y caballos en cinco o seis días.
La gente de españoles que yo allí hallé fueron hasta sesenta hombres y veinte mujeres, que el capitán Gil González de ávila allí había dejado; los cuales los hallé tales, que era la mayor compasión del mundo de los ver y de ver las alegrías que con mi venida hicieron, porque en la verdad, si yo no llegara, fuera imposible escapar ninguno de ellos; porque, demás de ser pocos y desarmados y sin caballos, estaban muy enfermos y llagados y muertos de hambre, porque se les acababan los bastimentos que habían traído de las islas y alguno que habían habido en aquel pueblo cuando lo tomaron a los naturales de él; y acabados no tenían remedio de donde hacer otros, porque no estaban para irlos a buscar por la tierra. Y ya que los tuvieran estaban en tal parte asentados, que por ninguna tenían salida, digo que ellos supiesen ni pudiesen hallar, según se halló después con dificultad; y la poca posibilidad que en ellos había para salir a ninguna parte, porque a media legua de donde estaban poblados jamás habían salido por tierra.
Vista la gran necesidad de aquella gente, determiné de buscar algún remedio para los sostener en tanto que le hallaba para poderlos enviar a las islas, donde se aviasen; porque de todos ellos no había ocho para poder quedar en la tierra, ya que se hubiese de poblar. Y luego, de la gente que yo traje envié por muchas partes por la mar en dos barcas que allí tenían y en cinco o seis canoas. La primera salida que se hizo fue a una boca de un río que se llama Yasa, que está diez leguas de este pueblo donde yo hallé estos cristianos, hacia el camino por donde había venido, porque yo tenía noticia que allí había pueblos y muchos bastimentos. Y fue esta gente y llegaron al dicho río y subieron por él seis leguas arriba y dieron en unas labranzas asaz grandes y los naturales de la tierra sintiéronlos venir y alzaron todos los bastimentos que tenían por unas caserías que por aquellas estancias había y sus mujeres e hijos y haciendas y ellos se escondieron en los montes. Y como los españoles llegaron por aquellas caserías, dicen que les hizo una grande agua y recogiéronse a una gran casa que allí había y como descuidados y mojados, todos se desarmaron y aun muchos se desnudaron para enjugar sus ropas y calentarse a fuegos que habían hecho. Y estando así descuidados, los naturales de la tierra dieron sobre ellos y como los tomaron desapercibidos, hicieron muchos de ellos de tal manera que les fue forzado tornarse a embarcar y venir donde yo estaba, sin más recaudo del que habían llevado. Y como vinieron, Dios sabe lo que yo sentí, así por verlos heridos y aun algunos de ellos peligrosos, y por el favor que a los indios quedaría, como por el poco remedio que trajeron para la gran necesidad en que estábamos.
Luego a la hora en las mismas barcas y canoas torné a embarcar otro capitán con más gente, así de españoles como de los naturales de México que conmigo fueron, y porque no pudo ir toda la gente en las dichas barcas, hícelos pasar de la otra parte de aquel gran río que está cabe este pueblo; y mandé que se fuesen por toda la costa, y que las barcas y canoas se fuesen tierra a tierra junto con ellos para pasar los ancones y ríos, que hay muchos; y así fueron y llegaron a la boca del dicho río donde primero habían herido los otros españoles, y volviéronse sin hacer cosa ninguna ni traer recaudo de bastimento, mas de tomar cuatro indios que iban en una canoa por la mar; y preguntados cómo se venían así, dijeron que con las muchas aguas que hacía venir, venía el río tan furioso, que jamás habían podido subir por el arriba una legua y que creyendo que amansara, habían estado esperando a la baja ocho días sin ningún bastimento ni fuego; mas de frutas de árboles silvestres, de que algunos vinieron tales, que fue menester harto remedio para escaparlos.
Me vi aquí en harto aprieto y necesidad, y si no fuera por unos pocos puercos que me habían quedado del camino, que comíamos con harta regla y sin pan ni sal, todos nos quedáramos aislados. Pregunté con la lengua a aquellos indios que habían tomado en la canoa, si sabían ellos por allí alguna parte donde pudiésemos ir a buscar bastimentos, prometiéndoles que si me encaminasen donde los hubiese que los pondría en libertad, y además les daría muchas cosas; y uno de ellos dijo que él era mercader y todos los demás sus esclavos, y que él había ido por allí de mercadería muchas veces con sus navíos, y que él sabía un estero que atravesaba desde allí hasta un gran rio, por donde en tiempo que había tormentas y no podían navegar por la mar, todos los mercaderes atravesaban. Y que en aquel río había muy grandes poblaciones y de gente muy rica y abastada de bastimentos, y que él los guiaría a ciertos pueblos donde muy cumplidamente pudiesen cargar de todos los bastimentos que quisiesen; y porque yo fuese cierto que él no mentía, que le llevase atado con una cadena, para que si no fuese así, yo le mandase dar la pena que mereciese. Y luego hice aderezar las barcas y canoas, y metí en ellas toda cuanta gente sana en mi compañía había, y los envié con aquel guía, y fueron, y al cabo de diez días volvieron de la manera que habían ido, diciendo que el guía los había metido en unas ciénagas donde ni las barcas ni las canoas podían navegar, y que había hecho todo lo posible por pasar, y que jamás habían hallado remedio. Pregunté al guía cómo me había burlado; respondióme que no había hecho tal, sino que aquellos españoles con quien yo le envié no había querido pasar adelante y que ya estaban muy cerca de atravesar la mar adonde el río salía, y aún muchos de los españoles confesaron que habían oído muy claro el ruido del mar, y que no podía estar muy lejos de donde ellos habían llegado.
No se puede decir lo que sentí al verme tan sin remedio, que casi estaba sin esperanza de él, y con pensamiento de que ninguno podía escapar de cuantos allí estábamos, sino morir de hambre. Estando en esta perplejidad, Dios Nuestro Señor, que de remediar semejantes necesidades siempre tiene cargo, en especial en mi inmérito, que tantas veces me ha remediado y socorrido en ellas por andar yo en el real servicio de vuestra majestad, aportó allí un navío que venía de las islas harto sin sospecha de hallarme, el cual traía hasta treinta hombres, sin la gente que navegaba el dicho navío, y trece caballos y setenta y tantos puercos y doce botas de carne salada, y pan hasta treinta cargas de lo de las islas. Dimos todos muchas gracias a Nuestro Señor, que en tanta necesidad nos había socorrido, y compré todos aquellos bastimentos y el navío, que me costó todo cuatro mil pesos, y ya yo me había dado prisa a adobar una carabela que aquellos españoles tenían casi perdida y a hacer un bergantín de otros que allí había quebrados, y cuando este navío vino, ya la carabela estaba adobada, aunque el bergantín no creo que pudiéramos dar fin si no viniera aquel navío, porque vino en él hombre que, aunque no era carpintero, tuvo para ello harta buena manera. Andando después por la tierra por unas y otras partes, se halló una vereda por unas muy ásperas sierras que a dieciocho leguas de allí fue a salir a cierta población que se dice Leguela, donde se hallaron muchos bastimentos; pero como estaba tan lejos y de tan mal camino, era imposible proveernos de ellos.
De ciertos indios que se tomaron allí en Leguela, se supo que Naco, que es un pueblo donde estuvieron Francisco de las Casas y Cristóbal de Olid y Gil González de ávila, y donde el dicho Cristóbal de Olid murió, como ya a vuestra majestad tengo hecha relación y adelante diré; también de ello yo tuve noticia por aquellos españoles que hallé en aquel pueblo de Leguela. Y luego hice abrir el camino y envié un capitán con toda la gente y caballos, que en mi compañía no quedaron si no los enfermos y los criados de mi casa y algunas personas que se quisieron quedar conmigo para ir por la mar, y mandé a aquel capitán que se fuese hasta el dicho pueblo de Naco, y que trabajase en apaciguar la gente de aquella provincia, porque quedó algo alborotada del tiempo que allí estuvieron aquellos capitanes, y que llegado, luego enviase diez o doce de caballo y otros tantos ballesteros a la bahía de San Andrés, que está a veinte leguas del dicho pueblo; porque yo me partiría por la mar con aquellos navíos, y con ellos todos aquellos enfermos y gente que conmigo quedaron, y me iría a la dicha bahía y puerto de San Andrés, y que si yo llegase primero, esperaría allí a la gente que él había de enviar, y que les mandase que si ellos llegasen primero, también me esperasen para que les dijese lo que habían de hacer.
Después de partida esta gente y acabado el bergantín, quise meterme con la gente en los navíos para navegar, y hallé que aunque teníamos algún bastimento de carne, que no lo teníamos de pan, y que era gran inconveniente meterme en la mar con tanta gente enferma, porque si algún día los tiempos nos detuviesen, seria perecer todos de hambre, en lugar de buscar remedio. Y buscando manera para hallarle, me dijo el que estaba por capitán de aquella gente, que cuando luego allí habían venido, que vinieron doscientos hombres, y que traían un muy buen bergantín y cuatro navíos, que eran todos los que Gil González había traído, y que con el dicho bergantín y con las barcas de los navíos habían subido aquel gran río arriba, y que habían hallado en él dos golfos grandes, todos de agua dulce, y alrededor de ellos muchos pueblos y de muchos bastimentos, y que habían llegado hasta el cabo de aquellos golfos, que era catorce leguas el río arriba, y que había tornado a angostarse el río, y que venía tan furioso, que en seis días que quisieron subir por él arriba no había podido subir sino cuatro leguas, y que todavía iba muy hondable, y que no habían sabido el secreto de él, y que allí creía él que había bastimentos de maíz hartos; pero que yo tenía poca gente para ir allá, porque cuando ellos habían ido, habían saltado ochenta hombres en un pueblo y aún lo habían tomado sin ser sentidos, pero después que se habían juntado y peleado con ellos, y hécholes embarcar por fuerza, y les habían herido cierta gente.
Yo, viendo la extrema necesidad en que estaba, y que era más peligroso meterme en la mar sin bastimentos que no irlos a buscar por tierra, pospuesto todo, me determiné de subir aquel río arriba; porque, demás de no poder hacer otra cosa sino buscar de comer para aquella gente, pudiera ser que Dios Nuestro Señor fuera servido que de allí se supiera algún secreto en que yo pudiera servir a vuestra majestad. Hice luego contar la gente que tenía para poder ir conmigo, y hallé hasta cuarenta españoles, aunque no todos podían servir para quedar en guarda de los navíos cuando yo saltase en tierra; y con esta gente y con hasta cincuenta indios que conmigo habían quedado de los de México, me metí en el bergantín que ya tenía acabado y en dos barcas y cuatro canoas, y dejé en aquel pueblo un despensero mío que tuviese cargado de dar de comer a aquellos enfermos que allí quedaban. Y así, seguí mi camino el río arriba con harto trabajo, por la gran corriente de él, y en dos noches y un día salí el primero de los dos golfos que arriba se hacen, que está hasta tres leguas de donde partí, el cual cogerá doce leguas, y en todo este golfo no hay población alguna, porque en torno de él es todo anegado; y navegué un día por este golfo hasta llegar a otra angostura que el río hace, y entré por ella, y otro día por la mañana llegué al otro golfo, que era la cosa más hermosa del mundo de ver que entre las más ásperas y agrias sierras que puede ser, estaba una mar tan grande que boja y tiene en su contorno más de treinta leguas. Y fui por la una costa de él, hasta que ya casi noche se halló una entrada de camino, y a dos tercios de legua fui a dar en un pueblo, donde, según pareció, había sido sentido y estaba una mar tan grande que boja y tiene en su contorno más de treinta leguas. Y fui por la una costa de él, hasta que ya casi noche se halló una entrada de camino y a dos tercios de legua fui a dar en un pueblo, donde, según pareció, había sido sentido y estaba todo despoblado y sin cosa ninguna.
Hallamos en el campo mucho maíz verde; y así, que comimos aquella noche; y otro día de mañana, viendo que de allí no nos podíamos proveer de lo que veníamos a buscar cargámonos de aquel maíz verde para comer, y volvimos a las barcas, sin haber reencuentro ninguno ni ver gente de los naturales de la tierra; y embarcados, a través de la otra parte del golfo, y en el camino nos tomó un poco de tiempo contrario, que atravesamos con trabajo, y se perdió una canoa, aunque la gente fue socorrida con una barca, que no se ahogó sino un indio. Tomamos la tierra ya muy tarde, cerca de noche, y no pudimos saltar en ella otro día por la mañana, que con las barcas y canoas subimos por un riatillo pequeño que allí entraba, y quedando el bergantín en el golfo, fuera del dicho riatillo, fui a dar en un camino, y allí salté con treinta hombres y con todos los indios, y mandé volver las barcas y canoas al bergantín. Y yo seguí aquel camino y luego a un cuarto de legua de donde desembarqué di en un pueblo que, según pareció, había muchos días que estaba despoblado, porque las casas estaban todas llenas de yerba, aunque tenían muy buenas huertas de cacaguatales y otros árboles de fruta y anduve por el pueblo buscando si había camino que saliese a alguna parte y hallé uno muy cerrado, que parecía que había mucho tiempo que no se seguía y como no hallé otro, seguí por él y anduve aquel día cinco leguas por unos montes, que casi todos los subimos con manos y pies, según era cerrado y fui a dar a una labranza de maizales, adonde en una casita que en ella había se tomaron tres mujeres y un hombre, cuya debía ser aquella labranza. Estas nos guiaron a otras labranzas, donde se tomaron otras dos mujeres y guiándonos por un camino hasta nos llevar adonde estaba otra gran labranza, y en medio de ella hasta cuarenta casillas muy pequeñas, que nuevamente parecían ser hechas y según pareció, fuimos sentidos antes que llegásemos, y toda la gente era huida por los montes; y cómo se tomaron así de improviso, no pudieron recoger tanto de lo que tenían que no nos dejasen algo, en especial gallinas, palomas, perdices, faisanes, que tenían en jaulas, aunque maíz seco y sal no la hallamos.
Allí estuve aquella noche, que remediamos alguna necesidad de la hambre que traíamos, porque hallamos maíz verde, con que comimos estas aves; y habiendo más de dos horas que estábamos dentro en aquel pueblezuelo vinieron dos indios de los que vivían en él, muy descuidados de hallar tales huéspedes en sus casas, y fueron tomados por las velas que yo tenía; y preguntados si sabían de algún pueblo por allí cerca, dijeron que sí, y que ellos me llevarían allá otro día, pero que habíamos de llegar ya casi noche. Y otro día de mañana nos partimos con aquellos guías, y nos llevaron por otro camino más malo que el del día pasado, porque, demás de ser tan cerrado como él, a tiro de ballesta pasábamos un río, que todos iban a dar en aquel golfo, y de este gran ayuntamiento de aguas que bajan de todas aquellas sierras se hacen aquellos golfos y ciénagas, y sale aquel río tan poderoso a la mar, como a vuestra majestad he dicho. Y así, continuando nuestro camino, anduvimos siete leguas sin llegar a poblado, en que se pasaron cuarenta y cinco tíos caudales, sin muchos arroyos, que no se contaron, y en el camino se tomaron tres mujeres, que venían de aquel pueblo donde nos llevaba la guía, cargadas de maíz; las cuales nos certificaron que la guía nos decía verdad, y ya que el sol se quería poner, o era puesto, sentimos cierto ruido de gente y unos atabales, y pregunté a aquellas mujeres que qué era aquello y dijéronme que era cierta fiesta que hacían aquel día, e hice poner toda la gente en el monte lo mejor y más secretamente que yo pude, y puse mis escuchas casi junto al pueblo, y otras por el camino, porque si viniese algún indio lo tomasen. Así estuve toda aquella noche con la mayor agua que nunca se vido, y con la mayor pestilencia de mosquitos se podía pensar, y era tal el monte y el camino y la noche tan oscura y tempestuosa, que dos o tres veces quise salir para ir a dar en el pueblo, y jamás acerté a dar en el camino, aunque estaríamos tan cerca del pueblo, que casi oíamos hablar la gente de él; y así, fue forzado esperar a que amaneciese y fuimos tan a buen tiempo que los tomamos a todos durmiendo y yo había mandado que nadie entrase en casa ni diese voz, sino que cercásemos estas casas más principales, en especial la del señor, y una grande atarazana en que nos habían dicho aquellas guías que dormía toda la gente de guerra.
Quiso Dios y nuestra dicha que la primera casa con que fuimos topar fue aquella donde estaba la gente de guerra; y como hacía ya claro, que todo se veía, uno de los de mi compañía, que vido tanta gente y armas, parecióle que era bien, según nosotros éramos pocos, y a él le parecían los contrarios muchos, aunque estaban durmiendo, que debía invocar algún auxilio; comenzó a grandes voces a decir: "Santiago, Santiago"; a las cuales los indios recordaron, y de ellos acertaron a tomar las armas, y de ellos no; y como la casa donde estaban no tenía pared ninguna por ninguna parte, sino sobre postes armado el tejado, salían por donde querían, porque no la pudimos cercar toda; y certifico a vuestra majestad que si aquél no diera voces, todos se prendieran, sin se nos ir uno, que fuera la más hermosa cabalgada que nunca se vio en estas partes, y aun pudiera ser causa de dejar todo pacífico tornándolos a soltar y diciéndoles la causa de mi venida a aquellas partes, y asegurándolos, y viendo que no les hacíamos mal, antes les soltábamos teniéndolos presos, pudiera ser que hiciera mucho fruto; y así fue al revés. Prendimos hasta quince hombres y hasta veinte mujeres y murieron otros diez o doce que no se dejaron prender, entre los cuales murió el señor sin ser conocido, hasta que después de muerto me lo mostraron los presos. Tampoco en este pueblo hallamos cosa que nos aprovechase; porque, aunque hallábamos maíz verde, no era para el bastimento que veníamos a buscar. En este pueblo estuve dos días porque la gente descansase y pregunté a los indios que allí se prendieron si sabían de algún pueblo adonde hubiese bastimento de maíz seco, y dijéronme que sí, que ellos sabían un pueblo que se llama Chacujal, que era muy gran pueblo y muy antiguo, y que era muy abastecido de todo género de bastimentos.
Después de haber estado aquí estos dos días, partíme, guiándome aquellos indios para el pueblo que dijeron, y anduve aquel día seis leguas grandes, también mal camino y de muchos ríos, y llegué a unas muy grandes labranzas, y dijéronme las guías que aquellas eran del pueblo donde íbamos y fuimos por ellas bien dos leguas por el monte, por no ser sentidos y tomáronse, de leñadores y otros labadores que andaban por aquellos montes a caza, ocho hombres, que venían muy seguros a dar sobre nosotros, y como yo llevaba siempre mis corredores delante, tomáronlos sin se ir ninguno. Ya que se quería poner el sol, dijéronme las guías que me detuviese, porque ya estábamos muy cerca de pueblo; y así lo hice, que estuve en un monte hasta que fue tres horas de la noche y luego comencé a caminar y fui a dar en un río que le pasamos a los pechos, e iba tan recio, que fue harto peligroso de pasar, sino que con ir asidos todos unos a otros pasamos sin que nadie peligrase y en pasando el río, me dijeron las guías que el pueblo estaba ya junto, e hice parar toda la gente y fui con dos compañía, hasta que llegué a ver las casas de pueblo, y aun oírlos hablar, y parecióme que la gente estaba sosegada y que no éramos sentidos. Volvíme a la gente e hícelos que reposasen y puse seis hombres a vista de pueblo de la una parte y de la otra del camino y volvíme a reposar donde la gente estaba; y ya que me recostaba sobre unas pajas, vino una de las escuchas que tenía puestas, y díjome que por el camino venía mucha gente con armas, y que venían hablando y como gente descuidaba de nuestra venida.
Apercibí la gente lo más paso que yo pude; y como el trecho de allí al pueblo era poco, vinieron a dar sobre las escuchas y como las sintieron, soltaron una rociada de flechas, e hicieron mandado al pueblo; y así se fueron retirando y peleando hasta que entramos en el Pueblo, y como hacía oscuro, luego desaparecieron por entre las calles, y yo no consentí desmandar la gente, porque era de noche, y también porque creí que habíamos sido sentidos y que tenían alguna celada; y con mi gente junta salí a una gran plaza donde ellos tenían sus mezquitas y oratorios, y como vimos las mezquitas y los aposentos alrededor de ellas a la forma y manera de Culúa, púsonos más espanto de que traíamos, porque hasta allí, después que pasamos de Acalan, no las habíamos visto de aquella manera; y hubo muchos votos de los de mi compañía, en que decían que luego nos tornásemos a salir de pueblo y pasásemos aquella noche el río antes que los del pueblo nos sintiesen que éramos pocos y nos tomasen aquel paso. Y es verdad no era muy mal consejo porque todo era razón de acortar según lo que habíamos visto del pueblo; y así estuvimos recogidos en aquella gran plaza gran rato, que nunca sentimos rumor de gente y a mí me pareció que debíamos salir del pueblo de aquella manera, porque quizá los indios viendo que nos deteníamos, tendrían más temor, y que si nos viesen volver conocerían nuestra flaqueza y nos sería más peligroso; y así plugo a Nuestro Señor que fue y después de haber estado en aquella plaza muy gran rato, recogíme con la gente a una gran sala de aquellas, y envié algunos que anduviesen por el pueblo por ver si sentían algo, y nunca sintieron rumor; antes entraron en muchas de las casas de él, porque en todas había lumbre, donde hallaron mucha copia de bastimentos, y volvieron muy contentos y alegres y así estuvimos allí aquella noche al mejor recaudo que fue posible.
Luego que fue de día se buscó todo el pueblo, que era muy bien trazado y las casas muy juntas y muy buenas, y hallóse en todas ellas mucho algodón hilado y por hilar y ropa hecha de la que ellos usan, buena copia de maíz seco y cacao y fríjoles, ají y sal y muchas gallinas y faisanes en jaulas, y perdices y perros de los que crían para comer, que son asaz buenos, y todo género de bastimentos, tanto, que si tuviéramos los navíos donde lo pudiéramos meter en ellos, me tuviera yo harto bien bastecido para muchos días; pero para nos aprovechar de ellos habíamoslos de llevar veinte leguas a cuestas y estábamos tales, que nosotros sin otra carga tuviéramos bien que hacer en volver al navío si allí no descansáramos algunos días. Aquel día envié un indio natural de aquel pueblo, de los que habíamos prendido por aquellas labranzas, que pareció algo principal, según en el hábito que fue tomado, porque se tomó andando a caza con su arco y flechas, y su personas a su manera bien aderezada, y habléle con una lengua que llevaba, y díjele que fuese a buscar al señor y gente de aquel pueblo y que les dijese de mi parte que yo no venía a hacerles enojo ninguno, antes de hablarles cosas que a ellos mucho les convenía; y que viniesen el señor o alguna persona honrada de pueblo, y que sabrían la causa de mi venida; y que fuesen ciertos que si viniesen se les seguiría mucho provecho, y por el contrario mucho daño. Y así, le despaché con una carta mía, porque se aseguraban mucho con ellas en estas partes, aunque fue contra la voluntad de algunos de los de mi compañía, diciendo que no era buen consejo enviarle, porque manifestaría la poca gente que éramos, y que aquel pueblo era recio y de mucha gente, según pareció por las casas de él; y que podía ser que sabido cuán pocos éramos, viniesen sobre nosotros, que juntasen consigo gentes de otros pueblos. Yo bien vi que tenían razón; mas con deseo de hallar alguna manera para podernos proveer de bastimentos, creyendo que si aquella gente venía de paz me darían manera para llevar algunos, pospuse todo lo que se me pudiese ofrecer, porque en la verdad no era menos peligro el que esperábamos de hambre si no llevábamos bastimentos, que el que se nos podía recrecer de venir los indios sobre nosotros y por esto todavía despaché el indio y quedó que volvería otro día, porque sabía dónde podría estar el señor y toda la gente.
Otro día después que se partió, que era el plazo a que había de venir, andando dos españoles rodeando el pueblo y descubriendo el campo, hallaron la carta que le había dado puesta en el camino en un palo, donde teníamos por cierto que no tendríamos respuesta, y así fue que nunca vi el indio, él ni otra persona, puesto que estuvimos en aquel pueblo diez y ocho días descansando y buscando algún remedio para llevar de aquellos Bastimentos. Pensando en esto me pareció que sería bien seguir el río de aquel pueblo abajo para ver si entraba en el otro grande que entra en aquellos golfos dulces, adonde dejé el bergantín y barcas y canoas, y preguntelo a aquellos indios que tenía presos, y dijeron que sí, aunque no los entendíamos bien, ni ellos a nosotros, porque son de lengua diferente de los que hasta aquí hemos visto. Por señas y por algunas palabras que de aquella lengua entendía, les rogué que dos de ellos fuesen con diez españoles a mostrarles la salida de aquel río y ellos dijeron que eran muy cerca y que aquel día volverían. Y así fue que plugo a Nuestro Señor, que habiendo andado dos leguas por unas huertas muy hermosas de caguetales y otras frutas, dieron en el río grande, y dijeron que aquel era el que salía a los golfos donde yo había dejado el bergantín y barcas y canoas, y nombráronle por su nombre, que se llama Apolochic. Preguntéles en cuántos días iría desde allí en canoas hasta llegar a los golfos; dijéronme que en cinco días, y luego despaché dos españoles con una guía de aquellos para que fuesen fuera de camino, porque la guía se me ofreció de los llevar así hasta el bergantín; y mandéles que el bergantín y barcas y canoas llevasen a la boca de aquel gran río, y que trabajasen con la una canoa y barca de subir el río arriba hasta donde salía el otro río. Despachados éstos, hice hacer cuatro balsas de madera y canoas muy grandes: cada una llevaba cuarenta fanegas de maíz y diez hombres, sin otras muchas cosas de fríjoles y ají y cacao, que cada uno de los españoles echaba en ellas; y hechas ya las balsas, que pasaron bien ocho días en hacerlas, y puesto el bastimento para llevar, llegaron los españoles que había enviado al bergantín; los cuales me dijeron que había seis días que comenzaron a subir el río arriba y que no habían podido llegar con la barca arriba y que la dejaron de allí con diez españoles que la guardasen, y que con la canoa tampoco habían podido llegar, porque venían muy cansados de remar, pero que quedaba una legua de allí escondida; Y que viniendo el río arriba les habían salido algunos indios y peleado con ellos, aunque habían sido pocos; pero que creían que para la vuelta ya se habían de juntar más a esperarlos. Hice ir luego gente que subiese la canoa a donde estaban las balsas y puesto en ella todo el bastimento que habíamos recogido, metí la gente que era menester para guiarnos con unas palancas grandes, para amparar de árboles que había en el río asaz peligroso, y a la gente que quedó señalé un capitán y mandé que se fuesen por el camino que habíamos traído, y si llegasen primero que yo, esperasen ellos donde habíamos desembarcado, y que yo iría allí a tomarlos y que si yo llegase primero, yo los esperaría. Yo metíme en aquella canoa con las balsas con sólo dos ballesteros, que no tenía más.
Aunque era el camino peligroso por la gran corriente y ferocidad de río, como porque se tenía por cierto que los indios habían de esperar al paso, quise yo ir allí porque hubiese mejor recaudo; y encomendándome a Dios me dejé el río abajo ir, y llevábamos tal andar, que en tres horas llegamos donde había quedado la barca, y aun quisimos echar alguna carga en ella por aliviar las balsas. Era tanta la corriente, que jamás pudieron parar, y yo metíme en la barca y mandé que la canoa bien equipada de remeros fuese siempre delante de las balsas para descubrir si hubiese indios en canoas y para avisar de algunos malos pasos y yo quedé en la barca atrás de todos, aguardando que pasasen todas las balsas delante, para que si alguna necesidad se les ofreciese, los pudiese socorrer de arriba para abajo mejor que abajo para arriba. Y ya que quería ponerse al sol, la una de las balsas dio en un palo que estaba debajo del agua y trastornóla un poco y la furia del agua la saco, aunque perdió la mitad de la carga. Y yendo nuestro camino tres horas ya de la noche, oí delante gran grita de indios, y por no dejar las balsas atrás no me adelanté a ver qué era, y dende a un poco cesó y no se oyó más. A otro rato tornéla a oír y parecióme más cerca y cesó, y tampoco pude saber qué cosa era, porque la canoa y las tres balsas iban delante, y yo quedaba con la balsa que no andaba tanto. Y yendo ya algo descuidado, porque había rato que la grita no sonaba, yo me quité la celada que llevaba y me recosté sobre la mano, porque iba con gran calentura.
Yendo así, tomónos una furia de una vuelta de río, que por fuerza, sin poderlo resistir, dio con la barca y balsa en tierra y según pareció, allí habían sido dadas las gritas que habíamos oído. Porque, como los indios sabían el río, como criados en él, y nos traían espiados y sabían que forzado la corriente nos hala de echar allí, estaban muchos de ellos esperándonos a aquel paso, y como la canoa y balsas que iban delante habían dado donde nosotros después dimos, habíanlos flechado y herido casi a todos, aunque con saber que veníamos atrás no se hubieron con ellos tan reciamente como después con nosotros. Y nunca la canoa nos pudo avisar, porque no pudo volver con la corriente; y como nosotros dimos en tierra, alzan muy gran alarido y echan tanta cantidad de flechas y piedras, que nos hirieron a todos, y a mí me hirieron en la cabeza, que no llevaba otra cosa desarmada y quiso Nuestro Señor que allí era una barranca alta y hacia el río gran hondadura, y a esta causa no fuimos tomados, porque algunos que se quisieron arrojar a saltar en la balsa y barca con nosotros, no les fue bien que como era oscura, cayeron de agua y creo que escaparon pocos. Fuimos tan presto apartados de ellos, con la corriente, que en poco rato casi no los oíamos; y así anduvimos casi toda aquella noche, sin hallar más reencuentro sino algunas gritillas que unas veces nos daban de lejos y otras desde las barrancas del río, porque está todo de la una parte y de la otra poblado, y de muy hermosas heredades de huertas de cacao y de otras frutas; y cuando amaneció estábamos hasta cinco leguas de la boca del río que sale del golfo, donde nos estaba esperando el bergantín y llegamos aquel día casi a mediodía; de manera que en un día entero y una noche anduvimos veinte leguas grandes por aquel río abajo.
Queriendo descargar las balsas para echar los bastimentos en el bergantín, hallamos que todo lo más de ello venía mojado; y viendo que si no se enjugaba se perdería todo, y nuestro trabajo sería perdido y no teníamos donde buscar otro remedio, hice escoger todo lo enjuto, y metílo en el bergantín, y lo mojado echarlo en las dos barcas y dos canoas y enviélo a más andar al pueblo para que lo enjugasen, porque en todo aquel golfo no había donde, por ser todo anegado. Y así se fueron y mandéles que luego volviesen las barcas y canoas a ayudarme a llevar la gente, porque el bergantín y una canoa que quedaba no podían llevar toda la gente; y partidas las barcas y canoas, yo me hice a la vela y me fui adonde había de esperar la ente que venía por tierra, y esperéla tres días y a cabo de éstos llegaron muy buenos, excepto un español, que dijeron haber comido en el camino ciertas yerbas, y murió casi súbitamente. Trajeron un indio que tomaron en aquel pueblo donde yo los dejé, que venía descuidado y porque era diferente de los de aquella tierra así en lengua como en hábito, le pregunte casi por senas y porque entre los indios presos se halló uno que le entendía y dijo ser natural de Teculutlan; y como yo oí el nombre del pueblo, parecióme que lo había oído decir otras veces, y desde que llegué al pueblo miré ciertas memorias que yo tenía, y hallé ser verdad que le había oído nombrar, pareció por allí no haber de traviesa de donde yo llegué a la otra mar del Sur, a donde yo tengo a Pedro de Alvarado, sino setenta y ocho leguas. Porque por aquellas memorias me parecía haber estado españoles de la compañía de Pedro de Alvarado en aquel pueblo de Teculutlan, y aun el indio así lo afirmaba, holgué mucho de saber aquella traviesa.
Venida toda la gente, porque las barcas no venían y allí gastamos aquel poco ¿e bastimento que había quedado enjuto, metímonos todos en el bergantín con harto trabajo, que no cabíamos con pensamiento de atravesar al pueblo donde primero habíamos saltado, porque los maizales habíamos dejado muy granados y había ya más de veinticinco días y de razón habíamos de hallar mucho de ello seco para podernos aprovechar; y así fue, que yendo una mañana en mitad del golfo, vimos las barcas que venían, y fuímonos todos juntos; y en saltando en tierra, fue toda la gente, españoles como indios nuestros amigos y más de cuarenta indios de los presos al pueblo y hallaron muy buenos maizales y muchos de ellos secos y no hallaron quien se lo defendiese y cristianos e indios hicieron aquel día cada tres caminos, porque era muy cerca; con que cargué el bergantín y barcas y fuime con ello al pueblo y dejé allí toda la gente acarreando maíz y enviéles luego las dos barcas y otra que había aportado allí de un navío que se había perdido en la costa viniendo a esta Nueva España, y cuatro canoas, y en ellas se vino toda la gente y trajeron mucho maíz. Y fue este gran remedio, que dio bien el fruto del trabajo que costó, porque a faltarnos, todos pereciéramos de hambre, sin tener ningún remedio.
Hice luego meter todos aquellos bastimentos en los navíos y metíme en ellos con toda la gente que en aquel pueblo había de la Gil González, que habían quedado conmigo de mi compañía, y me hice a la vela a... días del mes ...*, y fuime al puerto e la bahía de San Andrés, echando primero en una punta toda la gente que pudo andar, con dos caballos que yo había dejado para llevar conmigo en los navíos, para que se fuesen por tierra al dicho puerto y bahía, adonde había de hallar o esperar a la gente que había de venir de Nacom, porque ya se había andado aquel camino y en los navíos no podíamos ir sino a mucho peligro, porque íbamos muy abalumbados y envié por la costa una barca para que les pasase ciertos ríos que había en el camino y yo llegué al dicho puerto y hallé que la gente que había de venir de Naco había dos días que era llegada; de los cuales supe que todos los demás estaban buenos, y que tenían mucho maíz y ají y muchas frutas de la tierra, excepto que no tenían carne ni sal, que había dos meses que no sabían qué cosa era. Yo estuve en este puerto veinte días proveyendo de dar orden en lo que aquella gente que estaba en Naco había de hacer, y buscando algún asiento para poblar en aquel puerto, porque es el mejor que hay en toda la costa descubierta de esta tierra firme, digo desde las Perlas hasta la Florida.
Y quiso Dios que le hallé bueno y muy a propósito e hice buscar ciertos arroyos y aunque con poco aderezo, se encontró a una y a dos leguas del asiento del pueblo buena muestra de oro; y por esto y por ser el puerto tan hermoso y por poner tan buenas comarcas y tan pobladas, parecióme que vuestra majestad sería muy servido en que se poblase y luego envié a Naco de la gente estaba, a saber si hubiera algunos que allí quisieren quedar por vecinos. Y como la sierra es buena, halláronse cubiertos y aun algunos y los más de los vecinos que habían ido en mi compañía; y así en nombre de vuestra majestad fundé allí una villa, que por ser el día en que se empezó a talar el asiento, de la Natividad de Nuestra Señora, le puse a la villa aquel nombre y señalé alcaldes y regidores y dejéles clérigos y ornamentos y todo lo necesario para celebrar y dejé oficiales mecánicos, así como herrero con muy buena fragua, y carpintero y calafate y barbero y sastre. Quedaron entre estos vecinos veinte de caballo y algunos ballesteros; dejéles también cierta artillería y pólvora.
Cuando a aquel puerto llegué, y supe de aquellos españoles que habían venido de Naco, que los naturales de aquel pueblo y de los otros a él comarcanos estaban todos alborotados y fuera de sus casas por las sierras y montes, que no se querían asegurar, aunque había hablado a algunos de ellos, por el gran temor que tenían de los daños que habían recibido de la gente que Gil González y Cristóbal de Olid llevaron; escribí al capitán que allí estaba que trabajase mucho de haber algunos de ellos, de cualquier manera que fuese, y me los enviase para que yo les hablase y asegurase; y así lo hizo, que me envió ciertas personas que tomó en una entrada que hizo, y yo les hablé y aseguré mucho, e hice que les hablase algunas personas principales de los de aquí de México, que yo conmigo llevé, y les dijeron quien era yo, y lo que había hecho en su tierra, y el buen tratamiento que de mí todos recibían después que fueran mis amigos; y como eran amparados y mantenidos en justicia ellos y sus haciendas e hijos y mujeres, y los daños que recibían los que eran rebeldes al servicio de nuestra majestad, y otras muchas cosas que les dijeron de que se aseguraron mucho; aun que todavía me dijeron que tenían temor que no sería verdad lo que les decían, porque aquellos capitanes que antes de mí habían venido les habían dicho aquellas palabras y otras, y que después les habían metido, y les habían llevado las mujeres que ellos les daban para que les hiciesen pan, y los hombres que les traían para que les llevasen sus cargas. Y que así creían que haría yo; pero todavía, con la seguridad que aquellos de México les dieron, y la lengua que yo conmigo traía, y como los vieron a ellos bien tratados y alegres de nuestra compañía, se aseguraron algún tanto.
Los envié para que hablasen a los señores y gente de los pueblos, y de ahí a pocos días me escribió el capitán que ya habían venido de paz algunos de los pueblos comarcanos, en especial los más principales, que son aquel de Naco, donde están aposentados y Quimistlan y Zula y Cholome, que el que menos de éstos tiene por más de dos mil casas, sin otras aldeas que cada uno tiene sujetas a sí. Y que habían dicho que luego vendrían toda la tierra de paz, porque ya ellos les habían enviado mensajeros, asegurándoles y haciéndoles saber cómo yo estaba en la tierra, y todo lo que yo les había dicho y habían oído a los naturales de México, y que deseaban mucho que yo fuese allá, porque yendo yo se aseguraría más la gente; lo cual yo hiciera de buena voluntad, sino que me era muy necesario pasar adelante a dar orden en lo que en este capítulo siguiente a vuestra majestad haré relación
Cuando yo, invictísimo César llegué a aquel pueblo de Nito, donde hallé aquella gente de Gil González perdida, supe de ellos que Francisco de las Casas, a quien yo envié a saber de Cristóbal de Olid, como ya a vuestra majestad por otras he hecho saber, había dejado setenta leguas de allí la costa abajo, en un puerto que los pilotos llaman de las Honduras, ciertos españoles que cierto estaban allí poblados. Y luego que llegué a este pueblo y bahía de San Andrés, donde en nombre de vuestra majestad está fundada la villa de la Natividad de Nuestra Señora, en tanto que yo me detenía en dar orden en la población y fundamento de ella, y en dar asimismo orden al capitán y gente que estaba en Naco de lo que habían de hacer para la pacificación y seguridad de aquellos pueblos, envié al navío que yo compré, para que fuese al dicho puerto de Honduras a saber de aquella gente, y volviese con la nueva que hallase. Y ya que en las cosas de allí yo había dado orden, llegó el dicho navío de vuelta y vinieron en él el procurador del pueblo y un regidor y me rogaron mucho que yo fuese a remediarlos, porque tenían muy extrema necesidad, a causa que el capitán que Francisco de las Casas les había dejado, y un alcalde, que él asimismo dejó nombrados, se había alzado con un navío y llevádoles, de ciento diez hombres, los cincuenta que eran, y a los que habían quedado les habían llevado las armas y herraje y todo cuanto tenían y que temían cada día que los indios los matasen, o de morirse de hambre por no poderlo buscar. Y que un navío que un vecino de la isla Española, que se dice el bachiller Pedro Moreno, traía, aportó allí y le rogaron que le proveyese y que no había querido, como sabría más largamente después al dicho su pueblo.
Por remediar esto me torné a embarcar en los dichos navíos con todos aquellos dolientes, aunque ya algunos eran muertos, para enviarlos desde allí, como después los envié, a las islas y a esta Nueva España. Metí conmigo algunos criados míos y mandé que por tierra se viniesen veinte de caballo y diez ballesteros porque supe que había algunos ríos que pasar y estuve en llegar nueve días, porque tuve algunos contrastes de tiempo. Y echando el ancla en el dicho puerto de Honduras, salté en una barca con dos frailes de la Orden de San Francisco, que conmigo siempre he traído, y con hasta diez criados míos y fui a tierra, y ya toda la gente del pueblo estaba en la playa esperándome, y como llegué cerca, entraron todos en el agua y me sacaron de la barca en peso, mostrando mucha alegría con mi venida y juntos nos fuimos al pueblo y a la iglesia que allí tenían; y después de haber dado gracias a Nuestro Señor, me rogaron que me sentase, porque me querían dar cuenta de todas las cosas pasadas, porque creían que yo tenía enojo de ellos por alguna mala relación que me hubiesen hecho y querían hacerme saber la verdad antes que por aquella los juzgase; y yo comenzaba la relación por un clérigo que allí tenían, a quien dieron la mano que hablase, propuso en la manera que sigue:
"Señor, ya sabéis cómo desde la Nueva España enviastes a todos o los más de los que aquí estamos con Cristóbal de Olid, vuestro capitán, a poblar en nombre de su majestad estas partes y a todos nos mandaste que obedeciésemos al dicho Cristóbal de Olid en todo lo que nos mandase, como a vuestra persona; y así salimos con él para ir a la isla de Cuba a acabar de tomar algunos bastimentos y caballos que nos faltaban y llegados a la Habana, que es un puerto de la dicha isla, el dicho Cristóbal de Olid se carteó con Diego Velázquez y con los oficiales de su majestad que en aquella isla residen, y le enviaron alguna gente y después de bastecidos de todo lo que hubimos menester, que nos lo dio muy cumplidamente Alonso de Contreras, vuestro criado, nos partimos y seguimos nuestro viaje".
"Dejadas algunas cosas, que nos acaecieron en el camino, que arriba largas de contar, llegamos a esta costa, catorce leguas abajo del puerto de Caballos, y luego como saltamos en tierra, el dicho capitán Cristóbal de Olid tomó la posición de ella por nuestra merced, en nombre de su majestad y fundó en ella una villa con alcaldes y regidores que de allá venían señalados, e hizo ciertos autos así en la posesión como en la población de la villa, todos en nombre de vuestra merced; y como su capitán y teniente. Y de allí a algunos días juntóse con aquellos criados de Diego Velázquez que con él vinieron e hizo allá ciertas formas, en que luego se mostró fuera de la obediencia de nuestra merced; aunque algunos nos pareció mal, o la más, no le osábamos contradecir; porque amenazaba con la horca; antes dimos consentimientos a todo lo que él quiso, y aun ciertos criados y parientes de nuestra merced que con él vinieron hicieron lo mismo, porque no osaron hacer otra cosa ni les cumplía. Y hecho esto, porque supo que cierta gente del capitán Gil González de ávila había de ir donde él estaba, que lo supo de seis hombres mensajeros que él prendió, y se fue a poner en un paso de un río por donde habían de pasar, para prenderlos y estuvo allí algunos días esperándolos; y como no venían dejó allí recaudo con un maestro de campo, y él volvió al pueblo, y comenzó a aderezar dos carabelas que allí tenía, y metió en ellas artillería y munición para ir sobre un pueblo de españoles que el dicho capitán Gil González tenía poblado, la costa arriba. Y estando aderezando su partida, llegó Francisco de las Casas con dos navíos; y como supiera que era él, mandó que le tirasen con la artillería que tenían en las naos; y puesto que el dicho Francisco de las Casas alzó bandera de paz y daba voces diciendo que era de vuestra merced, y todavía mandó que no cesasen de tirarlo y le tiraron diez o doce tiros, que el uno dio por un costado del navío, que pasó de la otra parte y como el dicho Francisco de las Casas conoció su mala intención y pareció ser verdad la sospecha que de él se tenía, echó las barcas fuera de los navíos y gente en ellas y comenzó a jugar con su artillería y tomó los dos navíos que estaban en el puerto, con toda la artillería que tenía y la gente saliéndose huyendo a tierra.
"Tornados los navíos, luego el dicho Cristóbal de Olid comenzó a mover partidos con él, no con voluntad de cumplir nada, sino por detenerle hasta que viniese la gente que había dejado aguardando para aprender a los de Gil González, creyendo de engañar al dicho Francisco de las Casas. Y el dicho Francisco de las Casas con buena voluntad hizo todo lo que él quería. Así estuvo con él en los tratos, sin concluir cosa, hasta que vino un tiempo muy recio; y como allí no era puerto, sino Costa Brava, dio con los navíos del dicho Francisco de las Casas a la costa, y se ahogaron treinta y tantos hombres y se perdió cuanto traían. El y todos los demás escaparon en carnes y tan maltratados de la mar, que no se podían tener, y Cristóbal de Olid los prendió a todos, y antes que entrasen en el pueblo los hizo jurar sobre unos evangelios que le obedecieran y tendrían por su capitán y nunca serían contra él.
"Estando en esto, vino la nueva cómo su maestro de campo había prendido cincuenta y siete hombres que iban con un alcalde mayor del dicho Gil González de ávila y que después los había tornado a soltar, y ellos se habían ido por una parte y él por otra; de esto recibió mucho enojo y luego se fue la tierra adentro a aquel pueblo de Naco, que ya otra vez él había estado en él y llevó consigo al dicho Francisco de las Casas y a algunos de los que con él prendió, y otros dejó allí en aquella villa con un su lugarteniente y un alcalde y muchas veces el dicho Francisco de las Casas le rogó en presencia de todos que le dejase ir adonde vuestra merced estaba, a darle cuenta de lo que le había acaecido, o que pues no le dejaba, que le hubiese a buen recaudo y que no se fiase de él y nunca jamás le quiso dar licencia.
"Después de algunos días supo que el capitán Gil González de ávila estaba con poca gente en un pueblo que se dice Choloma y envió allá cierta gente y dieron sobre él de noche y prendiéronle a él y los que con él estaban y trajéronselos presos y allí los tuvo a ambos capitanes muchos días sin quererlos soltar, aunque muchas veces se lo rogaron. E hizo jurar a toda la gente el dicho Gil González que le tendría por capitán, de la manera como se había hecho a los de Francisco de las Casas y muchas veces, después de preso el dicho Gil González, le tornó a decir el dicho Francisco de las Casas en presencia de todos que los soltase, si no, que se guardase de ellos, que le habían de matar y nunca jamás quiso.
"Hasta que, viendo ya su tiranía tan conocida, estando una noche hablando en una sala todos tres y mucha gente con ellos, sobre ciertas cosas, le asió por la barba y con un cuchillo de escribanías, que otra arma no tenía, con que se andaba cortando las uñas paseándose, le dio una cuchillada, diciendo: Ya no es tiempo de sufrir más este tirano. Y luego saltó con él el dicho González y otros criados de vuestra merced y tomaron las armas a la gente que tenían de su guarda y a él le dieron ciertas heridas y al capitán de la guarda, al alférez, al maestro de campo y otras gentes que acudieron de su parte, los prendieron luego y tomaron las armas, sin haber ninguna muerte. Y el dicho Cristóbal de Olid, con el ruido, se escapó huyendo y se escondió y en dos horas los dos capitanes tenían apaciguada toda la gente y presos a los principales de sus secuaces e hicieron dar un pregón que quien supiese de Cristóbal de Olid lo viniese a decir, so pena de muerte y luego supieron dónde estaba y le prendieron y pusieron a buen recaudo y otro día por la mañana, hecho su proceso contra él, ambos los capitanes juntamente le sentenciaron a muerte, la cual ejecutaron en su persona cortándole la cabeza. Y luego quedó toda la gente muy contenta viéndose en libertad y mandaron pregonar que los que quisiesen quedar a poblar la tierra lo dijesen y los que quisiesen irse fuera de ella, asimismo; y halláronse ciento diez hombres que dijeron que querían poblar y los demás todos dijeron que se querían ir con Francisco de las Casas y Gil González, que iban adonde vuestra merced estaba y había entre éstos veinte de caballo y de esta gente fuimos los que en esta villa estamos. Y luego el dicho Francisco de las Casas nos dio todo lo que hubimos menester y nos señaló un capitán y nos mandó venir a esta costa y que en ella poblásemos por vuestra merced en nombre de su majestad y señaló alcaldes, regidores, escribano, procurador del concejo de la villa y alguacil y nos mandó que se nombrase la villa de Trujillo y nos prometió y dio su fe, como caballero, que él haría que vuestra merced nos proveyese muy brevemente de más gente, armas, caballos, bastimentos y todo lo necesario para apaciguar la tierra y nos dio dos lenguas, una india y un cristiano que muy bien la sabían. Así, partimos de él para venir a hacer lo que él nos mandó y para que más brevemente vuestra merced lo supiese, despachó un bergantín porque por la mar llegaría más aína la nueva y vuestra merced nos proveería, más presto; y llegados al puerto de San Andrés o de Caballos, hallamos allí una carabela que había venido de las islas y porque allí en aquel puerto no nos pareció que había aparejo para poblar y teníamos noticia de este puerto, fletamos la dicha carabela y metímoslo todo y se metió con ello el capitán y con él cuarenta hombres y quedamos por tierra todos los de caballo y la otra gente, sin traer más de sendas camisas, por venir más livianos y desembarazados por si algo nos acaeciese por el camino y el capitán dio su poder a uno de los alcaldes, que es el que aquí está, a quien mandó que obedeciésemos en su ausencia, porque el otro alcalde se iba con él en la carabela. Y así, nos partimos los unos de los otros para venirnos a juntar a este puerto y por el camino se nos ofrecieron algunos reencuentros con los naturales de la tierra y nos mataron dos españoles y algunos de los indios que traíamos de nuestro servicio.
"Llegados a este puerto harto destrozados y desherrados los caballos, pero alegres creyendo hallar al capitán, nuestro fardaje y armas, que habíamos enviado en la carabela y no hallamos cosa ninguna; que nos fue harta fatiga, por vernos así desnudos, sin armas y sin herraje, que todo lo había llevado el capitán en la carabela y estuvimos con harta perplejidad, no sabiendo qué hacernos. En fin acordamos esperar el remedio de vuestra merced, porque le teníamos por muy cierto y luego asentamos nuestra villa y se tomó la posesión de la tierra por vuestra merced en nombre de su majestad y así se asentó por auto, como vuestra merced lo verá, ante el escribano del cabildo y desde ahí a cinco o seis días amaneció en este puerto una carabela surta bien dos leguas de aquí y luego fue el alguacil en una canoa allá a saber qué carabela era y nos trajo nueva cómo era un bachiller Pedro Moreno, vecino de la isla Española, que venía por mandado de los jueces que en la dicha isla residen, a estas partes a entender en ciertas cosas entre Cristóbal de Olid y Gil González y que traía muchos bastimentos y armas en aquella carabela, que todo era de su majestad.
Fuimos todos muy alegres con esta nueva y dimos muchas gracias a Nuestro Señor, creyendo que éramos remediados de nuestra necesidad y luego fue allá el alcalde y los regidores y algunos de los vecinos para rogarle que nos proveyese y contarle nuestra necesidad y como allá llegaron se puso su gente armada en la carabela y no consintió que ninguno entrase dentro y cuando mucho se acabó con él, fue que entrasen cuatro o cinco y sin armas y así entraron y ante todas cosas le dijeron cómo estaban aquí poblados por vuestra merced en nombre de su majestad y que a causa de habérsenos ido en una carabela el capitán con todo lo que teníamos, estábamos con muy gran necesidad, así de bastimentos, armas, herraje, como de vestidos y otras cosas y que pues Dios le había traído allí para nuestro remedio y lo que traía era de su majestad, que le rogábamos y pedíamos nos proveyese, porque en ello se servirla su majestad y demás nosotros nos obligaríamos a pagar todo lo que nos diese. Y él nos respondió que él no venía a proveernos, ni nos daría cosa alguna de lo que traía si no se lo pagásemos luego en oro o le diésemos esclavos de la tierra en precio.
"Y dos mercaderes que en el navío venían y un Gaspar Troche, vecino de la isla de San Juan, le dijeron que nos diese todo lo que le pidiésemos y que ellos se lo obligarían de pagarlo al plazo que quisiese, hasta en cinco o seis mil castellanos, pues sabía que eran abonados para pagarlo y que ellos querían hacer esto porque en ello servían a su majestad y tenían por cierto que vuestra merced se lo pagaría, demás de agradecérselo. Y ni por esto nunca jamás quiso darnos la menor cosa del mundo; antes nos dijo que nos fuésemos con Dios, que él se quería ir y así nos echó fuera de la carabela y echó fuera tras nosotros a un Juan Ruano que traía consigo, el cual había sido el principal movedor de la traición de Cristóbal de Olid y éste habló secretamente al alcalde, a los regidores y a algunos de nosotros y nos dijo que si hiciésemos lo que él nos dijese, que él haría que el bachiller nos diese todo lo que hubiésemos menester y aun que haría con los jueces que residen en la Española que no pagásemos nada de lo que él nos diese y que él volvería luego a la Española y haría a los dichos jueces que nos proveyesen de gente, caballos, armas, bastimentos y de todo lo necesario y que volvería el dicho bachiller muy presto con todo esto y con poder de los dichos jueces para ser nuestro capitán.
"Y preguntando qué era lo que habíamos de hacer, dijo que ante todas las cosas, reponer los oficios reales que tenían el alcalde, los regidores, tesoreros, contador y veedor que habían quedado en nombre de vuestra merced y pedir al dicho bachiller que nos diese por capitán al dicho Juan Ruano y que queríamos estar por los jueces y no por vuestra merced y que todos firmásemos este pedimento y jurásemos de obedecer y tener al dicho Juan Ruano por nuestro capitán y que si alguna gente o mandado de vuestra merced viniese, que no le obedeciésemos y que si en algo se pusiese, que lo resistiésemos con mano armada. Nosotros le respondimos que eso no se podía hacer, porque habíamos jurado otra cosa y que nosotros por su majestad estábamos y por vuestra merced en su nombre, como su capitán y gobernador y que no haríamos otra cosa. El dicho Juan Ruano nos tornó a decir que determinásemos de hacerlo o dejarnos morir; que de otra manera, que el bachiller no nos daría ni un jarro de agua y que supiésemos cierto que en sabiendo que no lo queríamos hacer, se iría y nos dejarla así perdidos; por eso, que mirásemos bien en ello. Y así nos juntamos y constreñidos de gran necesidad, acordamos de hacer todo lo que él quisiese, por no morirnos o que los indios no nos matasen, como estábamos, desarmados. Y respondimos al dicho Juan Ruano que nosotros éramos contentos de hacer todo lo que él decía y con esto se fue a la carabela y salió el dicho bachiller en tierra con mucha gente armada y el dicho Juan Ruano ordenó el pedimento para que le pidiésemos por nuestro capitán y todos los más los firmamos y le juramos y el alcalde, regidores, tesorero, contador y veedor, dejaron sus oficios y quitó el nombre a la villa y le puso la villa de la Ascensión e hizo ciertos autos cómo quedábamos por los jueces y no por vuestra merced.
"Y luego nos dio todo cuanto le pedimos e hizo hacer una entrada y trajimos cierta gente, los cuales se herraron por esclavos y él se los llevó y aun no quiso que se pagase de ellos quinto a su majestad y mandó que para los derechos reales no hubiese tesorero ni contador ni veedor, sino que el dicho Juan Ruano, que nos dejó por capitán, lo tomase todo en sí, sin otro libro ni cuenta ni razón y así, se fue, dejándonos por capitán al dicho Juan Ruano y dejándole cierta forma de requerimiento que hiciese si alguna gente de vuestra merced aquí viniese. Y nos prometió que muy presto volvería con mucho poder que nadie bastase a resistirle y después de él ido, viendo nosotros que lo hecho no convenía a servicio de su majestad y que era dar causa a más escándalos de los pasados, prendimos al dicho Juan Ruano y lo enviamos a las islas y el alcalde y regidores tornaron a usar sus oficios como de primero y así hemos estado por vuestra merced en nombre de su majestad y os pedimos, señor, que las cosas pasadas con Cristóbal de Olid nos perdonéis, porque también fuimos forzados como esta otra vez".
Yo les respondí que las cosas pasadas con Cristóbal de Olid que yo se las perdonaba en nombre de vuestra majestad y que en lo que ahora habían hecho no tenían culpa, pues por necesidad habían sido constreñidos y que de aquí adelante no fuesen autores de semejantes novedades ni escándalos, porque de ello vuestra majestad se deservía y ellos serían castigados por todo. Y porque más cierto creyesen que las cosas pasadas yo olvidaba y que jamás tendría memoria de ellas, antes en nombre de vuestra majestad los ayudaría y favorecería en lo que pudiese, haciendo ellos lo que deben como leales vasallos de vuestra majestad y que yo en su real nombre les confirmaba los oficios de alcaldías y regimientos que Francisco de las Casas en mi nombre, como mi teniente, les había dado; de que ellos quedaron muy contentos y aun harto sin temor que les serían demandadas sus culpas. Y porque me certificaron que aquel bachiller Moreno vendría muy presto con mucha gente y despachos de aquellos jueces que residen en la isla Española, por entonces no me quise apartar del puerto para entrar la tierra adentro. Pero informado de los vecinos, supe de ciertos pueblos de los naturales de la tierra, que están a seis y siete leguas de esta villa y dijéronme que habían habido con ellos ciertos reencuentros yendo a buscar de comer y que algunos de ellos parecía que si tuvieran lengua con que entenderse con ellos, se apaciguarían, porque por señas habían conocido de ellos buena voluntad; aunque ellos no les habían hecho buenas obras, antes salteándolos les había tomado ciertas mujeres y muchachos, las cuales aquel bachiller Moreno había herrado por esclavos y llevádolos en su navío; de que Dios sabe cuánto me peso, porque conocí el gran daño que de allí se seguirla.
Y en los navíos que envié a las islas lo escribí a aquellos jueces y les envié muy larga probanza de todo lo que aquel bachiller en aquella villa había hecho y con ella una carta de justicia, requiriéndoles de parte de vuestra majestad me enviaba aquí aquel bachiller preso y a buen recaudo y con él a todos los naturales de esta tierra que había llevado por esclavos, pues había sido hecho contra todo derecho, como verían por la probanza que de ello les enviaba. No sé lo que harán sobre ello, lo que me respondieren haré saber a vuestra majestad.
Pasados dos días después que llegué a este puerto y villa de Trujillo, envié un español que entiende la lengua y con él tres indios de los naturales de Culúa, a aquellos pueblos que los vecinos me habían dicho e informé bien al español e indios lo que habían de decir a los señores y naturales de los dichos pueblos, en especial hacerles saber cómo era yo el que era venido a estas partes, porque a causa del mucho trato, en mucha de ellas tienen de mí noticia y de las cosas de México por vías de mercaderes. Y a los primeros pueblos que fueron fue uno que se dice Chapagua y a otro que se dice Papayeca, que están siete leguas de esta villa y dos leguas el uno del otro. Son pueblos muy principales, según después ha parecido; porque el de papayeca tiene dieciocho pueblos sujetos y el de Chapagua diez.
Y quiso Nuestro Señor, que tiene especial cuidado, según cada día vemos por experiencia, de hacer las cosas de vuestra majestad, que oyesen la embajada con mucha atención y enviaron con estos mensajeros otros suyos para que viesen más por entero si era verdad lo que aquéllos les habían dicho y venidos, yo los recibí muy bien y di algunas cosillas y los torné a hablar con la lengua que yo conmigo llevé, porque la de Culúa y ésta es casi una, excepto que difieren en alguna pronunciación y en algunos vocablos y les torné a certificar lo que de mi parte se les había dicho y les dije otras cosas que me pareció convenían para su seguridad y les rogué mucho que dijesen a sus señores que me viniesen a ver y con esto se despidieron de mí muy contentos. Y de ahí a cinco días vino de parte de los de Chapagua una persona principal, que se dice Montamal, señor, según pareció, de un pueblo de los sujetos a la dicha Chapagua, que se llama Telica y de parte de los de Papayeca vino otro señor de otro pueblo sujeto que se llama Cecoatl su pueblo, Coabata y trajeron algún bastimento de maíz, aves y algunas frutas y dijeron que ellos venían de parte de sus señores que yo les dijese lo que yo quería y la causa de mi venida a aquella tierra y que ellos no venían a verme porque tenían mucho temor de que los llevasen en los navíos, como habían hecho a cierta gente que los cristianos que primero aquí vinieron les habían tomado. Yo les dije cuánto a mí me había pesado de aquel hecho; pero que fuesen ciertos que de ahí adelante no les sería hecho agravio; antes yo enviaría a buscar aquellos que les habían llevado y se los haría volver. ¡Plega Dios que aquellos licenciados no me hagan caer en falta, que gran temor tengo que no me los han de enviar! Antes han de tener forma para disculpar al dicho bachiller Moreno, que los llevó; porque no creo yo que él hizo por acá cosa que no fuese por instrucción de ellos y por su mandado.
En respuesta de lo que aquellos mensajeros me preguntaron acerca de la causa de mi ida a aquella tierra, les dije que ya yo creía que ellos tenían noticia cómo había ocho años que yo había venido a la provincia de Culúa y como Mutezuma, señor que a la sazón era de la gran ciudad de Temixtitan y de toda aquella tierra, informado por mí cómo yo era enviado por vuestra majestad, a quien todo el universo es sujeto, para ver y visitar estas partes en el real nombre de vuestra excelencia, luego me había recibido muy bien y reconocido lo que a vuestra grandeza debía y que así lo habían hecho todos los otros señores de la tierra y todas las otras cosas que hacían al caso que acá me habían acaecido y que por que yo traje mandado de vuestra majestad que viese y visitase toda la tierra, sin dejar cosa alguna e hiciese en ella pueblos de cristianos para que les hiciesen entender la orden que habían de tener, así para la conservación de sus personas y haciendas, como por la salvación de sus ánimas y que ésta era la causa de mi venida y que fuesen ciertos que de ella se les había de seguir mucho provecho y ningún daño y que los que fuesen obedientes a los mandamientos reales de vuestra majestad habían de ser muy bien tratados y mantenido en justicia y los que fuesen rebeldes serían castigados y otras muchas cosas que les dije a este propósito. Y por no dar a vuestra majestad importunidad con larga escritura y porque no son de mucha calidad, no las relato aquí.
A estos mensajeros di algunas cosillas que ellos estiman, aunque entre nosotros son de poco precio y fueron muy alegres y luego volvieron con bastimentos y gente para talar el sitio del pueblo, que era una gran montaña, porque yo se lo rogué cuando se fueron. Aunque los señores por entonces no vinieron a verme, yo disimulé con ellos, haciendo que no se me daba nada y les rogué que ellos enviasen mensajeros a todos los pueblos comarcanos, haciéndoles saber todo lo que yo les había dicho y que les rogasen de mi parte que me viniesen a ayudar a hacer aquel pueblo y así lo hicieron. Que en pocos días vinieron de quince o dieciseis pueblos, digo señoríos, por sí y todos con muestra de buena voluntad se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra majestad y trajeron gente para ayudar a talar el pueblo y bastimentos, con que nos mantuvimos hasta que vino socorro de los navíos que yo envié a las islas.
En este tiempo despaché los tres navíos y otro que después vino, que asimismo compre y con ellos todos aquellos dolientes que habían quedado vivos. El uno vino a los puertos de esta Nueva España, y escribí en él largo a los oficiales de vuestra majestad que yo dejé en mi lugar y a todos los concejos, dándoles cuenta de lo que yo por allá había hecho y de la necesidad que había de detenerme yo algún tiempo por aquellas partes y rogándoles y encargándoles mucho lo que les había quedado a cargo y dándoles mi parecer de algunas cosas que convenía que se hiciesen y mandé a este navío que se viniese por la isla de Cozumel, que está en el camino y trajese de allí ciertos españoles que un Valenzuela, que se había alzado con un navío y robado el pueblo que primero fundó Cristóbal de Olid, allí había dejado aislados, que tenía información que eran más de sesenta personas. El otro navío, que a la postre compré en la cala, envié a la isla de Cuba y a la villa de la Trinidad a que cargase de carne, caballos y gente y se viniese con la más brevedad que fuese posible. El otro envié a la isla de Jamaica a que hiciese lo mismo. El carabelón o bergantín que yo hice, envié a la isla Española y en él un criado mío, con quien escribí a vuestra majestad y a aquellos licenciados que en la dicha villa residen. Y según después pareció, ninguno de estos navíos hizo el viaje que llevó mandado; porque el que iba a Cuba y a la Trinidad, aportó a Guaniguanico y hubo de ir cincuenta leguas por tierra a la villa de la Habana a buscar carga y cuando éste vino, que fue el primero, me trajo nueva cómo el navío que venía a esta Nueva España había tomado la gente de Cozumel y que después había dado al través en la isla de Cuba, en la punta que se llama de San Antón o de Corrientes y que se había perdido cuanto llevaba y se había ahogado un primo mío que se decía Juan de Avalos, que iba por el capitán de él y los dos frailes franciscanos que habían ido conmigo, que también venían dentro y treinta y tantas otras personas, que me llevó por copia y las que habían salido a tierra habían andado perdidas por los montes sin saber adónde iban y de hambre se habían muerto casi todos; que de ochenta y tantas personas no habían quedado vivos sino quince, que a dicha aportaron a aquel puerto de Guaniguanico, donde estaba surto aquel navío mío. Que allí había una estancia de un vecino de la Habana, donde cargó mi navío porque había muchos bastimentos y allí se remediaron aquellos que quedaron vivos. Dios sabe lo que sentí en esta pérdida; porque, demás de perder deudos y criados y muchos coseletes, escopetas y ballestas y otras armas que iban en el dicho navío, sentí más no haber llegado mis despachos, por lo que adelante vuestra majestad verá.
El otro navío que iba a la Jamaica y el que iba a la Española, aportaron a la Trinidad, en la isla de Cuba y allí hallaron el licenciado Alonso de Zuazo, que yo dejé por justicia mayor y por uno de los encargados en la gobernación de esta Nueva España y hallaron un navío en el dicho puerto que aquellos licenciados enviaron a la Nueva España a certificar de la nueva que allá se decía de mi muerte. Y como el navío supo de mí, mudó su viaje, porque traía treinta y dos caballos y algunas cosas de la jineta y otros bastimentos, creyendo venderlos mejor donde yo estaba y en este navío me escribió el dicho licenciado Alonso de Zuazo cómo en esta Nueva España había muy grandes escándalos y alborotos entre los oficiales de vuestra majestad y que habían echado fama que yo era muerto y se habían pregonado por gobernadores los dos de ellos y hecho que los jurasen por tales y que habían prendido al dicho licenciado Zuazo y a los otros dos oficiales y a Rodrigo, de Paz, a quien yo dejé mi casa y hacienda, la cual habían saqueado y quitado las justicias que yo deje y puesto otras muchas cosas que, por ser largas y porque envío la misma carta original a vuestra majestad, donde las mandará ver, no las expreso aquí.
Ya puede vuestra majestad considerar lo que yo sentí de estas nuevas, en especial en saber el Pago que aquéllos daban a mis servicios, dándome por galardón saquearme la casa, aunque fuera verdad que yo fuera muerto; que aunque quisieran decir o dar por color que yo debía a vuestra majestad sesenta y tantos mil pesos de oro, no ignoran ellos que no los debo, antes se me deben más de ciento cincuenta mil otros, que he gastado y no mal gastado, en servicio de vuestra majestad.
Luego pensé en el remedio, y parecióme por una parte que yo debía meterme en aquel navío y venir a remediar y castigar tan grande atrevimiento; porque ya por acá todos piensan, en viéndose ausentes con un cargo, que si no hacen befa, no portan penacho. Que también otro capitán que el gobernador Pedro Arias envió allí a Nicaragua, está también alzado de su obediencia, como adelante daré a vuestra excelencia más larga cuenta de esto; por otra parte dolíame el ánimo dejar aquella tierra en el estado y coyuntura que la dejaba, porque era perderse totalmente; y tengo por muy cierto que en ella vuestra majestad ha de ser muy servido y que ha de ser otra Culúa; porque tengo noticia de muy grandes y ricas provincias, y de grandes señores en ella, de mucha manera y servicio, en especial de una que llaman Hueitapalan, y en otra lengua Xucutaco, que ha seis años que tengo noticia de ella, y por todo este camino he venido en su rastro, y tuve por nueva muy cierta que está ocho o diez jornadas de aquella villa de Trujillo, que puede ser cincuenta o sesenta leguas. Y de ésta hay tan grandes nuevas, que es cosa de admiración lo que de ella se dice, que aunque falten los dos tercios, hace mucha ventaja a esta de México en riqueza, e iguálale en grandeza de pueblos y multitud de gente y policía de ella. Estando en esta perplejidad, consideré que ninguna cosa puede ser bien hecha ni guiada si no es por mano del Hacedor y Movedor de tropas, e hice decir misas y hacer procesiones y otros sacrificios, suplicando a Dios me encaminase en aquello en que él más se sirviese.
Y después de hecho esto por algunos días, parecióme que todavía debía posponer todas las cosas e ir a remediar aquellos daños; y dejé en aquella villa hasta treinta y cinco de caballo y cincuenta peones, y con ellos por mi lugarteniente a un primo mío que se dice Hernando de Saavedra, hermano del Juan de Avalos, que murió en la nao que venía a esta ciudad; y después de dejarle instrucción y la mejor orden que yo pude de lo que había de hacer, y después de haber hablado a algunos de los señores naturales de esta tierra, que ya habían venido a verme, me embarqué en el dicho navío con los criados de mi casa, y envié a mandar a la gente que estaba en Naco que se fuesen por tierra por el camino que fue Francisco de las Casas, que es por la costa del sur, a salir adonde está Pedro de Alvarado, porque ya estaba el camino muy sabido y seguro, y era gente harta para pasar por donde quisiera. Y envié también a la otra villa de la Natividad de Nuestra Señora instrucción de lo que había de hacer, y embarcado con buen tiempo, teniendo ya la postrera ancla a pique, calmó el tiempo de manera que no pude salir, y otro día por la mañana fueme nueva al navío que entre la gente que dejaba en aquella villa había ciertas murmuraciones, de que si esperaban escándalos siendo yo ausente, y por esto, y porque no hacía tiempo para navegar, torne a saltar a tierra y hube mi información y con castigar algunos movedores, quedó muy pacífico. Estuve dos días en tierra, que no hubo tiempo para salir del puerto, y al tercero día vino muy buen tiempo, y tornéme a embarcar y hacer a la vela, e yendo dos leguas de donde partí, que doblaba ya una punta que el puerto hace muy larga, quebróseme la entena mayor, y fue forzado volver al puerto a aderezarla; estuve otros tres días aderezándola, y partime con muy buen tiempo otra vez, y anduve con él dos noches y un día, y habiendo andado cincuenta leguas y más, diónos tan recio tiempo de norte, muy contrario, que nos quebró el mástil del trinquete por los tamboretes, y fue forzado con harto trabajo volver al puerto, donde llegados, dimos todos muchas gracias a Dios, porque pensamos perdernos, y yo y toda la gente venimos tan maltratados de la mar, que nos fue necesario tomar algún reposo, y en tanto que el tiempo se abonanzaba y el navío se aderezaba, salí en tierra con toda la gente, y viendo que habiendo salido tres veces a la mar con buen tiempo me había vuelto, pensé que no era Dios servido que esta tierra se dejase así, y aun penselo porque algunos de los indios que habían quedado de paz estaban algo alborotados.
Y torné de nuevo a encomendarlo a Dios y hacer procesiones y decir misas, y asentóseme que con enviar yo aquel navío en que yo había de venir a esta Nueva España, y en él mi poder para Francisco de las Casas, mi primo, y escribir a los consejos y a los oficiales de vuestra majestad, reprehendiéndoles su yerro, enviando algunas personas principales de los indios que conmigo vinieron, para que los que acá quedaron creyesen que no era yo muerto, como allá se había publicado, se apaciguaría todo y yo daría fin a lo que acá tenía comenzado, y así lo preveí, aunque no proveí muchas cosas que proveyera si supiera a esta sazón la pérdida del navío que había enviado primero, y dejelo porque en él lo había proveído todo muy cumplidamente, y tenia por cierto que ya estaba allá muchos días había, en especial el despacho de los navíos de la mar del Sur, que había despachado en aquel navío como convenía.
Después de haber despachado este navío para esta Nueva España, porque yo quedé muy malo de la mar, y hasta ahora lo estoy, no pude entrar la tierra dentro, y también por esperar a los navíos que habían de venir de las islas y proveer otras cosas que convenía, envié al teniente que aquí dejaba, con treinta de caballo y otros tantos peones, que entrasen en la tierra adentro, y fueron hasta treinta y cinco leguas de aquella villa por un muy hermoso valle poblado de muchos y muy grandes pueblos, abundoso de todas las cosas que en la tierra hay; muy aparejo para criar en toda ella todo género de ganado, y plantar todas y cualesquier plantas de nuestra nación, y sin haber reencuentro con los naturales de la tierra, sino hablándoles con las leguas y con los naturales de la tierra, que ya teníamos por amigos, los atrajeron todos de paz, y vinieron ante mí principales y con muestra de buena voluntad se ofrecieron por súbditos de vuestra alteza, prometiendo de ser obedientes a sus reales mandamientos. Y así lo han hecho y lo hacen hasta ahora; que después acá, hasta que yo me partí, nunca había faltado gente de ellos en mi compañía, y casi cada día iban unos y venían otros, y traían bastimentos y servían en todo lo que se les mandaba. Plega a nuestro Señor de los conservar y llegar al fin que vuestra majestad desea; y yo así tengo por fe que será, porque de tan buen principio no se puede esperar mal fin, sino por culpa de los que tenemos el cargo.
La provincia de Papayeca y la de Chapagua, que dije que fueron las primeras que se ofrecieron al servicio de vuestra majestad y por nuestros amigos, fueron los que cuando yo me embarqué hallé alborotados, y como yo me volví, tuvieron algún temor y enviéles mensajeros asegurándolos; y algunos de los de Chapagua vinieron, aunque no los señores, y siempre tuvieron despoblados sus pueblos de mujeres e hijos y haciendas, aunque en ellos había algunos hombres que venían aquí a servir, híceles muchos requerimientos sobre que se viniesen a sus pueblos, y jamás quisieron, diciendo hoy, más mañana. Y tuve manera como hube a las manos los señores que son tres, que el uno se llama Chicohuytl; y el otro Poto, y el otro Mendereto; y habidos, prendilos y diles cierto término, dentro del cual les mandé que poblasen sus pueblos y no estuviesen en las sierras, con apercibimiento que no lo haciendo serían castigados como rebeldes; y así, los poblaron, y los solté, y están muy pacíficos y seguros y sirven muy bien.
Los de Papayeca jamás quisieron parecer, en especial los señores, y toda la gente que tenían en los montes consigo, despoblados sus pueblos; y puesto que muchas veces fueron requeridos jamás quisieron ser obedientes; envié allá una capitanía de gente de caballo y de pie, y muchos de los indios amigos, naturales de aquella tierra, y saltearon una noche a uno de aquellos señores, que son dos, que se llama Pizacura, y prendiéronle, y preguntado por qué había sido malo y no quería ser obediente, dijo que ya se hubiera venido, sino que el otro su compañero, que se llama Mazatl, era más parte con la comunidad, y que éste no consentía; pero que le soltasen a él, y que él trabajaría de espiarle para que le prendiesen; y que si lo ahorcasen, que luego la gente estaría pacífica y se vendrían todos a sus pueblos, porque él los recogería, no teniendo contradicción; y así, le soltaron, y fue causa de mayor daño según ha aparecido después. Ciertos indios nuestros amigos de los naturales de aquella tierra, espiaron al dicho Mazatl, y guiaron a ciertos españoles donde estaba, y fue preso; notificáronle lo que su compañero Pizacura había dicho de él, y mandósele que dentro de cierto término trajese la gente a poblar en sus pueblos, y no estuviese por las sierras; jamás se pudo acabar con él. Hízose contra él proceso, y sentencióse a muerte la cual se ejecutó en su persona.
Ha sido gran ejemplo para los demás; porque luego algunos pueblos que estaban así algo levantados, se vinieron a sus casas, y no hay pueblo que no este muy seguro con sus hijos y mujeres y haciendas, excepto este Papayeca, que jamás se ha querido asegurar. Después que se soltó aquel Pizacura, se hizo proceso contra ellos, e hízoles guerra y prendiéronse hasta cien personas, que se dieron por esclavos, y entre ellos se prendió a Pizacura, el cual no quise sentenciar a muerte, puesto que por el proceso que contra él estaba hecho se pudiera hacer; antes le traje conmigo a esta ciudad con otros dos señores de otros pueblos que también habían andado algo levantados con intención que viesen las cosas de esta Nueva España, y tornarlos a enviar para que allá notificasen la manera que se tenía con los naturales de acá, y cómo servían para que ellos lo hiciesen así: y este Pizacura murió de enfermedad y los otros dos están buenos, y los enviaré habiendo oportunidad. Con la prisión de éste y de otro mancebo que pareció ser el señor natural, y con el castigo de haber hecho esclavos aquellas ciento y tantas personas que se prendieron, se aseguró toda esta provincia y cuando yo de allá partí quedaban todos los pueblos de ella, pobladan y muy seguros y repartidos en los españoles, y servían de muy buena voluntad al parecer.
A esta sazón llegó a aquella villa de Trujillo un capitán con hasta veinte hombres de los que yo había dejado en Naco con Gonzalo de Sandoval, y de los de la compañía de Francisco Hernández, capitán que Pedro Arias Dávila, gobernador de vuestra majestad, envió a la provincia de Nicaragua; de los cuales supe cómo al dicho pueblo de Naco había llegado un capitán del dicho Francisco Hernández, con hasta cuarenta hombres de pie y de caballo que venía a aquel puerto de la bahía de San Andrés a buscar al bachiller Pedro Moreno, que los jueces que residen en la isla Española habían enviado a aquellas partes, como ya tengo hecha relación a vuestra majestad; el cual, según parece, había escrito al dicho Francisco Hernández para que se rebelase de la obediencia de su gobernador, como había hecho a la gente que dejaron Gil González y Francisco de las Casas, y venía aquel capitán a le hablar de parte del dicho Francisco Hernández, para se concertar con él para se quitar de la obediencia de su gobernador, y darla a los dichos jueces que en la dicha isla Española residen, según pareció por ciertas cartas que traían. Luego los torné a despachar, y con ellos escribí al dicho Francisco Hernández y a toda la gente que con él estaba en general, y particularmente a algunos de los capitanes de su compañía que yo conocía, reprendiéndoles la fealdad que en aquello hacían, y cómo aquel bachiller los había engañado, y certificándoles cuánto de ello sería vuestra majestad servido y otras cosas que me pareció convenía escribirlas para los apartar de aquel camino errado que llevaban. Y porque algunas de las causas que daban para abonar su propósito eran decir que estaban tan lejos de donde el dicho Pedro Arias de Dávila estaba, que para ser proveídos de las cosas necesarias recibían mucho trabajo y costa, y aun no podían ser proveídos y siempre estaban con mucha necesidad de las cosas y provisiones de España; y que por aquellos puertos que yo tenía poblados en nombre de vuestra majestad lo podían hacer más fácilmente; y que el dicho bachiller les había escrito que él dejaba toda aquella tierra poblada por los dichos jueces, e iba a volver luego con mucha gente y bastimentos. Le escribí que yo dejaría mandado en aquellos puertos que se les diesen todas las cosas que hubiesen menester por que allí enviasen, y que se tuviese con ellos toda contratación y buena amistad, pues los unos y los otros éramos y somos vasallos de vuestra majestad y estábamos en su real servicio, y que esto se había de entender, estando ellos en obediencia de su gobernador, como eran obligados, y no de otra manera; y porque me dijeron que de la cosa que al presente más necesidad tenían era de herraje para los caballos y de herramientas para buscar minas, les di dos acémilas mías cargadas de herraje y herramientas, y se las envié. Y después que llegaron donde estaba Gonzalo de Sandoval, les dio otras dos acémilas mías cargadas también de herraje, que yo allá tenía.
Y después de partidos éstos vinieron a mí ciertos naturales de la provincia de Huilacho, que es sesenta y cinco lenguas de aquella villa de Trujillo, de quien días había que yo tenía mensajeros, y se habían ofrecido por vasallos de vuestra majestad, y me hicieron saber cómo a su tierra habían llegado veinte de caballos y cuarenta peones, con muchos indios de otras provincias, que traían por amigos; de los cuales habían recibido y recibían mucho agravio y daños, tomándoles sus mujeres e hijos y haciendas, y que me rogaban los remediase, pues ellos se habían ofrecido por mis amigos, y yo les había prometido que los ampararía y defendería de quien mal les hiciese. Y luego que me envió Hernando de Saavedra, mi primo, a quien yo dejé por teniente en aquellas partes, que estaba a la sazón pacificando a aquella provincia de Papaeca, dos hombres de aquella gente que de los indios se vinieron a quejar, que venían por mandado de su capitán en busca de aquel pueblo de Trujillo, porque los indios les dijeron que estaba cerca, y que podían venir sin temor, porque toda la tierra estaba de paz; y de éstos supe que aquella gente era de la del dicho Francisco Hernández, y que venían en busca de aquel puerto, y que venían en busca de aquel puerto, y que venía por su capitán un Gabriel de Rojas, luego despaché con estos dos hombres y con los indios que se habían venido a quejar, un alguacil con un mandamiento mío para el dicho Gabriel de Rojas, para que luego saliese de la dicha provincia, y volviese a los naturales todos los indios e indias y otras cosas que les hubiese tomado, y demás de esto le escribí una carta para que si alguna cosa hubiese menester, me lo hiciese saber, porque se lo proveería de muy buena voluntad, si yo la tuviese.
El cual, visto mi mandamiento y carta, lo hizo luego y los naturales de la dicha provincia quedaron muy contentos, aunque después me tornaron a decir los dichos indios que venido el alguacil que yo envié, les habían llevado algunos. Con este capitán torné otra vez a escribir al dicho Francisco Hernández, ofreciéndole todo lo que yo allí tuviese, de que él y su gente tuviesen necesidad, porque de ello creí vuestra majestad era muy servido, y encargándole todavía la obediencia de su gobernador. No sé lo que después acá ha sucedido, aunque supe del alguacil que yo envié y de los que con él fueron que estando todos juntos le había llegado una carta al dicho Gabriel de Rojas de Francisco Hernández, su capitán, en el que le rogaba que a mucha prisa se fuese a juntar con él, porque entre la gente que con él había quedado había mucha discordia, y se le habían alzado dos capitanes, el uno que se decía Soto, y el otro Andrés Garabito; los cuales diz que se le habían alzado porque supieron la mudanza que él quería hacer contra su gobernador. Ello quedaba ya de manera, que ya no puede ser sino que resulte mucho daño, así en los españoles como en los naturales de la tierra; de donde vuestra majestad puede considerar el daño que se sigue de estos bullicios, y cuánta necesidad hay de castigo en los que los mueven y causan.
Yo quise luego ir a Nicaragua, creyendo poner algún remedio, porque vuestra majestad fuera muy servido si se pudiera hacer; y estádolo aderezando, y aun abriendo ya el camino de un puerto que hay algo áspero, llegó al puerto de aquella villa de Trujillo el navío que yo había enviado a esta Nueva España, y en él un primo mío, fraile de la Orden de San Francisco, que se dice fray Diego Altamirano, de quien supe, y de las cartas que me llevó, los muchos desasosiegos, escándalos y alborotos que entre los oficiales de vuestra majestad que yo había dejado en mi lugar se habían ofrecido y aún había, y la mucha necesidad que había de venir yo a los remediar. Y a esta causa cesó mi ida a Nicaragua y mi vuelta por la costa del sur, donde creo Dios y vuestra majestad fueran muy servidos a causa de las muchas y grandes provincias que en el camino hay; que puesto que algunas de ellas están en paz, quedarían más reafirmadas en el servicio de vuestra majestad con mi ida por ellas, mayormente aquellas de Utlatan y Guatemala, donde siempre ha residido Pedro de Alvarado, que, después que se rebelaron por cierto mal tratamiento, jamás se han apaciguado antes han hecho y hacen mucho daño en los españoles que allí están y en los amigos sus comarcanos, y en los amigos sus comarcanos, porque es la tierra áspera y de mucha gente, y muy belicosa y ardidas en la guerra, y han inventado muchos géneros de defensa y ofensas haciendo hoyos y otros muchos genios para matar los caballos, donde han muerto muchos.
De tal manera, que aunque siempre el dicho Pedro de Alvarado les ha hecho y hace guerra con más de doscientos de caballo y quinientos peones y más de cinco mil indios amigos y aun de diez algunas veces, nunca ha podido ni puede atraerlos al servicio de vuestra majestad; antes de cada día se fortalecen más y se refuerzan de gentes que a ellos llegan y creo yo, siendo Nuestro Señor servido, que si yo por allí viniera, que por amor o por otra manera los atrajera a lo bueno, porque algunas provincias que se rebelaron por los malos tratamientos que en mi ausencia recibieron y fueron contra ellas más de ciento y tantos de caballo y trescientos peones y por el capitán veedor que aquel tiempo gobernaba y mucha artillería y mucho número de indios amigos, no pudieron con ellos; antes les mataron diez o doce hombres españoles y muchos indios y se quedó como antes; y venido yo, con un mensajero que les envié, donde supieron mi venida, sin ninguna dilación vinieron a mí las personas principales de aquella provincia que se dice Coatlan y me dijeron la causa de su alzamiento, que fue harto justa, porque el que los tenía encomendados había quemado ocho señores principales, que los cinco murieron luego y los otros dende a pocos días y puesto que pidieron justicia, no les fue hecha y yo les consolé de manera que fueron contentos y están hoy pacíficos y sirven como antes que yo me fuese, sin guerra ni riesgo alguno y así creo que hicieron los otros pueblos que estaban de esta condición en la provincia de Coazacoalco; en sabiendo mi venida a la tierra, sin yo enviarles mensajero, se apaciguaron.
Ya, muy católico señor, hice a vuestra majestad relación de ciertas isletas que están frontero de aquel puerto de Honduras, que llaman los Guanajos, que algunas de ellas están despobladas a causa de las armadas que han hecho de las islas y llevado muchos naturales de ellas por esclavos y en algunas de ellas había quedado alguna gente y supe que de la isla de Cuba y de la de Jamaica, nuevamente habían armado para ir a ellas, ara acabarlas de asolar y destruir y para remedio envié una carabela que buscase por las dichas islas el armada y les requiriese de parte de vuestra majestad que no entrasen en ellas ni hiciesen daño a los naturales, porque yo pensaba apaciguarlos y traerlos al servicio de vuestra majestad; porque, por medio de algunos que se habían pasado a vivir a la tierra firme, yo tenía inteligencia con ellos. La cual dicha carabela topó en una de las dichas islas, que se dice Huitila, otra de la dicha armada, que era un capitán Rodrigo de Merlo y el capitán de mi carabela le atrajo con la suya y con toda la gente que había tomado en aquellas islas, allí donde yo estaba. La cual dicha gente yo luego hice llevar a las islas donde los habían tomado y no procedí contra el capitán porque mostró licencia para ello del gobernador de la isla de Cuba, por virtud de la que ellos tienen de los jueces que residen en la isla Española y así los envié sin que recibiesen otro daño más de tomarles la gente que habían tomado de las dichas islas y el capitán y los más de los que venían en su compañía se quedaron por vecinos en aquellas villas, pareciéndoles bien la tierra. Conociendo los señores de aquellas islas la buena obra que de mí habían recibido, e informados de los que en la tierra firme estaban del buen tratamiento que se les hacía, vinieron a mí a darme las gracias de aquel beneficio y se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra alteza y pidieron que les mandase en qué sirviesen. Yo les mandé en nombre de vuestra majestad, que al presente en sus tierras hiciesen muchas labranzas, porque la verdad ellos no pueden servir en otra cosa y así, se fueron y llevaron para cada isla un mandamiento mío para que notificasen a las personas que por allí viniesen, por donde les aseguré en nombre de vuestra cesárea majestad que no recibirían daño; y pidiéronme que les diese un español que estuviese en cada isla con ellos y por la brevedad de mi partida no se pudo proveer, pero dejé mandado al teniente Hernando de Saavedra que lo proveyese.
Luego me metí en aquel navío que me trajo la nueva de las cosas de esta tierra y en él y en otros dos que yo allí tenía se metió alguna gente de los que yo había llevado en mi compañía, que fueron hasta veinte personas con nuestros caballos, porque los demás de ellos quedaron por vecinos en aquellas villas y los otros estaban esperándome en el camino, creyendo que había de ir por tierra, a los cuales envié a mandar que se viniesen ellos, diciéndoles mi partida y la causa de ella; hasta ahora no son llegados, pero tengo nueva cómo vienen.
Dada orden en aquellas villas que en nombre de vuestra majestad dejé pobladas, con harto dolor y pena de no poder acabar de dejarlas tal cual yo pensaba y convenía, a 25 días del mes de abril de 1526 años hice mi camino por la mar con aquellos tres navíos y traje tan buen tiempo, que en cuatro días llegué hasta ciento cincuenta leguas del puerto de Chalchicueca y allí me dio un vendaval muy recio, que no me dejó pasar adelante. Creyendo que amansara, me tuve a la mar un día y una noche y fue tanto el tiempo, que me deshacía los navíos y fue forzado arribar a la isla de Cuba y en seis días tomé el puerto de la Habana, donde salté en tierra y me holgué con los vecinos de aquel pueblo, porque había entre ellos muchos mis amigos del tiempo que yo viví en aquella isla. Y porque los navíos que llevaba recibieron algún detrimento del tiempo que nos tomó en la mar, fue necesario recorrerlos y a esta causa me detuve allí diez días y aun por abreviar mi camino, compré un navío que hallé en el dicho puerto dando carena y dejé allí en el que yo iba, porque hacía mucha agua.
Luego otro día como llegué a aquel puerto, entró en él un navío que, iba de esta Nueva España y al segundo día entró otro y al tercero día otro; de los cuales supe cómo la tierra estaba muy pacífica y segura y en toda tranquilidad y sosiego después de la muerte del factor y veedor, aunque me dijeron que había dejado algunos bullicios y que se habían castigado los movedores de ellos; de que holgué mucho, porque había recibido mucha pena de la vuelta que hice del camino, teniendo algún desasosiego. De allí escribí a vuestra majestad, aunque breve y me partí a 16 días del mes de mayo y traje conmigo hasta treinta personas de los naturales de esta tierra que llevaban aquellos navíos, que de acá fueron escondidamente y en ocho días llegué al puerto de Chalchicueca y no pude entrar en el puerto, a causa de mudarse el tiempo y surgí dos leguas de él, ya casi noche y con un bergantín que topé perdido por la mar y en la barca de mi navío salí aquella noche a tierra y fui a pie a la villa de Medellín, que está a cuatro leguas de donde yo desembarque, sin ser sentido de nadie de los del pueblo y fui a la iglesia a dar gracias a Nuestro Señor y luego fue sabido y los vecinos se regocijaron conmigo y yo con ellos. Aquella noche despaché mensajeros, así a esta ciudad como a todas las villas de la tierra, haciéndoles saber mi venida y proveyendo algunas cosas que me pareció conveniente al servicio de vuestra sacra majestad y al bien de la tierra y por descansar del trabajo del camino estuve en aquella villa once días, donde me vinieron a ver muchos señores de pueblos y otras personas naturales de los de estas partes, que mostraron holgarse con mi venida.
De allí me partí a esta ciudad y estuve en camino quince días y por todo él fui visitado de muchas gentes de los naturales, que hartos de ellos venían de más de ochenta le más, porque todos tenían sus mensajeros por postas para saber de mi venida, como ya la esperaban y así, vinieron en poco tiempo muchos y de muchas partes y muy lejos a verme, los cuales todos lloraban conmigo y me decían palabras tan vivas y lastimeras contándome sus trabajos que en mi ausencia habían padecido, por los malos tratamientos que se les habían hecho y que quebraban el corazón a todos los que oían y aunque de todas las cosas que me dijeron sería dificultoso dar a vuestra majestad copia, pero algunas harto dignas de notar pudiera escribir, que dejo por ser de ore propio.
Llegado a esta ciudad, los vecinos españoles y naturales de ella y de toda la tierra, que allí se juntaron, me recibieron con tanta alegría y regocijo como si yo fuera su propio padre y el tesorero y contador de vuestra majestad salieron a recibirme con mucha gente de pie y de caballo en ordenanza, mostrando la misma voluntad que todos y así me fui derecho a la casa y monasterio de San Francisco, a dar gracias a Nuestro Señor por haberme sacado de tantos y tan grandes peligros y trabajos y haberme traído a tanto sosiego y descanso y por ver la tierra que tan en trabajo estaba, puesta en tanto sosiego y conformidad. Allí estuve seis días con los frailes, hasta dar cuenta a Dios de mis culpas y dos días antes que de allí saliese me llego un mensajero de la villa de Medellín, que me hizo saber que al puerto de ella habían llegado ciertos navíos y que se decía que en ellos venían un pesquisidor o juez por mandado de vuestra majestad y que no sabían otra cosa. Yo creí que debía ser que sabiendo vuestra católica majestad los desasosiegos y comunidad en que los oficiales de vuestra alteza, a quien yo dejé la tierra, la habían puesto y no siendo cierto de mi venida a ella, había mandado proveer sobre este caso, de que Dios sabe cuánto holgué, porque tenía yo mucha pena de ser juez de esta causa; porque como injuriado y destruido por estos tiranos, me parecía que cualquier cosa que en ello proveyese podía ser juzgada por los malos a pasión, que es la cosa que yo más aborrezco, puesto que, según sus obras, no pudiera yo ser con ellos tan apasionado, que no sobrara a todo mucho merecimiento en sus culpas. Con esta nueva despaché a mucha prisa un mensajero al puerto a saber lo cierto y envié a mandar al teniente y justicias de aquella villa de Medellín que de cualquiera manera que aquel juez viniese, viniendo por mandado de vuestra majestad, fuese muy bien recibido, servido y aposentado en una casa que yo en aquella villa tengo, donde mandé que a él y a todos los suyos se les hiciese todo servicio, aunque después, según pareció, él no lo quiso recibir.
Otro día, que fue de San Juan, como despaché este mensajero, llegó otro, estando corriendo ciertos toros y en regocijo de cañas y otras fiestas y me trajo una carta del dicho juez y otra de vuestra sacra majestad, por las cuales supe a lo que venía y cómo vuestra sacra majestad era servido de mandarme tomar residencia del tiempo que vuestra alteza ha sido servido que yo tenga el cargo de la gobernación de esta tierra y de verdad yo holgué mucho, así por la inmensa merced que vuestra majestad sacra me hizo en querer ser informado de mis servicios y culpas, como por la benignidad con que vuestra alteza en su carta me hacía saber su real intención y voluntad de hacerme mercedes. Y por lo uno y por lo otro cien mil veces los reales pies de vuestra católica majestad beso y plega a Nuestro Señor sea servido de hacerme tanto bien, que yo alguna parte de tan insigne merced pueda servir y que vuestra majestad católica para esto conozca mi deseo; porque, conociéndolo, no pienso que era chica parte de paga.
En la carta que Luis Ponce, juez de residencia, me escribió me hacía saber que a la hora se partía para esta ciudad y porque para venir a ella hay dos caminos principales y en su carta no me hacía saber por cuál de ellos había de venir, luego despaché, por ambos, criados míos, para que le viniesen sirviendo y acompañando y mostrando la tierra y fue tanta la prisa que en este camino se dio el dicho Luis Ponce, que, aunque yo proveí esto con harta brevedad, le toparon ya veinte leguas de esta ciudad y puesto que con mis mensajeros dizque mostró holgarse mucho, no quiso recibir de ellos ningún servicio y aunque me pesó de no recibirlo, porque diz que de ello traía necesidad, por a prisa de su camino, por otra parte holgué de ello, porque pareció de hombre justo y que quería usar de su oficio con toda rectitud y pues venía a tomarme a mí residencia, no quería dar causa a que de él se tuviese sospecha y llegó a dos leguas de esta ciudad a dormir una noche y yo hice aderezar para recibirle otro día por la mañana. Me envió a decir que no saliese de mañana; porque él sería estar allí hasta comer; que le enviase un capellán que allí le dijese misa y yo así lo hice; pero temiendo lo que fue, que era excusarse del recibimiento, estuve sobre aviso y él madrugó tanto, que aunque yo me di harta prisa, le tomé ya dentro en la ciudad y así nos fuimos hasta el monasterio de San Francisco, donde oímos misa y acabada, le dije si quería allí presentar sus provisiones, que lo hiciese, porque allí estaba todo el cabildo de la ciudad conmigo y el tesorero y contador de vuestra majestad y no las quiso presentar, diciendo que otro día las presentaría.
Y así fue, que otro día por la mañana nos juntamos en la iglesia mayor de esta ciudad el cabildo de ella y los dichos oficiales y yo; y allí las presentó y por mí y por todos fueron tomadas, besadas y puestas sobre nuestras cabezas como provisiones de nuestro rey y señor natural y obedecidas y cumplidas en todo y por todo, según que vuestra majestad sacra por ellas nos lo enviaba a mandar y a la hora le fueron entregadas todas las varas de la justicia. Y hechos todos los otros cumplimientos necesarios, según que más larga y cumplidamente lo envió vuestra majestad católica, por ser del escribano del cabildo ante quien pasó y luego fue pregonada públicamente en la plaza de esta ciudad mi residencia y estuve en ella diecisiete días sin que se me pusiese demanda alguna y en este tiempo el dicho Luis Ponce, juez de residencia, adoleció y todos cuantos en la armada que él vino vinieron; de la cual enfermedad quiso Nuestro Señor que muriese él y más de treinta otros de los que en la armada vinieron; entre los cuales murieron dos frailes de la Orden de Santo Domingo que con él vinieron y hasta hoy hay muchas personas enfermas y de mucho peligro de muerte, porque ha parecido casi pestilencia la que trajeron consigo, porque aun a algunos de los que acá estaban se pegó y murieron dos personas de la misma enfermedad y hay otros muchos que aún no han convalecido de ella.
Luego que el dicho Luis Ponce pasó de esta vida, hecho su enterramiento con aquella honra y autoridad que a su persona enviada por vuestra majestad requería hacerse, el cabildo de esta ciudad y los procuradores de todas las villas de la tierra que aquí se hallaron, me pidieron y requirieron, de parte de vuestra majestad cesárea, que tomase en mí el cargo de la gobernación y justicia, según que antes lo tenía por mandato de vuestra majestad y por sus reales provisiones, dándome por ello causas y poniéndome inconvenientes que se seguirían no aceptándolo, según que vuestra sacra majestad lo mandaba ver, por la copia que de todo envío. Yo les respondí excusándome de ello, como asimismo parecerá por la dicha copia y después se me han hecho otros requerimientos sobre ello y puesto otros inconvenientes más recios que se podrían seguir si yo no lo aceptase y de todo me he defendido hasta ahora y no lo he hecho, aunque se me ha figurado que hay en ello algún inconveniente; pero deseando que vuestra majestad sea muy cierto de mi limpieza y fidelidad en su real servicio; teniéndolo por principal, porque sin tenerse de mí este concepto, no querría bienes en este mundo, mas antes no vivir en él; lo he puesto todo por este fin y antes he sostenido con todas mis fuerzas en el cargo a un Marcos de Aguilar, a quien el dicho licenciado Luis Ponce tenía para su alcaide mayor. Y le he pedido y requerido proceda en mi residencia hasta el fin de ella y no lo ha querido hacer, diciendo que no tiene poder para ello, de que he recibido asaz pena, porque deseo sin comparación y no sin causa, que vuestra majestad sacra sea verdaderamente informado de mis servicios y culpas. Porque tengo por fe y no sin merito, que por ellas me ha de mandar vuestra majestad cesárea muy grandes y crecidas mercedes, no habiendo respecto a lo poco que mi pequeña vasija puede contener, sino a lo mucho que vuestra celsitud es obligado a dar a quien tan bien y con tanta fidelidad sirve como yo le he servido; a la cual humildemente suplico con toda la instancia a mí posible no permita que esto quede debajo de simulación sino que muy clara y manifiestamente se publique lo malo y bueno de mis servicios; porque, como sea caso de honra, que por alcanzarla yo tantos trabajos he padecido y mi persona a tantos peligros he puesto, no quiera Dios, ni vuestra majestad por su reverencia permita ni consienta que basten lenguas de envidiosos, malos y apasionados a hacérmela perder y no quiero ni suplico a vuestra majestad sacra, en pago de mis servicios, me haga otra merced sino ésta, porque nunca plega a Dios que sin ella yo viva.
Según lo que yo he sentido, muy católico príncipe, puesto que desde el principio que comencé a entender a esta negociación yo he tenido muchos, diversos y poderosos émulos y contrarios, no ha podido tanto su maldad y malicia, que la notoriedad de mi fidelidad y servicios no la hayan supeditado; y como ya desesperados de todo remedio, han buscado dos, por los cuales, según parece, han puesto alguna niebla o oscuridad ante los ojos de vuestra grandeza, por donde le han movido del católico y santo propósito que siempre de vuestra excelencia se ha conocido a remunerarme y pagar mis servicios. El uno es acusarme ante vuestra potencia de crimine lesae majestatis, diciendo que yo no había de obedecer sus reales mandamientos y que yo no tengo en esta tierra en su poderoso nombre, sino en tiránica e inefable forma, dando para ello algunas depravadas y diabólicas razones, juzgadas por falsas y no verdaderas conjeturas; los cuales, si las verdaderas obras miraran y justos jueces fueran, muy a lo contrario lo debieran significar; porque hasta hoy no se ha visto ni se verá en cuanto yo viviere, que ante mí o a mi noticia haya venido carta u otro mandamiento de vuestra majestad, que no haya sido, es y sea obedecido y cumplido, sin faltar en él cosa alguna y ahora se ha manifestado más clara y abiertamente su maldad de los que esto han querido decir; porque si así fuera, no me fuera yo seiscientas leguas de esta ciudad, por tierra inhabitada y caminos peligrosos y dejara la tierra a los oficiales de vuestra majestad, como de razón se había de creer ser las personas que habían de tener más celo al real servicio de vuestra alteza, aunque sus obras no correspondieron al crédito que yo de ellos tuve.
El otro es, que han querido decir que yo tengo en esta tierra mucha parte, o la mayor, de los naturales de ella, de que me sirvo y aprovecho, de donde he sabido mucha suma y cantidad de oro y plata, que tengo atesorado; y que he gastado de las rentas vuestra majestad católica sesenta y tantos mil pesos de oro, sin haber necesidad de gastarlos y que no he enviado tanta suma de oro a vuestra excelencia cuanta de sus reales rentas se ha habido y que lo detengo con formas y maneras exquisitas, cuyo efecto yo no puedo alcanzar. Pero bien creo que, pues lo han oído decir, que le habrán dado algún color, mas no puede ser tal, según lo que yo de mí confío, que muy pequeño toque no descubra lo falso y cuanto a lo que dicen de tener yo mucha parte de la tierra, así lo confieso y que ha cabido harta suma y cantidad de oro; pero digo que no ha sido tanta que haya bastado para que yo deje de ser pobre y estar adeudado en más de quinientos mil pesos de oro, sin tener un castellano de qué pagarlo. Porque si mucho ha habido, muy mucho más he gastado y no en comprar mayorazgos ni otras rentas para mí, sino en dilatar por estas partes el señorío y patrimonio real de vuestra alteza, conquistando y ganando con ello y con poner mi persona a muchos trabajos, riesgos y peligros, muchos reinos y señoríos para vuestra excelencia. Los cuales no podrán encubrir ni agazapar los malos con sus serpentinas lenguas; que mirándose mis libros, se hallarán en ellos más de trescientos mil pesos de oro que se han gastado de mi casa y hacienda en estas conquistas; y acabado lo que yo tenía, gasté los sesenta mil pesos de oro de vuestra majestad y no en comerlos yo, ni entraron en mi poder, sino darlos por mis libramientos para los gastos y expensas de esta conquista y si aprovecharon o no, vean los casos que están muy manifiestos.
En lo que dicen de no enviar las rentas a vuestra majestad, muy manifiesto está ser la verdad en contrario, porque en este poco tiempo que yo estoy en esta tierra, pienso y así es verdad, que de ella se ha enviado a vuestra majestad más servicio e intereses que de todas las islas y tierra firme que ha treinta y tantos años que están descubiertas y pobladas, las cuales costaron a los Católicos Reyes, vuestros abuelos, muchas expensas y gastos; lo que ha cesado en ésta y no solamente se ha enviado lo que a vuestra majestad de sus reales servicios ha pertenecido, mas aun de lo mío y de los que me han ayudado, sin lo que acá hemos gastado en su real servicio, hemos enviado alguna copia. Porque luego que envié la primera relación a vuestra majestad con Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, no solamente envié el quinto que a vuestra majestad perteneció de lo hasta entonces habido, mas aun todo cuanto se hubo, porque me pareció ser así justo, por ser las primicias, pues de todo lo que en esta ciudad se hubo, siendo vivo Mutezuma, señor de ella, del oro se dio el quinto a vuestra majestad, digo de lo que se fundió, que le pertenecieron treinta y tantos mil castellanos y aunque las joyas también se habían de partir y dar a la gente sus partes, ellos y yo holgamos que no se diesen, sino que todas se enviasen a vuestra majestad, que fueron en número de más de quinientos mil pesos de oro; aunque lo uno y lo otro se perdió, porque nos lo tomaron cuando nos echaron de esta ciudad, por el levantamiento que en ella hubo con la venida de Narváez a esta tierra lo cual, aunque fue por mis pecados, no fue por mi negligencia.
Cuando después se conquisto y redujo al real servicio de vuestra alteza, no menos se hizo, que, sacado el quinto para vuestra majestad del oro que se fundió, yo hice que todas las joyas mis compañeros tuvieran a bien que sin partir se quedasen para vuestra alteza, que no fueron de menos valor y precio que las que primero teníamos y así, con mucha brevedad y recaudo las despaché todas, con treinta y tres mil pesos de oro en barras y con ellos a Julián Alderete, que a la sazón era tesorero de vuestra majestad y las tomaron los franceses. Tampoco fue mía la culpa sino de aquellos que no proveyeron el armada que fue por ello a las islas de las Azores, como debieran para cosa de tanta importancia.
Al tiempo que yo me partí de esta ciudad para el golfo de las Hibueras, asimismo se enviaron a vuestra excelencia mil pesos de oro con Diego de Ocampo y Francisco de Montejo y no se envió más aún por parecerme a mí y aun a los oficiales de vuestra majestad católica, que con enviar tanto junto aún excedíamos y pervertíamos la orden que vuestra majestad tiene mandado dar en estas partes en el llevar del oro; pero atrevímonos por la necesidad que supimos que vuestra sacra majestad tenía y con esto envié yo asimismo a vuestra grandeza con Diego de Soto, criado mío, todo cuanto yo tenía, sin quedarme un peso de oro, que fue un tiro de plata, que me costó la plata y hechura y otros gastos de él más de treinta y cinco mil pesos de oro. También ciertas joyas que yo tenía de oro y piedras, las cuales envié, no por su valor ni precio, aunque no era muy pequeño para mí, sino porque habían llevado los franceses las que primero envié y me pesó en el ánima que vuestra majestad sacra no las hubiese visto y para que viese la muestra y por ello, como desecho, considerase lo que sería lo principal, envié aquello que yo tenía, así que, pues yo con tan limpio celo y voluntad quise servir a vuestra majestad católica con lo que yo tenía, no sé qué razón hay de creer que yo detuviese lo de vuestra alteza. También me han dicho los oficiales que en mi ausencia han enviado cierta cantidad de oro, por manera que nunca se ha cesado de enviar todas las veces que para ello ha habido oportunidad.
También me han dicho, muy poderoso Señor, que a vuestra majestad sacra han informado que yo tengo en esta tierra doscientos cuentos de renta de las provincias que o tengo señaladas para mí; y porque mi deseo no es ni ha sido otro sino que vuestra católica majestad sepa muy de cierto mi voluntad a su real servicio, y se satisfaga muy de hecho de mí que siempre le he dicho y diré la verdad, no siendo cosa que yo pudiese hacer con que mejor eso se manifestase que con hacer de esta tan crecida renta servicio a vuestra majestad y hacerse han a mi propósito muchas cosas, en especial que vuestra alteza perdiese ya esta sospecha, que tan pública por acá está que vuestra majestad de mí tiene. Por tanto, a vuestra majestad suplico reciba en servicio todo cuanto yo acá tengo y en esos reinos me haga merced de los veinte cuentos de renta y quedarle han los ciento ochenta y yo serviré en la real presencia de vuestra majestad, donde nadie pienso me hará ventaja ni tampoco podrá encubrir mis servicios y aun por lo de acá pienso será vuestra majestad de mí muy servido, porque sabré, como testigo de vista, decir a vuestra celsitud lo que a vuestro real servicio conviene, que acá mandé proveer y no podrá ser engañado por falsas relaciones. Y certifico a vuestra majestad sacra que no será menos ni de menos calidad el servicio que allá haré en avisar de lo que se debe proveer para que estas partes se conserven y los naturales de ellas vengan en conocimiento de nuestra fe y vuestra majestad tenga acá perpetuamente muchas y muy crecidas rentas y que siempre vayan en crecimiento y no en disminución, como han hecho las de las islas y tierra firme Sor falta de buena gobernación y de ser los Católicos Reyes, padres y abuelos de vuestra excelencia, avisados con celo de su servicio y no de particulares intereses, como siempre lo han hecho los que en las cosas de estas partes a sus altezas y a vuestra majestad han informado o que fue ganarlas y haberlas sostenido hasta ahora, habiendo tenido para ello tantos obstáculos y embarazos, por donde no poco se ha dejado de acrecentar en ellas.
Dos cosas me hace desear que vuestra majestad sacra me haga tanta merced que se sirva de mí en su real presencia; la una y más principal en satisfacer a vuestra majestad y a todo el mundo de mi lealtad y fidelidad en su real servicio, porque esto tengo en más que todos los otros intereses que en este mundo se me pueden seguir, porque por cobrar nombre de servidor de vuestra majestad y de su imperial y real corona, me he puesto a tantos y tan grandes peligros y he sufrido trabajos tan sin comparación y no por codicia de tesoros, que si esto me hubiera movido, pues he tenido hartos, digo para un escudero como yo, no los hubiera gastado ni pospuesto por conseguir este otro fin, teniéndolo por más principal; aunque mis pecados no han querido darme lugar a ello, ni pienso que ya en este caso yo me podría satisfacer si vuestra majestad no me hiciese esta tan inmensa merced que le suplico. Y porque no parezca que pido a vuestra excelencia mucho, porque no se me conceda, aunque todo cabría y aun es poco para yo venir sin afrenta, habiendo yo tenido en estas partes en el real nombre de vuestra majestad el cargo de la gobernación de ellas y haber en tanta cantidad por estas partes dilatado el patrimonio y señorío real de vuestra majestad, poniendo debajo de su real yugo tantas provincias pobladas de tantas tan nobles villas y ciudades y quitando tantas idolatrías y ofensas como en ellas a nuestro Creador se han hecho y traído a muchos de las naturales a su conocimiento y plantado en ellas nuestra santa fe católica en tal manera, que si estorbo no hay de los que mal sienten de estas cosas y su celo no es enderezado a este fin, en muy breve tiempo se puede tener en estas partes por muy cierto se levantará una nueva iglesia, donde más que en todas las del mundo Dios Nuestro Señor será servido y honrado; digo que siendo vuestra majestad servido de hacerme merced de mandar dar en esos reinos diez cuentos de renta y que yo en ellos le vaya a servir, no será para mí pequeña merced, con dejar todo cuanto acá tengo, porque de esta manera satisfaciera mi deseo, que es servir a vuestra majestad en su real presencia y vuestra celsitud asimismo me satisfaría de mi lealtad y sería de mí muy servido.
La otra, tener por muy cierto que, informado vuestra católica majestad de mí de las cosas de esta tierra y aun de las islas, se proveería en ellas muy más cierto lo que conviniese al servicio de Dios Nuestro Señor y de vuestra majestad; porque se me daría crédito diciéndolo desde allá, lo que no se me dará aunque de acá lo escriba; porque todo se atribuirá, como hasta aquí se ha atribuido, a ser dicho con pasión de mi interés y no de celo que como vasallo de vuestra sacra majestad debo a su real servicio. Y porque es tanto el deseo que tengo de besar los reales pies de vuestra majestad y servirle en su real presencia, que no lo sabría significar, si vuestra grandeza no fuere servido o no tuviera oportunidad de hacerme merced de lo que a vuestra majestad suplico para mantenerme en esos reinos y servirle celsitud me haga merced de dejarme esta tierra lo que yo ahora tengo en ella o lo que en mi nombre a vuestra majestad se suplicare, haciéndome merced de ello de juro y de lealtad para mi y mis herederos, con que yo no vaya a esos reinos a pedir por Dios que me den de comer y con esto recibiré muy señalada merced, vuestra majestad me mande enviar licencia para que yo me vaya a cumplir este mi tan crecido deseo; que bien se y confío en mis servicios y en la católica conciencia de vuestra majestad sacra, que siéndole manifiestos y la limpieza de la intención con que los he hecho, no permitirá que viva pobre. Harta causa se me había ofrecido con la venida de este juez de residencia para cumplir este mi deseo y aun lo comencé a poner por obra, sino que dos cosas me lo estorbaron: la una, hallarme sin dinero para poder gastar en mi camino, a causa de haberme robado y saqueado mi casa, como vuestra sacra majestad ya creo de ello está informado y la otra, temiendo con mi ausencia entre los naturales de esta tierra no hubiese algún levantamiento o bullicio y aun entre los españoles; porque por ejemplo de lo pasado se podía muy bien juzgar lo porvenir.
Estando, muy católico señor, haciendo este despacho para vuestra sacra majestad, me llegó un mensajero de la mar del Sur con una carta en que me hacían saber que en aquella costa, cerca de un puerto que se dice Tecoantepeque, había llegado un navío que, según pareció por otra que se me trajo del capitán del dicho navío, la cual envío a vuestra majestad, es la armada que vuestra majestad sacra mandó ir a las islas de Maluco con el capitán Loaisa y porque en la carta que escribió el capitán de este navío verá vuestra majestad el suceso de su viaje, no daré de ello a vuestra celsitud cuenta, mas de hacer saber a vuestra excelencia lo que sobre ello proveí y es que a la hora despaché con mucha prisa una persona de recaudo para que fuese adonde el dicho navío llegó y si el capitán de él luego se quisiese tornar, le diese todas las cosas necesarias a su camino, sin faltarle nada y se informase de él de su camino y viaje muy cumplidamente, por manera que de todo trajese muy larga y particular relación, para que yo la enviase a vuestra majestad, porque en esta vía vuestra alteza fue más brevemente informado.
Y por si el navío trajese alguna necesidad de reparo, envié también un piloto para que lo trajese al puerto de Zacatula, donde yo tengo tres navíos muy a punto para partir a descubrir por aquellas partes y costas, para que allí se remedie y se haga lo que más conviniere al servicio de vuestra majestad y bien del dicho viaje. En habiendo la información de este navío, la enviaré luego a vuestra majestad, para que de todo sea informado y envíe a mandar lo que fuese su real servicio.
Mis navíos de la mar del Sur están, como a vuestra majestad he dicho, muy a punto para hacer su camino, porque luego como llegué a esta ciudad comencé a dar prisa en su despacho y ya fueran partidos, sino por esperar a ciertas armas, artillería y munición que me trajeron de esos reinos, para ponerlo en los dichos navíos, porque vayan a mejor recaudo y yo espero en Nuestro Señor que en ventura de vuestra majestad tengo de hacer en este viaje un muy gran servicio, porque ya que no se descubra estrecho, yo pienso dar por aquí camino para la Especería, que en cada un año vuestra majestad sepa lo que en toda aquella tierra se hiciera. Y si vuestra majestad fuere servido de mandarme conceder las mercedes que en cierta capitulación envié a suplicar se me hiciesen cerca de este descubrimiento, yo me ofrezco a descubrir por aquí toda la Especiería y otras islas, si hubiere arca de Maluco y Malaca y la China y aun de dar tal orden, que vuestra majestad no haya la Especiería por vía de rescate, como la ha el rey de Portugal, sino que la tenga por cosa propia y los naturales de aquellas islas le reconozcan y sirvan como a su rey y señor y señor natural. Porque yo me ofrezco, como el dicho aditamento, de enviar a ellas tal armada, o ir yo con mi persona, por manera que las sojuzgue y pueble y haga de ellas fortalezas y las bastezca de pertrechos y artillería de tal manera, que a todos los príncipes de aquellas partes y aun a otros, se puedan defender. Y si vuestra majestad fuere servido que yo entienda en esta negociación, concediéndome lo que pido, creo será de ello muy servido y ofrezco que si como he dicho no fuere, vuestra majestad me mande castigar como a quien a su rey no dice verdad. También después que vine he provisto enviar por tierra y por la mar a poblar el río de Tabasco, que es el que dicen de Grijalva y conquistar muchas provincias que están en sus comarcas, de que Dios Nuestro Señor y vuestra majestad serán muy servidos y los navíos que van y vienen a estas partes reciben mucho provecho en poblarse aquel puerto y apaciguarse aquella costa, porque allí han dado muchos navíos al través y por estar la gente indómita, han muerto todos los españoles que iban en los navíos.
También envío a la provincia de los zapotecas, de que ya vuestra majestad está informado, tres capitanías de gente que entren en ella por tres partes, para que con más brevedad den fin a aquella demanda, que cierto será muy provechosa, por el daño que los naturales de aquella provincia hacen en los otros naturales que están pacíficos y por tener, como tienen, ocupada la más rica tierra de minas que hay en esta Nueva España, de donde conquistándose, vuestra majestad recibirá mucho servicio.
También tengo enhilado y ya harta parte de gente allegada, para ir a poblar el río de Palmas, que es en la costa del norte abajo del de Pánuco, hacia la Florida, porque tengo información que es muy buena tierra y es puerto; no creo que menos allí Dios Nuestro Señor y vuestra majestad serán servidos que en todas las otras partes, porque yo tengo muy gran nueva de aquella tierra.
Entre la costa del norte y la provincia de Mechuacán, hay cierta gente y población que llaman chichimecas; son gentes muy bárbaras y no de tanta razón como estas otras provincias; también envío ahora sesenta de caballo y doscientos peones, con muchos de los naturales nuestros amigos, a saber el secreto de aquella provincia y gentes. Llevan mandado por instrucción que si hallaren en ellos alguna aptitud o habilidad para vivir como estos otros viven y venir en conocimiento de nuestra fe y reconocer el servicio que a vuestra majestad deben, que trabajen por todas las vías posibles apaciguarlos y traer al yugo de vuestra majestad y pueden entre ellos en la parte que mejor les pareciese y si no lo hallaren como arriba digo y no quisieren ser obedientes, les hagan guerra y los tomen por esclavos, porque no haya cosa superflua en toda la tierra, ni que deje de servir ni reconocer a vuestra majestad y trayendo estos bárbaros por esclavos, que son gente salvaje, será vuestra majestad servido y los españoles aprovechados, porque sacarán oro en las minas y aun en nuestra conversación podrá ser que algunos se salvasen.
Entre estas gentes he sabido que hay cierta parte muy poblada de muchos y muy grandes pueblos y que la gente de ellos viven a la manera de los de acá y aun algunos de estos pueblos se han visto por españoles. Tengo por muy cierto que poblarán aquella tierra, porque hay grandes nuevas de ella de riqueza de plata.
Cuando yo, muy poderoso Señor, partí de esta ciudad para el golfo de las Hibueras, dos meses antes que partiese despaché un capitán a la villa de Coliman, que está en la mar del Sur ciento cuatro leguas de esta ciudad; al cual mande que siguiese desde aquella villa la costa del sur abajo, hasta ciento cincuenta o doscientas leguas, no a más efecto de saber el secreto de aquella costa y si en ella había puertos; el cual dicho capitán fue como yo le mandé hasta ciento treinta leguas de la dicha villa de Coliman por la costa abajo y algunas veces veinte o treinta leguas la tierra adentro y me trajo relación de muchos muertos que halló en la costa, que no fue poco bien para la falta que de ellos hay en todo lo descubierto hasta allí y de muchos pueblos y muy grandes y de mucha gente y muy diestra en la guerra, con los cuales hubo ciertos reencuentros y apaciguó muchos de ellos y no pasó más adelante porque llevaba poca gente y porque no halló yerba y entre la relación que trajo me dio noticia de muy gran río, que los naturales le dijeron que había diez jornadas de donde él llegó, del cual y de los pobladores de él le dijeron muchas cosas extrañas. Le torno a enviar con más copla de gente y aparejo de guerra para que vaya a saber el secreto de aquel río y según el anchura y grandeza que de él señalan, no tendría en mucho ser estrecho; en viniendo haré relación a vuestra majestad de lo que de él supiere.
De todos estos capitanes de estas entradas están ahora para partir casi a una. Plega a Nuestro Señor de guiarlos como él se sirva, que yo, aunque vuestra majestad más me mande desfavorecer, no tengo de dejar de servir, que no es posible que por tiempo vuestra majestad no conozca mis servicios y ya que esto no sea, yo me satisfago con hacer lo que debo y con saber que a todo el mundo tengo satisfecho y le son notorios mis servicios y lealtad con que los hago y no quiero otro mayorazgo para mis hijos sino éste.
Invictísimo César, Dios Nuestro Señor la vida y muy poderoso estado de vuestra sacra majestad conserve y aumente por largos tiempos como vuestra majestad desea.
De la ciudad de Tenuxtitan, a 3 de septiembre de 1526 años.
Hernando Cortés.
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