Enviada por Fernando Cortés, capitán y justicia mayor del Yucatán, llamado la Nueva España del mar Oceáno, al muy alto y potentísimo César e invictísimo señor don Carlos, emperador semper Augusto y Rey de España, nuestro señor.
De las cosas sucedidas y muy dignas de admiración en la conquista y recuperación de la muy grande y maravillosa ciudad de Temixtitan, y de las otras provincias a ellas sujetas, que se rebelaron. En la cual dicha ciudad y dichas provincias el dicho capitán y españoles consiguieron grandes y señaladas victorias dignas de perpetua memoria. Asimismo hace relación cómo han descubierto el mar del Sur y otras muchas y grandes provincias muy ricas de minas de oro, perlas y piedras preciosas, y aún tiene noticia que hay especería.
Muy alto y potentísimo príncipe, muy católico e invictísimo emperador, rey y señor. Con Alonso de Mendoza, natural de Medellín, que despaché de esta Nueva España a 5 de marzo del año pasado de 521, hice segunda relación de todo lo sucedido en ella, la cual ya tenía acabada de hacer a 30 de octubre del año 520, y a causa de los tiempos muy contrarios, y de perderse tres navíos que yo tenía para enviar en el uno a vuestra majestad la dicha relación, y en los otros dos enviar por socorro a la isla Española, hubo mucha dilación en la partida del dicho Mendoza, según que también más luego, con él, lo escribí a vuestra majestad, y en lo último de la dicha relación hice saber a vuestra majestad cómo después que los indios de la ciudad de Temixtitan nos habían echado por la fuerza de ella, yo había venido sobre la provincia de Tepeaca, que era sujeta a ellos y estaba rebelada, y con los españoles que habían quedado y con los indios nuestros amigos le había hecho la guerra y reducido al servicio de vuestra majestad; y que como la traición pasada y el gran daño y muertes de españoles estaban tan recientes en nuestros corazones, mi determinada voluntad era revolver sobre los de aquella gran ciudad, que de todo había sido la causa; y que para ello comenzaba a hacer trece bergantines para por la laguna hacer con ellos todo el daño que pudiese, si los de la ciudad perseverasen en su mal propósito. Escribí a vuestra majestad que entre tanto que los dichos bergantines se hacían, y yo y los indios nuestros amigos nos aparejábamos para volver sobre los enemigos, enviaba a la dicha Española, Por socorro de gente, caballos, artillería y armas, y que sobre ello escribía a los oficiales de vuestra majestad que allí residen, y les enviaba dineros para todos los gastos y expensas que para el dicho socorro fuese necesario, y certifiqué a vuestra majestad que hasta conseguir victoria contra los enemigos no pensaba tener descanso ni cesar de poner para ello toda la solicitud posible, posponiendo cuanto peligro, trabajo y costa se me pudiese ofrecer, y que con esta determinación estaba aderezando de me partir de la dicha provincia de Tepeaca.
Asimismo hice saber a vuestra majestad cómo al puerto de la Villa de la Vera Cruz había llegado una carabela de Francisco de Garay, teniente de gobernador de la isla de Jamaica, con mucha necesidad, la cual traía hasta treinta hombres, que habían dicho que otros dos navíos eran partidos para el río de Pánuco, donde habían desbaratado a un capitán del dicho Francisco de Garay, y que temían que si allá aportasen habían de recibir daño de los naturales del dicho río. Y así mismo escribí a vuestra majestad que yo había proveído luego de enviar una carabela en busca de los dichos navíos, para darle aviso de lo pasado, y después que aquello escribí plugo a Dios que uno de los navíos llegó al dicho puerto de la Vera Cruz, en el cual venía un capitán con obra de ciento veinte hombres, y allí se informó cómo los de Garay que antes habían sido desbaratados, y hablaron con el capitán que se halló en el desbarato, y se les certificó que si iba al dicho río de Pánuco, no podía ser sin recibir mucho daño de los indios.
Y estando así en el puerto con determinación de irse al dicho río, comenzó un tiempo y viento muy recio, e hizo la nao salir, quebradas las amarras, y fue a tomar puerto doce leguas la costa arriba, a un puerto que se dice de San Juan; y allí, después de haber desembarcado toda la gente y siete u ocho caballos y otras tantas yeguas que traían, dieron con el navío a la costa, porque hacía mucha agua; y como esto se me hizo saber, yo escribí luego al capitán de él haciéndole saber cómo a mí me había pesado mucho de lo que le había sucedido, y que yo había enviado a decir al teniente de la dicha Villa de la Vera Cruz, que a él y la gente que consigo traía hiciese muy buen acogimiento y les diesen todo lo que habían menester, y que viesen que era lo que determinaban, y que si todos o algunos de ellos se quisiesen volver en los navíos que allí estaban, que les diese licencia y los despachase a placer. Y el dicho capitán y los que con él vinieron, determinaron quedarse y venir a donde yo estaba; del otro navío no hemos sabido hasta ahora, y como hace ya tanto tiempo, tenemos harta duda de su salvamento: plega a Dios lo haya llevado a buen puerto.
Estando para partir de aquella provincia de Tepeaca, supe cómo dos provincias que se dicen Cecatami y Xalazingo, que son sujetas al señor de Temixtitan, estaban rebeladas, y que como de la villa de la Vera Cruz para acá es por allí el camino, habían muerto en ellas algunos españoles, y que los naturales estaban rebelados y de muy mal propósito. Y por asegurar aquel camino y hacer en ellos algún castigo, si no quisiesen venir de paz, despaché un capitán con veinte de caballo y doscientos peones y con gente de nuestros amigos, al cual encargué mucho, y mandé de parte de vuestra majestad, que requiriese a los naturales de aquellas provincias que viniesen de paz a darse por vasallos de vuestra majestad, como antes lo habían hecho, y que tuviese con ellos toda la templanza que fuese posible. Y que si no quisiesen recibirle de paz, que les hiciese la guerra, y que hecha y allanadas aquellas dos provincias, se volviese con toda la gente a la ciudad de Tascaltecal, a donde le estaría esperando. Y se partió entrante el mes de diciembre de 520, y siguió su camino para dichas provincias, que están de allí veinte leguas.
Acabado esto, muy poderoso Señor, mediado el mes de diciembre del dicho año, me partí de la Villa de Segura la Frontera, que está en la provincia de Tepeaca, y dejé en ella un capitán con sesenta hombres, porque los naturales de allí me lo rogaron mucho, y envié toda la gente de pie a la ciudad de Tascaltecal, donde se hacían los bergantines, que está de Tepeaca nueve o diez leguas, y yo con veinte caballos me fui aquel día a dormir a la ciudad de Cholula, porque los naturales de allí deseaban mi venida, porque a causa de la enfermedad de las viruelas, que también comprendió a los de estas tierras como a los de las islas, eran muertos muchos señores de allí, y querían que por mi mano y con su parecer y el mío se pusiesen otros en su lugar. Y llegados allí, fuimos de ellos muy bien recibidos, y después de haber dado conclusión a su voluntad en este negocio que he dicho, y haberles dado a entender cómo mi camino era para ir a entrar de guerra por las provincias de México y Temixtitan, les rogué que, pues eran vasallos de vuestra majestad, y ellos, como tales, habían de conservar su amistad con nosotros y nosotros con ellos hasta la muerte, que les rogaba que para el tiempo que yo hubiese de hacer la guerra me ayudasen con gente, y que a los españoles que yo enviase a su tierra y fuesen y viniesen por ellas, les hiciesen el tratamiento que como amigos eran obligados.
Y después de habérmelo prometido así, y haber estado dos o tres días en su ciudad, partí para la de Tascaltecal, que está a seis leguas, y llegado a ella, hallé juntos a todos los españoles y los de la ciudad, y hubieron mucho placer con mi venida. Y otro día, todos los señores de esta ciudad y provincia me vinieron a hablar y decir cómo Magiscacin, que era el principal señor de todos ellos, había fallecido de aquella enfermedad de las viruelas, y bien sabían que por ser tan amigo mío me pesaría mucho, pero allí quedaba su hijo de doce o trece años, y que a aquel pertenecía el señorío del padre, que me rogaban que a él, como a heredero, se lo diese, y yo en nombre de vuestra majestad, lo hice así, y todos ellos quedaron muy contentos.
Cuando a esta ciudad lleguen, hallé que los maestros y carpinteros de los bergantines se daban mucha prisa en hacer la ligazón y tablazón para ello, y que tenían hecha razonable obra, y luego proveí de enviar a la Villa de la Vera Cruz por todo el hierro y clavazón que hubiese, y velas, jarcia y otras cosas necesarias para ellos; y proveí, porque no había pez, la hiciesen ciertos españoles en una sierra cerca de allí, por manera que todo el recaudo que fuese necesario para los dichos bergantines estuviese aparejado, para que después, placiendo a Dios, yo estuviese en las provincias de México y de Temixtitan, pudiese enviar por ellos desde allá, que serían diez o doce leguas hasta la dicha ciudad de Tascaltecal; y en quince días que en ella estuve no entendí en otra cosa salvo en dar prisa a los maestros y en aderezar armas para dar orden en nuestro camino.
Dos días antes de Navidad, llegó el capitán con la gente de pie y de caballo que habían ido a las provincias de Cecatami y Xalazingo, y supe como algunos naturales de ellas habían peleado con ellos, y que al cabo, de ellos por voluntad, de ellos por fuerza, habían venido de paz, y trajéronme algunos señores de aquellas provincias, a los cuales, no embargante que eran muy dignos de culpa por su alzamiento y muertes de cristianos, y porque me prometieron que de ahí en adelante serían buenos y leales vasallos de su majestad, yo, en su real nombre, los perdoné y los envié a su tierra; y así se concluyó aquella jornada, en que vuestra majestad fue muy servido, así por la pacificación de los naturales de allí, como por la seguridad de los españoles que habían de ir y venir por las dichas provincias a la Villa de la Vera Cruz.
El segundo día de la dicha pascua de Navidad hice alarde en la dicha ciudad de Tascaltecal, y hallé cuarenta de caballo y quinientos cincuenta peones, los ochenta de ellos ballesteros y escopeteros, y ocho o nueve tiros de campo, con bien poca pólvora; e hice de los de caballo cuatro cuadrillas, de diez en diez cada una, y de los peones hice nueve capitanías, de a sesenta españoles cada una. Y a todos juntos en el dicho alarde les hablé, y dije que ya sabían cómo ellos y yo, por servir a vuestra sacra majestad, habíamos poblado en esta tierra, y que ya sabían todos los naturales de ella se habían dado por vasallos de vuestra majestad, como tales habían perseverado algún tiempo, recibiendo buenas obras de nosotros, y nosotros de ellos; y cómo sin causa ninguna todos los naturales de Culúa, que son los de la gran ciudad de Temixtitan y los de todas las otras provincias a ella sujetas, no solamente se habían rebelado contra vuestra majestad, mas aún nos habían muerto muchos hombres deudos y amigos nuestros, y nos habían echado fuera de toda su tierra. Y que se acordasen de cuántos peligros y trabajos habíamos pasado, y viesen cuántos convenía al servicio de Dios y de vuestra majestad tornar a recobrar lo perdido, pues para ello teníamos de nuestra parte justas causas y razones: lo uno, por pelear en aumento de nuestra fe y con gente bárbara, lo otro, por servir a vuestra majestad, y lo otro, por seguridad de nuestras vidas y porque en nuestra ayuda teníamos muchos de los naturales nuestros amigos, que eran causas potísimas para animar nuestros corazones; por tanto, les rogaba que se alegrasen y esforzasen, y que porque yo, en nombre de vuestra majestad, había hecho ciertas ordenanzas para la buena orden y cosas tocantes a la guerra, las cuales luego allí hice pregonar públicamente, y que también les rogaba que las guardasen y cumpliesen, porque de ello redundaría mucho servicio a Dios y a vuestra majestad. Y todos prometieron hacerlo y cumplirlo así, y que de muy buena gana querían morir por vuestra fe y por servicio de vuestra majestad, o tornar a recobrar lo perdido, y vengar tan gran traición como nos habían hecho los de Temixtitan y sus aliados. Y yo, en nombre de vuestra majestad, se lo agradecí; y así, con mucho placer, nos volvimos a nuestras posadas aquel día de alarde.
Otro día siguiente, que fue día de San Juan Evangelista, hice llamar a todos los señores de la provincia de Tascaltecal, y venidos, díjeles cómo ya sabían que yo me había de partir otro día para entrar por la tierra de nuestros enemigos, y que ya veían cómo la ciudad de Temixtitan no se podía ganar sin aquellos bergantines que allí se estaban haciendo, que les rogaba que a los maestros de ellos y a los otros españoles que allí dejaba les diesen lo que hubiesen menester y les hiciesen el buen tratamiento que siempre nos habían hecho, y que estuviesen aparejados para cuando yo, desde la ciudad de Tesuico, si Dios nos diese victoria, enviase por la ligazón y tablazón y otros aparejos de los dichos bergantines. Y ellos me prometieron que así lo harían, y que también querían ahora enviar gente de guerra conmigo, y que para cuando fuesen con los bergantines, todos ellos irían con cuanta gente tenían en su tierra, y que querían morir donde yo muriera, o vengarse de los de Culúa, sus capitales enemigos.
Y otro día, que fue 28 de diciembre, día de los Inocentes, partí con toda la gente puesta en orden, y fuimos a dormir a seis leguas de Tascaltecal, en una población que se dice Texmoluca, que es de la provincia de Guajocingo, los naturales de la cual han tenido siempre y tienen con nosotros la misma amistad y alianza que los naturales de Tascaltecal; y allí reposamos aquella noche.
En la otra relación, muy católico Señor, dije cómo había sabido que los de las provincias de México y Temixtitan aparejaban muchas armas, y hacían por toda su tierra muchas cavas y albarradas y fuerzas para resistirnos la entrada, porque ya ellos sabían que yo tenía voluntad de revolver sobre ellos. Y yo, sabiendo esto y cuán mañosos y ardides son en las cosas de la guerra, había muchas veces pensado por dónde podríamos entrar para tomarlos con algún descuido. y porque ellos sabían que nosotros teníamos noticia de tres caminos o entradas, por cada una de las cuales podíamos dar en su tierra, acordé de entrar por este de Texmoluca, porque como el puerto de él era mas agro y fragoso que los de las otras entradas, tenía creído que por allí no teníamos mucha resistencia ni ellos estarían sobre aviso.
Y otro día siguiente después de los Inocentes, habiendo oído misa y encomendádonos a Dios, partimos de la dicha población de Texmoluca, y yo tomé la delantera con diez de caballo y sesenta peones ligeros y hombres diestros en la guerra; y comenzamos a seguir nuestro camino el puerto arriba con todo el orden y concierto que nos era posible, y fuimos a dormir a cuatro leguas de la dicha población, en lo alto del puerto, que era ya término de los de Culúa, y aunque hacía muchísimo frío en él, con la mucha leña que había nos remediamos aquella noche. Y otro día por la mañana, domingo, comenzamos a seguir nuestro camino por el llano del puerto, y envié cuatro de caballo y tres o cuatro peones para que descubriesen la tierra; y yendo nuestro camino, comenzamos a bajar el puerto, y yo mandé que los de caballo fuesen delante y luego los ballesteros y escopeteros; y así en su orden la otra gente, porque por muy descuidados que tomásemos los enemigos, bien teníamos por cierto que nos habían de salir al camino a recibir, por tenernos urdida alguna celada y otro ardid para ofendernos. Y como los cuatro de caballo y los cuatro peones siguieron su camino, halláronle cerrado de árboles y ramas, cortados y atravesados en él muy grandes y gruesos pinos y cipreses, que parecía que entonces se acababan de cortar, y creyendo que el camino adelante no estaría de aquella manera, procuraron seguir su camino, y cuanto más iban, más cerrado de pinos y de rama le hallaban. y como por todo el puerto iba muy espeso de árboles y matas grandes, y el camino hallaban con aquel estorbo, pasaban adelante con mucha dificultad; y viendo que el camino estaba de aquella manera, hubieron muy gran temor, y creían que tras cada árbol estaban los enemigos. Y como a causa de las grandes arboledas no se podían aprovechar de los caballos, cuanto más adelante iban, más el temor se les aumentaba.
Y ya que de esta manera habán andado gran rato, uno de los cuatro de caballo dijo a los otros: "Hermanos, no pasemos más adelante si os parece, que será bien, y volvamos a decir al capitán el estorbo que hallamos y el peligro grande en que todos venimos por no podernos aprovechar de los caballos; y si no, vamos adelante, que ofrecida tengo mi vida a la muerte tan bien como todos, hasta dar fin a esta jornada". Y los otros respondieron que bueno era su consejo, pero que no les parecía bien volver a mí hasta ver alguna gente de los enemigos, o saber qué tanto duraba aquel camino. Y comenzaron a pasar adelante, y como vieron que duraba mucho, detuviéronse, y con uno de los peones hiciéronme saber lo que habían visto. Y como yo traía la avanguarda con la gente de caballo, encomendándonos a Dios, seguimos por aquel mal camino adelante, y envié a decir a los de la retaguardia que se diesen mucha prisa y que no tuviesen temor, porque presto saldríamos a lo raso. Y como encontré a los cuatro de caballo, comenzamos a pasar adelante, aunque con harto estorbo y dificultad, y al cabo de media legua, plugo a Dios que bajamos a lo raso, y allí me reparé a esperar la gente, y llegados, díjeles a todos que diesen gracias a Nuestro Señor, pues nos había traído a salvo hasta allí, e donde comenzamos a ver todas las provincias de México y Temixtitan que están en las lagunas y en torno a ellas. Y aunque hubimos mucho placer en verlas, considerando el daño pasado que en ellas habíamos recibido, representósenos alguna tristeza por ello, y prometimos todos de nunca de ellas salir sin victoria, o dejar allí las vidas.
Y con esta determinación íbamos todos tan alegres como si fuéramos a cosa de mucho placer. Y como ya los enemigos nos sintieron, comenzaron de improviso a hacer muchas y grandes ahumadas por toda la tierra; y yo torné a rogar y encomendar mucho a los españoles que hiciesen como siempre habían hecho, y como se esperaba de sus personas, y que nadie no se desmandase, que fuesen con mucho concierto y orden por su camino. Ya los indios comenzaron a darnos grita de unas estancias y poblaciones pequeñas, apellidando a toda la tierra, para que se juntase gente y nos ofendiesen en unos puentes y malos pasos que por allí había. Pero nosotros nos dimos tanta prisa, que sin que tuviesen lugar de juntarse, ya estábamos abajo en todo lo llano. Yendo así, pusiéronse adelante en el camino, ciertos escuadrones de indios, y yo mandé a quince de caballo que rompiesen por ellos, y así fueron alanceando en ellos y mataron algunos, sin recibir ningún daño. Y comenzamos a seguir nuestro camino por la ciudad de Tesuico, que es una de las mayores y más hermosas que hay en todas estas partes. Y como la gente de pie venía algo cansada y se hacía tarde, dormimos en una población que se dice Coatepeque, que es sujeta a esta ciudad de Tesuico, y está de ella tres leguas, y hallárnosla despoblada. Aquella noche tuvimos pensamiento que, como esta ciudad y su provincia, que se dice Aculuacan, es muy grande y de tanta gente, que se puede bien creer que había en ella a la sazón más de ciento cincuenta mil hombres, que quisieran dar sobre nosotros, y yo con diez de caballo comencé la vela y ronda de la prima, e hice que toda la gente estuviese muy apercibida.
Y otro día, lunes, al último de diciembre, seguimos nuestro camino por la orden acostumbrada, y a un cuarto de legua de esta población de Coatepeque, yendo todos en harta perplejidad, y razonando con nosotros si saldrían de guerra o de paz los de aquella ciudad, teniendo por más cierta la guerra, salieron al camino cuatro indios principales con una bandera de oro en una vara, que pesaba cuatro marcos de oro, y por ella daban a entender que venían de paz, la cual Dios sabe cuánto deséabamos y cuantos la habíamos menester, por ser tan pocos y tan apartados de cualquier socorro, y metidos en las fuerzas de nuestros enemigos. Y como vi aquellos cuatro indios, al uno de los cuales ya conocía, hice que la gente se detuviese, y llegué a ellos. Y después de habernos saludado, dijéronme que ellos venían de parte del señor de aquella ciudad y provincia, el cual se decía Guanacacin, y que de su parte me rogaban que en su tierra no hiciese ni consintiese hacer daño alguno, porque de los daños pasados que yo había recibido, los culpantes eran los de Temixtitan y no ellos, y que ellos querían ser vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos, porque siempre guardarían y conservarían nuestra amistad; y que nos fuésemos a la ciudad, que en sus obras conoceríamos lo que teníamos en ellos. Yo les repondí con las lenguas que fuesen bienvenidos, que yo holgaba con toda paz y amistad suya, y que ya que ellos se excusaban de la guerra que me habían dado en la ciudad de Temixtitan, que bien sabían que a cinco o seis leguas de allí de la ciudad de Tuisico, en ciertas poblaciones a ellos sujetas, me habían muerto la otra vez cinco de caballo y cuarenta y cinco peones, y más de trescientos indios de Tascaltecal que venían cargados, y nos habían tomado mucha plata y oro y otras cosas, que, por tanto, pues no se podían excusar de esta culpa, que la pena fuese volvernos lo nuestro, y que de esta manera, aunque todos eran dignos de muerte por haber muerto tantos cristianos, yo quería paz con ellos, pues me convidaban a ella, pero que de otra manera yo había de proceder contra ellos con todo rigor. Ellos me respondieron que todo lo que allí se había tomado lo habían llevado el señor y los principales de Temixtitan, pero que ellos buscarían todo lo que pudiesen y me lo darían. Y preguntáronme si aquel día iría a la ciudad o me aposentarla en una de dos poblaciones que son como arrabales de la dicha ciudad, las cuales se dicen Coatinchan y Guaxuta, que están a una legua y media de ella, y siempre va todo poblado, lo cual ellos deseaban por lo que adelante sucedió. y yo les dije que no me había de detener hasta llegar a la ciudad de Tesuico, y ellos dijeron que fuese en buena hora, y que se querían ir adelante a aderezar la posada para los españoles y para mí, y así se fueron; y llegando a estas dos poblaciones saliéronnos a recibir algunos principales de ellas y a darnos de comer. Y a hora de mediodía llegamos al cuerpo de la ciudad, donde nos habíamos de aposentar, que era en una casa grande que había sido de su padre de Guanacasin, señor de la dicha ciudad. Y antes que nos aposentásemos, estando toda la gente junta, mandé a pregonar, so pena de muerte, que ninguna persona sin mi licencia saliese de la dicha casa y aposentos; lo cual es tan grande, que aunque fuéramos doblados los españoles, nos pudiéramos aposentar bien a placer en ella. Y esto hice porque los naturales de la dicha ciudad se asegurasen y estuviesen en sus casas, porque me parecía que no veíamos la décima parte de la gente que solía haber en la dicha ciudad, ni tampoco veíamos mujeres ni niños que era señal de poco sosiego.
Este día que entramos en esta ciudad, que fue víspera de año nuevo, después de haber entendido en aposentarnos, todavía algo espantados de ver poca gente, y esa que veíamos muy rebozados, teníamos pensamiento que de temor dejaban de parecer y andar por su ciudad, y que con esto estábamos algo descuidados. Y ya que era tarde, ciertos españoles se subieron a algunas azoteas altas, de donde podían sojuzgar toda la ciudad, y vieron cómo todos los naturales de ella la desamparaban, y unos, con sus haciendas, se iban a meter en la laguna con sus canoas, que ellos llaman acales, y otros se subieron a las sierras. Y aunque yo luego mandé proveer en estorbarles la ida, como era ya tarde y sobrevino luego la noche, y ellos se dieron mucha prisa, no aprovechó cosa ninguna. y así, el señor de la dicha ciudad, que yo deseaba como a la salvación haberle a las manos, con muchos de los principales de ella, se fueron a la ciudad de Temixtitan, que está de allí por la laguna seis leguas, y llevaron consigo cuanto tenían. Y a esta causa, por hacer a su salvo lo que querían, salieron a mí los mensajeros que arriba dije, para me detener algo y que no entrase haciendo daño, y por aquella noche nos dejaron, así a nosotros como a su ciudad.
Después de haber estado tres días de esta manera en esta ciudad, sin haber reencuentro alguno con los indios, porque por entonces ni ellos osaban venirnos a acometer, ni nosotros curábamos de salir lejos a buscarlos, porque mi final intención era, siempre que quisiesen venir de paz, recibirlos, y a todos tiempos requerirles con ella, viniéronme a hablar el señor de Coatinchan y Cuaxuta, y el de Autengo, que son tres poblaciones bien grandes, y están, como he dicho, incorporadas y juntas a esta ciudad, y dijéronme llorando que los perdonase porque se habían ausentado de su tierra y que en lo demás ellos no habían peleado conmigo, a lo menos por su voluntad, y que ellos prometían de hacer de ahí en adelante todo lo que en nombre de vuestra majestad les quisiese mandar. Yo les dije por las lenguas que ya ellos habían conocido, el buen tratamiento que siempre les hacía, y que en dejar su tierra y lo demás, ellos tenían la culpa, y que pues me prometían ser nuestros amigos, que poblasen sus casas y trajesen sus mujeres e hijos y que como ellos hiciesen las obras, así los trataría, y así, se volvieron a nuestro parecer no muy contentos.
Como el señor de México y Temixtitan y todos los otros señores de Culúa (que cuando este nombre de Culúa se dice, se ha de entender por todas las tierras y provincias de estas partes, sujetas a Temixtitan) supieron que aquellos señores de aquellas poblaciones se habían venido a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, enviáronles ciertos mensajeros, a los cuales mandaron que les dijesen que lo habían hecho muy mal, y que si de temor era, que bien sabían que ellos eran muchos y tenían tanto poder que a mí y a todos los españoles y a todos los de Tascaltecal nos habían de matar, y muy presto; y que si por no dejar sus tierras lo habían hecho, que las dejasen y se fuesen a Temixtitan, y allá les darían otras mayores y mejores poblaciones donde viviesen. Estos señores de Coatinchan y Guaxuta tomaron a los mensajeros y atáronlos y trajéronmelos, y luego confesaron que ellos habían venido de parte de los señores de Temixtitan, pero que había sido para decirle que fuesen allá para como terceros, pues eran mis amigos, a entender las paces entre ellos y yo, y los de Guaxuta y Coatinchan dijeron que no era así, y que los de México y Temixtitan no querían sino guerra, y aunque yo les di crédito y aquella era la verdad, porque deseaba atraer a los de la ciudad a nuestra amistad, porque de ella dependía la paz o la guerra de las otras provincias que estaban alzadas, hice desatar aquellos mensajeros y díjeles que no tuviesen temor, porque yo les quería tornar a enviar a Temixtitan y que les rogaba que dijesen a los señores que yo no quería guerra con ellos, aunque tenía mucha razón, y que fuésemos amigos, como antes lo habíamos sido, y por más asegurarlos y traer al servicio de vuestra majestad, les envié a decir que bien sabía que los principales que habían sido en hacerme la guerra pasada eran ya muertos, y que lo pasado fuese pasado, y que no quisiesen dar causa a que destruyese sus tierras y ciudades, porque me pesaba mucho de ellos, y con esto solté estos mensajeros, y se fueron, prometiendo traerme respuesta. Los señores de Coatinchan y Guaxuta y yo quedamos por esta buena obra más amigos y confederados, y yo, en nombre de vuestra majestad, les perdoné los"yerros pasados, y así, quedaron contentos.
Después de haber estado en esta ciudad de Tesuico siete u ocho días sin guerra ni reencuentro alguno, fortaleciendo nuestro aposento y dando orden en otras cosas necesarias para nuestra defensa y ofensa de los enemigos, y viendo que ellos no venían contra mí, salí de la dicha ciudad con doscientos españoles, en los cuales había dieciocho a caballo, treinta ballesteros y diez escopeteros, y con tres o cuatro mil indios nuestros amigos, y fuí por la costa de la laguna hasta una ciudad que se dice Iztapalapa, que está por el agua dos leguas de la gran ciudad de Temixtan y seis de esta de Tesuico. La cual dicha ciudad será de hasta diez mil vecinos, y la mitad de ella, y aún las doce terceras partes, puestas en el agua; y el señor de ella, que era hermano de Mutezuma, a quien los indios después de su muerte habían alzado por señor, había sido el principal que nos había hecho la guerra y echado fuera de la ciudad. Y así por esto, como porque había sabido que estaban de muy mal propósito los de esta ciudad de Iztapalapa, determiné de ir a ellos. Y como fuí sentido de la gente de ella, bien dos leguas antes que llegase, luego parecieron en el campo algunos indios de guerra, y otros por la laguna en sus canoas, y así, fuimos todas aquellas dos leguas revueltos peleando, así con los de la tierra, como con los que salían del agua, hasta que llegamos a la dicha ciudad. Y antes, casi dos tercios de legua, abrían una calzada, como presa, que está entre la laguna dulce y la salada, según que por la figura de la ciudad de Temixtitan, que yo envié a vuestra majestad, se podrá haber visto. Y abierta la dicha calzada o presa, comenzó con mucho ímpetu a salir agua de la laguna salada y correr hacia la dulce, aunque están las lagunas desviadas la una de la otra más de media legua, y no mirando en aquel engaño, con la codicia de la victoria que llevábamos, pasamos muy bien y seguimos nuestro alcance hasta entrar dentro, revueltos con los enemigos en la dicha ciudad.
Como estaban ya sobre el aviso, todas las casas de tierra firme estaban despobladas, y toda la gente y despojo de ella metidas en las casas de la laguna, y allí se recogieron los que iban huyendo, y pelearon con nosotros muy reciamente; pero quiso Nuestro señor dar tanto esfuerzo a los suyos, que les entramos hasta meterlos por el agua, a las veces a los pechos, y otras nadando, y les tomamos muchas casas de las que estaban en al agua, y murieron en ellos más de seis mil ánimas, entre hombres, mujeres y niños, porque los indios, nuestros amigos, vista la victoria que Dios nos daba, no entendían en otra cosa, sino en matar a diestro y siniestro. Y porque sobrevino la noche, recogí la gente y use fuego a algunas de aquellas casas; y estándolas quemando, pareció que Nuestro señor me inspiró y trajo a memoria la calzada o presa que había visto rota en el camino y representóseme el gran daño que era; y a más andar, con mi gente junta, me torné a salir de la ciudad, ya noche bien obscura. Cuando llegué a aquella agua, que serían casi las nueve de la noche, había tanta y corría con tanto ímpetu, que la pasamos a volapié, y se ahogaron algunos indios de nuestros amigos, y se perdió todo el despojo que en la ciudad se había tomado; y certifico a vuestra majestad que si aquella noche no pasáramos el agua o aguardáramos tres horas más, que ninguno de nosotros escapara, porque quedásemos cercados de agua, sin tener paso por parte alguna. Y cuando amaneció, vimos cómo el agua de una laguna estaban en el paso de la otra, y no corría más, y toda la laguna salada estaba llena de canoas con gente de guerra, creyendo de tomarnos allí. Aquel día, me volví a Tesuico, peleando algunos ratos con los que salían de la mar, aunque poco daño les podíamos hacer, porque se acogían luego a las canoas, y llegando a la ciudad de Tesuico, hallé la gente que había dejado muy segura y sin haber habido reencuentro alguno, y hubieron mucho placer con nuestra venida y victoria. Y otro día que llegamos falleció un español que vino herido, y aún fue el primero que en campo de los indios me han muerto hasta ahora.
Otro día siguiente, vinieron a esta ciudad ciertos mensajeros de la ciudad de Otumba y otras cuatro ciudades que están junto a ella, las cuales están a cuatro y a cinco y a seis leguas de Tesuico, y dijéronme que me rogaban les perdonase la culpa, si alguna tenían, por la guerra pasada que se me había hecho, porque allí en Otumba fue donde se juntó todo el poder de México y Temixtitan cuando salíamos desbaratados de ella, creyendo que nos acabaran. Bien veían estos de Otumba que no se podían relevar de culpa, aunque se excusaban con decir que habían Sido mandados; y para inclinarme más a benevolencia, dijéronme que los señores de Temixtitan les habían enviado mensajeros a decirles que fuesen de su parcialidad, y que no hiciesen ninguna amistad con nosotros, si no, que vendrían sobre ellos y los destruirían y que ellos querían ser antes vasallos de vuestra majestad y hacer lo que yo les mandase. Y yo les dije que bien sabían ellos cuán culpantes eran de lo pasado, y que para que yo les perdonase y creyese lo que me decían, que me habían de traer atados primero aquellos mensajeros que decían y a todos los naturales de México y Temixtitan que estuviesen en su tierra, y que de otra manera, yo no los había de perdonar; y que se volviesen a sus casas y las poblasen, e hiciesen obras por donde yo conociese que eran buenos vasallos de vuestra majestad; y aunque pasamos otras razones, no pudieron sacar de mí otra cosa, y así, se volvieron a su tierra, certificándome que ellos harían siempre lo que yo quisiese, y de ahí en adelante siempre han sido y son, leales y obedientes al servicio de vuestra majestad.
En la otra relación, muy venturoso y excelentísimo príncipe, dije a vuestra majestad cómo al tiempo que me desbarataron y echaron de la ciudad de Temixtitan sacaba conmigo un hijo y dos hijas de Mutezuma, y al señor de Tesuico, que se decía Cacamacin, y a dos hermanos suyos, a otros muchos señores que tenían presos, y cómo a todos los habían muerto los enemigos, aunque eran de su propia nación, y sus señores algunos de ellos, excepto a los dos hermanos del dicho Cacamacin, que por gran ventura se pudieron escapar, y el uno de estos dos hermanos, que se decía Ipacsuchil, y en otra manera Cucascacin, el cual de antes, yo en nombre de vuestra majestad y con parecer de Motezuma, había hecho señor de esta ciudad de Tesuico y provincia de Aculuacan, al tiempo que yo llegué a la provincia de Tascaltecal, teniéndolo en son de preso, se soltó y se volvió a la dicha ciudad de Tesuico, y como ya en ella habían alzado por señor a otro hermano suyo, que se dice Guanacacin, de que arriba se ha hecho mención, dicen que hizo matar al dicho Cucascacin, su hermano, de esta manera: que como llegó a la dicha provincia de Tesuico, las guardas lo tomaron, e hiciéronlo saber a Guanacacin, su señor, el cual también lo hizo saber al señor de Temixtitan, el cual, como supo que el dicho Cucascacin era venido, creyó que no se pudiera haber soltado, y que debía de ir de nuestra parte para desde allí darnos algún aviso; y luego envió a mandar al dicho Guanacacin que matasen al dicho Cucascacin, su hermano, el cual lo hizo así sin dilatar. El otro, que era hermano menor de ellos, se quedó conmigo, y como era muchacho, imprimió más en él nuestra conversación y tornóse cristiano, y pusímosle por nombre don Fernando; y al tiempo que yo me partí de la provincia de Tascaltecal para éstas de México y Temixtitan, dejéle allí con ciertos españoles, y de lo que con él después sucedió, adelante haré relación a vuestra majestad.
El día siguiente que vine de Iztapalapa a esta ciudad de Tesuico, acordé de enviar a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de vuestra majestad, por capitán, con veinte de caballo y doscientos hombres de pie, entre ballesteros, escopeteros y rodeleros, para dos efectos muy necesarios: el uno, para que echasen fuera de esa provincia a ciertos mensajeros que yo enviaba a la ciudad de Tascaltecal, para saber en qué términos andaban los trece bergantines que allí se hacían, y proveer otras cosas necesarias, así para los de la Villa de la Vera Cruz, como para los de mi compañía; y el otro, para asegurar aquella parte, para que pudiesen ir y venir los españoles seguros, porque por entonces, ni nosotros podíamos salir de esta provincia de Aculuacan sin pasar por tierra de enemigos, ni los españoles que estaban en la villa y en otras partes podían venir a nosotros sin mucho peligro de los contrarios. Y mandé al dicho alguacil mayor que, después de puestos los mensajeros a salvo, llegase a una provincia que se dice Calco, que confina con esta de Aculuacan, porque tenían certificación que los naturales de aquella provincia, aunque eran de la liga de los Culúa, se querían dar por vasallos de vuestra majestad, y que no lo osaban hacer a causa de cierta guarnición de gente que los de Culúa tenían puesta cerca de ellos. y el dicho capitán se partió, y con él iban todos los indios de Tascaltecal que nos habían traido nuestro fardaje, y otros que habían venido a ayudarnos y habían habido algún despojo en la guerra. Y como se adelantaron un poco adelante, el dicho capitán, creyendo que en venir en la rezaga los españoles, los enemigos no osarían salir a ellos, como los vieron los contrarios que estaban en los pueblos de la laguna y en la costa de ella, dieron en la rezaga de los de Tascaltecal, y quitáronles el despojo, y aun mataron alguno de ellos. Y como el dicho capitán llegó con algunos de caballo y con los peones, dieron muy recientemente en ellos, y alancearon y mataron muchos, y los que quedaron, desbaratados, se acogieron a la laguna y a otras poblaciones que están cerca de ella; y los indios de Tascaltecal se fueron a su tierra con lo que les quedó, y también los mensajeros que yo enviaba; y puestos todos a salvo, el dicho Gonzalo de Sandoval siguió su camino para la dicha provincia de Calco, que era bien cerca de allí.
Y otro día de mañana juntóse mucha gente de los enemigos para salir a recibirlos, y puestos los unos y los otros en el campo, los nuestros arremetieron contra los enemigos y desbaratáronles dos escuadrones con los de caballo, en tal manera, que en poco rato les dejaron el campo, y fueron quemando y matando en ellos. Y hecho esto y desembarazado aquel camino, los de Calco salieron a recibir a los españoles, y los unos y los otros se holgaron mucho. Y los principales dijeron que me querían venir a ver y hablar; y así, se partieron y vinieron a dormir a Tesuico, y llegados, vinieron ante mí aquellos principales con dos hijos del señor de Calco, y diéronnos obra de trescientos pesos de oro en piezas, y dijéronme cómo su padre era fallecido, y que al tiempo de su muerte les había dicho que la mayor pena que llevaba era no verme primero que muriese, y que muchos días me había estado esperando; y que les había mandado que, luego como yo a esta provincia viniese, me vinieran a ver y me tuviesen por su padre, y que como ellos habían sabido de mi venida a aquella ciudad de Tesuico, luego quisieran venir a verme, pero que por temor de los de Culúa no habían osado; y que tampoco entonces osaran venir si aquel capitán que yo había enviado no hubiera llegado a su tierra, y que cuando se hubiesen de volver a ella les había de dar otros tantos españoles para volverlos a salvo. Y dijéronme que bien sabía yo que nunca en guerra ni fuera de ella habían sido contra mi, y que también sabía cómo al tiempo que los de Culúa combatían la fortaleza y casa de Temixtitan, y los españoles que yo en ella había dejado cuando me fui a ver a Cempoal con Narváez, que estaban en su tierra dos españoles en guarda de cierto maíz que yo les había mandado recoger en su tierra, y los habían sacado hasta la provincia de Guaxocingo, porque sabían que los de allí eran nuestros amigos, porque los de Culúa no los matasen, como hacían a todos los que hallaban fuera de la dicha casa de Temixtitan. Y todo esto y otras cosas me dijeron llorando, y yo les agradecí mucho su voluntad y buenas obras, y les prometí que haría siempre todo lo que ellos quisiesen y que serían muy bien tratados; y hasta ahora y siempre nos han mostrado muy buena voluntad y están muy obedientes a todo lo que de parte de vuestra majestad se les manda.
Estos hijos del señor de Calco y los que vinieron con ellos, estuvieron allí un día conmigo, y dijéronme que, porque se querían volver a su tierra, que rogaban que les diese gente que los pusiese a salvo, y Gonzalo de Sandoval, con cierta gente de caballo y de pie, se fue con ellos, al cual dije que después de haberlos puesto en su tierra, se llegase a la provincia de Tascaltecal, y que trajese consigo a ciertos españoles que allí estaban, y aquel don Fernando, hermano de Cacamacin, de que arriba he hecho mención. Y después de cuatro o cinco días, el dicho alguacil mayor volvió con los españoles y trajo al dicho don Fernando conmigo. Y después de pocos días, supe cómo por ser hermano de los señores de esta ciudad, le pertenecía a él el señorío, aunque había otros hermanos, y así por esto, como porque estaba esta provincia sin señor, a causa de Guanacucin, señor de ella, su hermano, la había dejado e ídose a la ciudad de Temixtitan, y así por estas causas, como porque era muy amigo de los cristianos, yo, en nombre de vuestra majestad, hice que lo recibiesen por señor. Y los naturales de esta ciudad, aunque por entonces había pocos en ella, de ahí en adelante le obedecieron, y comenzaron a venirse a la dicha ciudad y provincia de Aculuacan muchos de los que estaban huidos, y obedecían y servían al dicho don Fernando, y de ahí en adelante se comenzó a reformar y poblar muy bien la dicha ciudad.
Después, a dos días que esto se hizo, vinieron a mí los dichos señores de Coatinchan y Guaxuta, y dijéronme que supiese de cierto cómo todo el poder de Culúa venía sobre mi y sobre los españoles, y que toda la tierra estaba llena de los enemigos, y que viese si traerían a sus mujeres e hijos donde yo estaba, o si los llevarían a la sierra, porque tenían muy gran temor. Y yo les animé, y dije que no tuviesen ningún miedo y que se estuviesen en sus casas y no hiciesen mudanza, y que no holgaba de cosa más que de verme con los de Culúa en el campo, y que estuviesen apercibidos por toda la tierra, y en viendo o sabiendo que venían los contrarios, me lo hiciesen saber; y así, se fueron llevando muy a cargo lo que les había mandado.
Y yo aquella noche apercibí toda la gente, y puse muchas velas y escuchas en todas las partes que era necesario, y en toda la noche nunca dormimos ni entendimos sino en esto. Así estuvimos esperando toda esta noche y día siguiente, creyendo lo que nos habían dicho los de Guaxuta y Coatinchan, y otro día supe cómo por la costa de la laguna andaban algunos indios de los enemigos haciendo saltos y esperando tomar algunos de los indios de Tascaltecal que iban y venían por cosas para el servicio del real, y supe cómo se habían confederado con dos pueblos sujetos a Tesuico, que estaban allí junto al agua, para desde allí hacer todo el daño que pudiesen. Hacían para fortalecerse en ellos albarradas y acequias y otras cosas para su defensa, y como supe esto, otro día tomé doce de caballo y doscientos peones y dos tiros pequeños de campo, y fui allí adonde andaban los contrarios que sería legua y media de la ciudad. Y en saliendo de ella topé con ciertos espías de los enemigos y con otros que estaban en salto, y rompimos por ellos, y alcanzamos y matamos algunos, y los que quedaron se echaron al agua, y quemamos parte de aquellos pueblos, y así nos volvimos al aposento con mucho placer y victoria. Y otro día tres principales de aquellos pueblos vinieron a pedirme perdón por lo pasado, y rogáronme que no los destruyese mas, y que ellos me prometían de no recibir más en sus pueblos a ninguno de los de Temixtitan. Y porque éstas no eran personas de mucho caso, y eran vasallos de don Fernando, yo les perdoné en nombre de vuestra majestad, y luego otro día ciertos indios de esta población vinieron a mi medio descalabrados y maltratados, y dijéronme cómo los de México y Temixtitan habían vuelto a su pueblo, y como en ellos no hallaron el recibimiento que solían, los habían maltratado y llevado presos algunos de ellos, y que si no se defendieran, los llevaran a todos; que me rogaban que estuviese sobre aviso, por manera que cuando los de Temixtitan volviesen, yo les pudiese saber a empo que les pudiese ir a socorrer, y así se partieron para su pueblo.
La gente que había dejado en la provincia de Tascaltecal haciendo los bergantines, tenían nuevas cómo al puerto de la Villa de la Vera Cruz, había llegado una nao en que venían, sin los marineros, treinta o cuarenta españoles, ocho caballos, algunas ballestas y escopetas, y pólvora, y como no habían sabido cómo nos iba en la guerra, ni había seguridad para pasar a nosotros, tenían mucha pena, y estaban allí detenidos algunos españoles que no osaban venir, aunque deseaban traerme tan buena nueva. Y como sintió un criado mío que yo había dejado allí, que algunos se querían atrever a venir donde yo estaba, mandó a pregonar, so graves penas, que nadie saliese de allí hasta que yo lo enviase a mandar; y un mozo mío, como vio que con cosa del mundo no habría más placer que con saber la venida de la nao y del socorro que traía, aunque la tierra no era segura, de noche salió y vino a Tesuico, de que nos espantamos mucho haber llegado vivos, y tuvimos mucho placer con las nuevas, porque teníamos extrema necesidad de socorro.
Este mismo día, muy católico señor, llegaron allí a Tesuico ciertos hombres de bien, mensajeros de los de Calco, y dijéronme cómo a causa de haberse venido a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, todos los de México y Temixtitan venían sobre ellos para destruirlos y matarlos, y que para ello habían convocado y apercibido a todos los cercanos a su tierra, y me rogaban que los socorriese y ayudase en tan gran necesidad, porque pensaban verse en grandísimo estrecho si así no lo hacía. Y certifico a vuestra majestad que, como en la otra relación escribí, allende de nuestro trabajo y necesidad, la mayor fatiga que tenia era no poder ayudar a los indios nuestros amigos, que por ser vasallos de vuestra majestad eran molestados y trabajados de los de Culúa, aunque en esto, yo y los de mi compañía poníamos toda nuestra posibilidad, porque nos parecía que en ninguna cosa podíamos servir más a vuestra cesárea majestad, que en favorecer y ayudar a sus vasallos.
Por la coyuntura en que estos de Chalco me tomaron, no pude hacer con ellos lo que yo deseaba, pero díjeles que, porque yo a la sazón quería enviar por los bergantines, y para ello tenían apercibidos a todos los de la provincia de Tascaltecal, de donde se habían de traer en piezas, y tenía necesidad de enviar para ello gente de caballo y de pie, que ya sabían que los naturales de la provincia de Guajocingo y Chururtecal y Guacachula eran vasallos de vuestra majestad y amigos nuestros, que fuesen a ellos, y de mi parte les rogasen, ya que vivían muy cerca de su tierra, los viniesen a ayudar y socorrer, y enviasen allí gente de guarnición con que pudiesen estar seguros en tanto que yo los socorría, porque otro remedio al presente yo no les podía dar. Y aunque ellos no quedaron tan satisfechos como si les diera algunos españoles, agradeciéronmelo, y rogáronme, que, para que fuesen creídos, les diese una carta mía, y también para que con más seguridad se lo osasen rogar; porque entre estos de Chalco y los de dos provincias de aquellas, como eran de diversas parcialidades, había siempre diferencias. Y estando así dando orden en esto, llegaron acaso ciertos mensajeros de las dichas provincias de Guajocingo y Guacahula, y estando presentes los de Chalco, dijeron cómo los señores de aquellas provincias no habían visto ni sabido de mí después que había partido de la provincia de Tascaltecal. Como quiera que ellos siempre tenían puesto sus velas por las sierras y cerros que confinan con su tierra y sojuzgan las de México y Temixtitan, para que viendo muchas ahumadas, que son las señales de la guerra, me viniesen a ayudar y favorecer con sus vasallos y gente, y porque de poco acá habían visto más ahumadas que nunca, venían a saber cómo estaba, y si tenía necesidad, para luego proveer de gente de guerra.
Yo se lo agradecía mucho, y les dije que, bendito Nuestro Señor, los españoles y yo estábamos buenos y siempre habíamos tenido victoria contra los enemigos, y que demás de holgar mucho con su voluntad y presencia, que holgaba más por confederarlos y hacer amigos con los de Chalco, que estaban presentes, y que así, les rogaba, pues los unos y los otros eran vasallos de vuestra majestad, que fuesen buenos amigos y se ayudasen y socorriesen contra los de Culúa, que eran malos y perversos, especialmente ahora, que los de Chalco tenían necesidad de socorro porque los de Culúa querían venir sobre ellos; y así, quedaron muy amigos y confederados. Y después de haber estado dos días allí conmigo, los unos y los otros se fueron muy alegres y contentos, y se ayudaron y socorrieron los unos a los otros.
Después de tres días, porque ya sabíamos que los trece bergantines estaban acabados de labrar y la gente que los había de traer apercibida, envié a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con quince de caballo y doscientos peones, para traerlos, al cual mandé que destruyese y asolase un pueblo grande, sujeto a esta ciudad de Tesuico, que linda con los términos de la provincia de Tascaltecal, porque los naturales de él me habían matado cinco de caballo y cuarenta y cinco peones que venían de la Villa de la Vera Cruz a la ciudad de Temixtitan, cuando yo estaba cercado en ella, no creyendo que tan gran traición se nos había de hacer; y como al tiempo que esta vez entramos en Tesuico hallamos en los adoratorios o mezquitas de la ciudad, los cueros de los cinco caballos con sus pies y manos y herraduras cosidos, y tan bien adobados como en todo el mundo lo pudieran hacer, y en señal de victoria, ellos y mucha ropa y cosas de los españoles ofrecido a sus ídolos, y hallamos la sangre de nuestros compañeros y hermanos derramada y sacrificada por todas aquellas torres y mezquitas, fue cosa de tanta lástima, que nos renovó todas nuestras tribulaciones pasadas.
Y los traidores de aquel pueblo y de otros a él comarcanos, al tiempo que aquellos cristianos por allí pasaron, hiciéronles buen recibimiento, para asegurarlos y hacer en ellos la mayor crueldad que nunca se hizo, porque ajando por una cuesta y mal paso, todo a pie, trayendo los caballos a diestro, de manera que no se podían aprovechar de ellos, puestos los enemigos en celada de una parte y de la otra del mal paso, los tomaron en medio, y de ellos mataron y tomaron a vida para traer a Tesuico a sacrificar y sacarles los corazones delante de sus ídolos; y esto parece que fue así, porque cuando el dicho alguacil mayor por allí pasó, ciertos españoles que iban con él, en una casa de un pueblo que está entre Tesuico y aquel donde mataron y prendieron los cristianos, hallaron en una pared blanca escritas con carbón estas palabras: "Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste", que era un hidalgo de los cinco de caballo, que sin duda fue cosa para quebrar el corazón a los que lo vieron. Y llegado el dicho alguacil mayor a este pueblo, como los naturales de él conocieron su gran yerro y culpa, comenzaron a ponerse en huida, y los de caballo y los peones españoles e indios nuestros amigos, siguieron el alcance y mataron a muchos, y prendieron y cautivaron muchas mujeres y niños, que se dieron por esclavos, aunque, movido a compasión, no quiso Sandoval matar ni destruir cuanto pudiera, y aún antes que de allí partiese, hizo recoger la gente que quedaba y que se viniesen a su pueblo; y así, está hoy muy poblado y arrepentido de lo pasado.
El dicho alguacil mayor pasó adelante cinco o seis leguas a una población de Tascaltecal, que es la más junta a los términos de Culúa, y allí halló a los españoles y gente que traían los bergantines. Y otro día que llegó, partieron de allí con la tablazón y ligazón de ellos, la cual traían con mucho concierto más de ocho mil hombres, que era cosa maravillosa de ver, y así me parece que es de oír, llevar trece fustas dieciocho leguas por tierra; que certifico a vuestra majestad que desde la avanguardia a la retroguardia había bien dos leguas de distancia. Y como comenzaron su camino llevando en la delantera ocho de caballo y cien españoles, y en ella y en los lados por capitanes, de más de diez mil hombres de guerra, a Yustecad y Teutipil, que son dos señores de los principales de Tascaltecal, y en la rezaga venían otros cierto y tantos españoles con otros ocho de caballo, y en ella venia por capitán, con otros diez mil hombres de guerra muy bien aderezados, Chichimecatecle, que es de los principales señores de aquella provincia, con otros capitanes que traía consigo. El cual, al tiempo que partieron de ella, llevaba la delantera con la tablazón, y la rezaga la traían los otros dos capitanes con la ligazón; y como entraron en tierra de Culúa, los maestros de los bergantines mandaron llevar en la delantera la ligazón de ellos, y que la tablazón se quedase atrás, porque era cosa de más embarazo si algo les acaeciese, lo cual, si fuera, había de ser en la delantera. Y Chichimecatecle, que traía la dicha tablazón, como siempre hasta allí con la gente de guerra había traído la delantera, tomólo por afrenta, y fue cosa recia acabar con él que se quedase en la retroguardia, porque él quería llevar el peligro que se pudiese recibir, y como ya lo concedió, tampoco quería que en la rezaga se quedasen en guarda ningunos españoles, porque es hombre de mucho esfuerzo y quería él ganar aquella honra.
Y llevaban estos capitanes dos mil indios cargados con su vitualla. Y así, con esta orden y concierto fueron su camino, en el cual se detuvieron tres días, y al cuarto entraron en esta ciudad con mucho placer y estruendo de atabales, y yo los salí a recibir. Y como arriba digo, extendíase tanto la gente, que desde que los primeros comenzaron a entrar, hasta que los postreros hubieron acabado, se pasaron más de seis horas sin quebrar el hilo de la gente. Y después de llegados y agradecido a aquellos señores las buenas obras que nos hacían, híceles aposentar y proveer lo mejor que se pudo; y ellos me dijeron que traían deseo de verse con los de Culúa, y que viese lo que mandaba, que ellos y aquella gente venían con deseos y voluntad de vengarse o morir con nosotros, y yo les di las gracias, y les dije que reposasen y que presto les daría las manos llenas.
Después que toda esta gente de guerra de Tascaltecal hubo reposado en Tesuico tres o cuatro días, que cierto era para la manera de acá muy lucidamente, hice apercibir veinticinco de caballo, trescientos peones, cincuenta ballesteros y escopeteros y seis tiros pequeños de campos, y sin decir a persona alguna dónde íbamos, salí de esta ciudad a las nueve del día. Y conmigo salieron los capitanes ya dic os, con más de treinta mil hombres, por sus escuadrones muy bien ordenados, según la manera de ellos. Y a cuatro leguas de esta ciudad, ya que era tarde, encontramos un escuadrón de gente de guerra de los enemigos, y los de caballos rompimos por ellos y los desbaratamos. Y los de Tascaltecal, como son muy ligeros, siguiéronnos y matamos muchos de los contrarios, y aquella noche dormimos en el campo muy sobre aviso. Y otro día de mañana seguimos nuestro camino, y yo no había dicho aún adónde era mi intención de ir, lo cual había porque me recelaba de algunos de los de Tesuico que iban con nosotros, que no diesen aviso de lo que yo quería hacer a los de México y Temixtitan, porque aún ni tenia ninguna seguridad de ellos.
Y llegados a una población que se dice Xaltoca, que está asentada en medio de la laguna, y alrededor de ella hallamos muchas y grandes acequias llenas de agua y hacían la dicha población muy fuerte, porque los de caballo no podían entrar a ella, y los contrarios daban muchas gritas, tirándonos muchas varas y flechas; y los peones, aunque con trabajo, entráronlos dentro y echáronlos fuera, y quemaron mucha parte del pueblo. Y aquella noche nos fuimos a dormir a una legua de allí, y en amaneciendo, tomamos nuestro camino, y en él hallamos los enemigos, y de lejos comenzaron a gritar, como lo suelen hacer en la guerra, que cierto es cosa espantosa oirlos, y nosotros comenzamos a seguirlos; y siguiéndolos, llegamos a una grande y hermosa ciudad que se dice Goatitan, y hallárnosla despoblada, y aquella noche nos aposentamos en ella.
Otro día siguiente, pasamos adelante, y llegamos a otra ciudad que se dice Tenainca, en la cual no hallamos resistencia alguna, y sin detenernos pasamos a otra que se dice Acapuzalco, que todas están alrededor de la laguna, y tampoco nos detuvimos en ella, porque deseaba mucho llegar a otra ciudad que estaba allí cerca, que se dice Tacuba, que está muy cerca de Temixtitan. Y ya que estábamos junto a ella, hallamos también alrededor muchas acequias de agua y los enemigos muy a punto, y como los vimos, nosotros y nuestros amigos arremetimos a ellos, y entrámosles la ciudad, y matando a algunos, los echamos fuera de ella, y como ya era tarde, aquella noche no hicimos más de aposentarnos en una casa, que era tan grande que cupimos todos bien a placer en ella, y en amaneciendo, los indios nuestros amigos comenzaron a saquear y quemar toda la ciudad, salvo el aposento donde estábamos, y pusieron tanta diligencia, que aún de él se quemó un cuarto, y esto se hizo porque cuando salimos la otra vez desbaratados de Temixtitan, Pasando por esta ciudad, los naturales de ella, juntamente con los de Temixtitan, nos hicieron muy cruel guerra y nos mataron muchos españoles.
En seis días que estuvimos en esta ciudad de Tacuba ninguno hubo en que no tuviésemos muchos reencuentros y escaramuzas con los enemigos, y los capitanes de la gente de Tascaltecal y los suyos, hacían muchos desafíos con los de Temixtitan, y peleaban los unos con los otros muy hermosamente, y pasaban entre ellos muchas razones, amenazándose los unos con los otros, y diciéndoles muchas injurias, que sin duda era cosa para ver, y en todo este tiempo siempre morían muchos de los enemigos, sin peligrar ninguno de los nuestros, porque muchas veces les entrábamos por las calzadas y puentes de la ciudad, aunque como tenían tantas defensas, nos resistían fuertemente. Y muchas veces fingían que nos daban lugar para que entrásemos dentro, diciéndonos: "Entrad, entrad a holgaros"; y otras veces nos decían: "¿Pensáis que hay ahora otro Mutezuma, para que haga todo los que vosotros quisierais?". Y estando en estas pláticas yo me llegué una vez cerca de un puente que tenían quitado, y estando ellos en la otra parte, hice señal a los nuestros que estuviesen quedos, y ellos también, como vieron que yo les quería hablar, hicieron callar a su gente, y díjeles que por qué eran locos y querían ser destruidos. Y si había allí entre ellos algún señor principal de los de la ciudad, que se llegase allí, porque le quería hablar. Y ellos me respondieron que toda aquella multitud de gente de guerra que por allí veía, que todos eran señores, por tanto, que dijese lo que quería. Y como yo no respondí cosa alguna, comenzáronme a deshonrar, y no se quien de los nuestros díjoles que se morían de hambre, y que no les habíamos de dejar salir de allí a buscar de comer. Y respondieron que ellos no tenían necesidad, y cuando la tuviesen, que de nosotros y los de Tascaltecal comerían. Y uno de ellos tomó unas tortas de pan de maíz y arrojólos hacia nosotros diciendo: "Tomad y comed, si tenéis hambre, que nosotros ninguna tenemos". Y comenzaron luego a gritar y pelear con nosotros.
Y como mi venida a esta ciudad de Tacuba había sido Principalmente para hacer plática con los de Temixtitan, y saber qué voluntad tenían, y mi estada allí no aprovechaba ninguna cosa, a cabo de los seis días, acordé volverme a Tesuico para dar prisa en ligar y acabar los bergantines, para por la tierra y por la agua ponerles cerco; y el día que partimos, vinimos a dormir a la ciudad de Goatitan, de que arriba se ha hecho mención, y los enemigos no hacían sino seguirnos, y los de caballo, de cuando en cuando revolvíamos sobre ellos, y así, nos quedaban algunos entre las manos. Y otro día comenzamos a caminar, y como los contrarios veían que nos veníamos, creían que de temor lo hacíamos, y juntóse gran número de ellos, y comenzáronnos a seguir. Y como yo Vi esto, mandé a la gente de pie que se fuesen adelante y que no se detuviesen, y que en la rezaga de ellos fuesen cinco de caballo y yo me quedé con veinte, y mandé a seis de caballo que se pusiesen en una cierta parte en celada, y otros seis en otra, y otros cinco en otra, y yo con otros tres en otra; y que como los enemigos pasasen, pensando que todos íbamos juntos adelante, en oyéndome el apellido del señor Santiago, saliesen y les diesen por las espaldas. Y como fue tiempo salimos y comenzamos alancear en ellos, y duró el alcance cerca de dos leguas, todas llanas como la palma, que fue muy hermosa cosa, y así murieron muchos de ellos a nuestras manos y de los indios nuestros amigos, y se quedaron, y nunca más nos siguieron, y nosotros no volvimos y alcanzamos a la gente. Aquella noche dormimos en una gentil población, que se dice Aculman, que está dos leguas de la ciudad de Tesuico, para donde otro día nos partimos, y a mediodía entramos en ella, y fuimos muy bien recibidos del alguacil mayor, que yo había dejado por capitán, y de toda la gente, y holgaron mucho con nuestra venida, porque desde el día que de allí habíamos partido, nunca habían sabido de nosotros y de lo que nos había sucedido, y estaban con muy grandísimo deseo de saberlo. Y otro día que hubimos llegado, los señores y capitanes de la gente de Tascaltecal me pidieron licencia, y se partieron para su tierra muy contentos y con algún despojo de los enemigos.
Dos días después de entrados a esta ciudad de Tesuico, llegaron a mí ciertos indios mensajeros de los señores de Calco, y dijéronme cómo les habían mandado que me hiciesen saber de su parte que los de México y Temixtitan iban sobre ellos a destruirlos, y que me rogaban les enviase socorro, como otras veces me lo habían pedido. Y yo proveí luego de enviar con Gonzalo de Sandoval veinte de caballo y trescientos peones, al cual encargué mucho que se diese prisa, y llegado, trabajase de dar todo el favor y ayuda que fuese posible a aquellos vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos; y llegado a Calco, halló mucha gente junta, así de aquella provincia como de las de Guajocinco y Guacachula, que estaban esperando; y dando orden en lo que se había de hacer, partiéronse y tomaron su camino para una población que se dice Guastepeque, donde estaba la gente de Culúa en guarnición, y de donde hacían daño a los de Calco. Y a un pueblo que estaba en el camino salió mucha gente de los contrarios, y como nuestros amigos eran muchos y tenían en ventaja a los españoles y a los de caballos, todos juntos rompieron con ellos y desampararon el campo; y matando en ellos, siguieron a los enemigos, y en aquel pueblo que está antes de Guastepeque reposaron aquella noche, y otro día se partieron; y ya que llegaban junto a la dicha población de Guastepeque, los de Culúa comenzaron a pelear con los españoles, pero en poco rato los desbarataron y matando en ellos, los echaron fuera del pueblo, y los de caballo se apearon para dar de comer a sus caballos y aposentarse. Y estando así descuidados de lo que sucedió, llegan los enemigos hasta la plaza del aposento, apellidando y gritando muy fieramente, echando muchas piedras, varas y flechas, y los españoles dieron alarma; y ellos y nuestros amigos, dándose mucha prisa, salieron a ellos y echáronlos fuera otra vez, y siguieron el alcance más de una legua, y mataron muchos de los contrarios, y volviéronse aquella noche bien cansados a Guastepeque, en donde estuvieron reposando dos días.
En este tiempo, el alguacil mayor supo cómo en un pueblo más adelante, que se dice Acapichtla, había mucha gente de guerra de los enemigos, y determinó de ir allá a ver si se darían de paz y a requerirles con ella, y este pueblo era muy fuerte y puesto en una altura, y donde no pudiesen ser ofendidos de los de caballos, y como llegaron los españoles, los del pueblo, sin esperar cosa alguna, comenzaron a pelear con ellos, y desde lo alto echar muchas piedras; y aunque iba mucha gente de nuestros amigos con el dicho alguacil mayor, viendo la fortaleza de la villa, no osaban acometer ni llegar a los contrarios. Como esto vio el dicho alguacil mayor y los españoles, determinaron de morir o subirles Por fuerza a lo alto del pueblo, y con el apellido de señor Santiago, comenzaron a subir; y plugo a Nuestro señor darles tanto esfuerzo, que aunque era mucha la ofensa y resistencia que se les hacía, les entraron, aunque hubo muchos heridos. Y como los indios nuestros amigos los siguieron y los enemigos se vieron de vencida, fue tanta la matanza de ellos a manos de los nuestros, y de ellos despeñados de lo alto, que todos los que allí se hallaron afirman que un río pequeño que cercaba casi aquel pueblo, por más de una hora fue teñido en sangre, y les estorbó de beber por entonces, porque como hacía mucho calor tenían necesidad de ello. Y dando conclusión a esto, dejando al fin estas dos poblaciones de paz, aunque bien castigadas, por haberla al principio negado, el dicho alguacil mayor se volvió con toda la gente a Tesuico; y crea vuestra católica majestad, que ésta fue una bien señalada victoria, y donde los españoles mostraron bien singularmente su esfuerzo.
Como los de México y Temixtitan supieron que los españoles y los de Calco habían hecho tanto daño en su gente, acordaron de enviar sobre ellos ciertos capitanes con mucha gente, y como los de Calco tuvieron aviso de esto, enviaron a rogarme a mucha prisa que les enviase socorro; y yo torné luego a despachar al dicho alguacil mayor con cierta gente de pie y de caballo; pero cuando llegó, ya los de Culúa y los de Calco se habían visto en el campo, y habían peleado los unos y los otros muy reciamente; y plugo a Dios que los de Calco fueron vencedores, y mataron muchos de los contrarios, y prendieron bien cuarenta personas de ellos, entre los cuales había un capitán de los de México y otros dos principales, los cuales todos entregaron los de Calco al dicho alguacil mayor para que me los trajese; el cual me envió algunos de ellos, y dejo consigo otros, porque por seguridad de los de Calco estuvo con toda la gente en un pueblo suyo que es frontera de los de México. Y después que le pareció que no había necesidad de su estada, se volvió a Tesuico, y trajo consigo a los otros prisioneros que le habían quedado. En medio tiempo tuvimos otros muchos arrebatos y reencuentros con los naturales de Culúa, y por evitar prolijidad los dejo de especificar.
Como ya el camino para la Villa de la Vera Cruz desde esta ciudad de Tesuico estaba seguro, y podían ir y venir por él, los de la villa tenían cada día nuevas de nosotros, y nosotros de ellos, lo cual antes cesaba. Y con un mensajero enviáronme ciertas ballestas, escopetas y pólvora, con que tuvimos grandísimo placer; y a los dos días me enviaron otro mensajero, con el cual me hicieron saber que al puerto habían llegado tres navíos, y que traían mucha gente y caballos, y que luego los despacharían para acá, y según la necesidad que teníamos, milagrosamente nos envió Dios este socorro.
Yo buscaba siempre, muy poderoso Señor, todas las maneras y formas que podía para atraer a nuestra amistad a estos de Temixtitan; lo uno, porque no diesen causa a que fuesen destruidos, y lo otro, por descansar de los trabajos de todas las guerras pasadas, y principalmente porque de ello sabía que redundaba en servicio de vuestra majestad. Y dondequiera que podía haber alguno de la ciudad, se lo tornaba a enviar, Para amonestarlos y requerirles que se diesen de paz. Y el Miércoles Santo, que fue 27 de marzo del año 521, hice traer ante mí a aquellos principales de Temixtitan que los de Calco habían prendido, y díjeles si querían algunos de ellos ir a la ciudad y hablar de mi parte a los señores de ella, y rogarles que no curasen de tener más guerra conmigo, y que se diesen por vasallos de vuestra majestad, como antes lo habían hecho, porque yo no los quería destruir, sino ser su amigo. Y aunque se les hizo de mal, porque tenían temor que yéndoles con aquel mensaje los matarían, dos de aquellos prisioneros se determinaron de ir, y pidiéronme una carta; y aunque ellos no habían de entender lo que en ella iba, sabían que entre nosotros se acostumbraba, y que llevándola ellos los de la ciudad les darían crédito. Pero con las lenguas yo les di a entender lo que en la carta decía, que era lo que yo a ellos les había dicho. Y así se partieron, y yo mandé a cinco de caballo que saliesen con ellos hasta ponerlos a salvo.
El Sábado Santo los de Calco y otros sus aliados y amigos, me enviaron a decir que los de México venían sobre ellos, y mostráronme en un paño blando grande la figura de todos los pueblos que contra ellos venían, y los caminos que traían, y me rogaban que en todo caso les enviase socorro, y yo les dije que de ahí a cuatro o cinco días se lo enviaría, y que si entre tanto se veían en necesidad, que me lo hiciesen saber y que yo los socorrería; y al tercer día de Pascua de Resurrección, volviéronme a decir que me rogaban que brevemente fuese el socorro, porque a más andar se acercaban los enemigos. Yo les dije que yo quería irles a socorrer, y mandé a pregonar que para el viernes siguiente estuviesen apercibidos veinticinco de caballo y trescientos hombres de pie.
El jueves antes vinieron a Tesuico ciertos mensajeros de las provincias de Tazapan, Mascalcingo y Nauta, y de otras ciudades que están en su comarca, y dijéronme que se venían a dar por vasallos de vuestra majestad, y a ser nuestros amigos, porque ellos nunca habían matado ningún español ni se habían alzado contra el servicio de vuestra majestad, y trajeron cierta ropa de algodón; yo se lo agradecí, y les prometí que si eran buenos se les haría buen tratamiento, y así, se volvieron contentos.
El viernes siguiente, que fue 5 de abril del dicho año 521, salí de esta ciudad de Tesuico con los treinta de caballo y los trescientos peones que estaban apercibidos, y dejé en ella otros veinte de caballo y otros trescientos peones, y por capitán a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor. Y salieron conmigo más de veinte mil hombres de los de Tesuico, y en nuestra ordenanza, fuimos a dormir a una población de Calco que se dice Talmanalco, donde fuimos bien recibidos y aposentados; y allí porque está una buena fuerza, después que los de Calco fueron nuestros amigos, siempre tenían gente de guarnición, porque es frontera de los de Culúa; y otro día llegamos a Calco a las nueve del día, que nos detuvimos más de hablar a los señores de allí, y decirles mi intención, que era dar una vuelta en torno de las lagunas, porque creía que acabada esta jornada, que importaba mucho, hallaría hechos los trece bergantines y aparejados para echarlos al agua. Y como hube hablado a los de Calco, partimos aquel día a vísperas, y llegamos a una población suya, donde se juntaron con nosotros más de cuarenta mil hombres de guerra, nuestros amigos, y aquella noche dormimos allí. Y porque los naturales de la dicha población me dijeron que los de Culúa me estaban esperando en el campo, mandé que al cuarto del alba toda la gente estuviera en pie y apercibida; y otro día, en oyendo misa, comenzamos a caminar, y yo tomé la delantera con veinte de caballo, y en la rezaga quedaron diez, y así pasamos por entre unas sierras muy agras. Y a las dos después del mediodía, llegamos a un peñol muy alto y agro, y encima de él estaba mucha gente de mujeres y niños, y todas las laderas llenas de gente de guerra; y comenzaron luego a dar muy grandes alaridos, haciendo muchas ahumadas, tirándonos con hondas y sin ellas muchas piedras, flechas y varias, por manera que en llegándonos cerca recibíamos mucho daño. Y aunque habíamos visto que en el campo no nos habían osado esperar, parecíame, aunque era otro nuestro camino, que era poquedad pasar adelante sin hacerles algún mal sabor, y porque no creyesen nuestros amigos que de cobardía lo dejábamos de hacer, comencé a dar una vista en torno al peñol, que había casi una legua, y cierto era tan fuerte, que parecía locura querernos poner en ganárselo, y aunque les pudiera poner cerco y hacerles darse de pura necesidad, yo no me podía detener. Y así, estando en esta confusión, determiné subir el risco en tres partes que yo había visto, y mandé a Cristóbal Corral, alférez de sesenta hombres de pie, que yo traía siempre en mi compañía, que con su bandera acometiera y subiese por la parte más agra, y que ciertos escopeteros y ballesteros le siguiesen. Y Juan Rodríguez de Villafuerte y a Francisco Verdugo, capitanes, que con su gente y con ciertos escopeteros y ballesteros, subiesen por la ora parte. Y a Pedro Dircio y Andrés de Monjaraz, capitanes, acometiesen por la otra parte con otros pocos ballesteros y escopeteros, y que en oyendo soltar una escopeta, todos determinasen subir y hacer la victoria o morir. Y luego, en soltando la escopeta, comenzaron a subir y ganaron a los contrarios dos vueltas del peñol, que no pudieron subir más, porque con pies y manos no se podían tener, porque era sin comparación la aspereza y agrura de aquel cerro. Y echaban tantas piedras de lo alto con las manos y rodando, que aún los pedazos que se quebraban y sembraban, hacían infinito daño; y fue tan recia la ofensa de los enemigos, que nos mataron dos españoles e hirieron más de veinte; y en fin, en ninguna manera pudieron pasar de allí. Y yo, viendo que era imposible poder hacer más de lo hecho, y que se juntaban muchos de los contrarios en socorro de los del peñol, que todo el campo estaba lleno de ellos, mandé a los capitanes que se volviesen, y bajados los de caballo, arremetimos a los que estaban en lo llano, y echárnoslos de todo el campo, alanceando y matando en ellos, durando el alcance más de hora y media. y como era mucha la gente, los de caballo derramáronse a una parte y a otra, y después de recogidos, de algunos de ellos fui informado cómo habían llegado obra de una legua de allí y habían visto otro peñol con mucha gente, pero que no era tan fuerte, y que por lo llano cerca de él habían mucha población, y que no faltarían dos cosas que en este otro nos habían faltado: la una era agua, que no la había acá, y la otra, que por no ser tan fuerte el cerro, no habría tanta resistencia y se podía sin peligro tomar la gente. Y aunque con harta tristeza de no haber alcanzado victoria, partimos de allí, y fuimos aquella noche a dormir cerca del otro peñol, donde pasamos harto trabajo y necesidad, porque tampoco hallamos agua, ni en todo aquel día la habíamos bebido nosotros ni los caballos; y así , nos estuvimos aquella noche oyendo hacer a los enemigos mucho estruendo de atabales, bocinas y gritas.
Y en siendo de día claro, ciertos capitanes y yo comenzamos a mirar el risco, el cual nos parecía casi tan fuerte como el otro, pero tenía dos padrastros más altos que no él, y no tan agros de subir, y en éstos estaba mucha de gente de guerra para defenderlos. Y aquellos capitanes y yo, y otros hidalgos que allí estaban, tomamos nuestras rodelas y fuimos a pie hacia allí, no para más de ver la fuerza del peñol y por dónde se podría combatir; y la gente, como nos vio ir, aunque no los habíamos dicho cosa alguna, nos siguió. Y como llegamos al pie del peñol, los que estaban en los padrastros de él creyeron que yo quería acometer por el medio, y desamparáronlos por socorrer a los suyos. Y como yo vi el desconcierto que habían hecho, y que tomados aquellos dos padrastros se les podía hacer mucho daño, sin hacer mucho bullicio mandé a un capitán que de presto subiese con su gente y tomase él un padrastro de aquellos más agro, que habían desamparado, y así fue hecho. Y yo con la otra gente comencé a subir el cerro arriba, allí donde estaba la mayor fuerza de la gente, y plugo a Dios que las gané una vuelta de él, y pusímonos en una altura que casi igualaba con lo alto de donde ellos peleaban, lo cual parecía que era cosa imposible poderles ganar, a lo menos sin infinito peligro. Y ya un capitán había puesto su bandera en lo más alto del cerro, y de allí comenzó a soltar escopetas y ballestas en los enemigos. Y como vieron el daño que recibían, y considerando el porvenir, hicieron señal que se querían dar, y pusieron las armas en el suelo. Y como mi motivo sea siempre dar a entender a esta gente que no les queremos hacer mal ni daño por más culpados que sea, especialmente queriendo ellos ser vasallos de vuestra majestad, y es gente de tanta capacidad que todo lo entienden y conocen muy bien, mandé que no se les hiciese más daño, y llegados a hablarme, los recibí bien. Y como vieron cuán bien con ellos se había hecho, hiciéronlo saber a los del otro peñol, los cuales, aunque habían quedado con victoria, determinaron de darse por vasallos de vuestra majestad, y viniéronme a pedir perdón por lo pasado.
En esta población de cabe el peñol estuve dos días, y de allí partí, y a las diez del día llegamos a Guastepeque, de que arriba he hecho mención, y en la casa de una huerta del señor de allí nos aposentamos todos, la cual huerta es la mayor y más hermosa y fresca que nunca se vio, porque tiene dos leguas de circuito, y por medio de ella va una muy gentil ribera de agua, y de trecho a trecho, cantidad de dos tiros de ballestas, hay aposentamientos y jardines muy frescos, e infinitos árboles de diversas frutas, y muchas hierbas y flores olorosas, que cierto es cosa de admiración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta. Y aquel día reposamos en ella, donde los naturales nos hicieron el placer y servicio que pudieron. Y otro día partimos, y a las ocho horas del día, llegamos a una buena población que se dice Yautepeque, en la cual estaban esperándonos mucha gente de guerra de los enemigos. Y como llegamos pareció que quisieron hacernos alguna señal de paz, o por el temor que tuvieron o por engañarnos. Pero luego en continente, sin más acuerdo, comenzaron a huir, desamparando su pueblo, y yo no curé de detenerme en él, y con los treinta de caballo dimos tras ellos bien dos leguas, hasta encerrarlos en otro pueblo que se dice Gilutepeque, donde alanceamos y matamos muchos. Y en este pueblo hallamos la gente muy descuidada, porque llegamos primero que sus espías, y murieron algunos, y tomáronse muchas mujeres y muchachos, y todos los demás huyeron; yo estuve dos días en este pueblo, creyendo que el señor de él se viniera a dar por vasallo de vuestra majestad, y como nunca vino, cuando partí hice poner fuego al pueblo, y antes que de él saliese, vinieron ciertas personas del pueblo antes, que se dice Yautepeque, y rogáronme que lo perdonase, y que ellos se querían dar por vasallos de vuestra majestad. Yo los recibí de buena voluntad, porque en ellos se había hecho ya buen castigo.
Aquel día que partí, a las nueve del día llegué a vista de un pueblo muy fuerte, que se llama Coadnabaced, y dentro de él había mucha gente de guerra; y era tan fuerte el pueblo y cercado de tantos cerros y barrancas, que algunas había de diez estados de hondura, y no podía entrar ninguna gente de caballo, salvo por dos partes, y éstas entonces no las sabíamos, y aun para entrar por aquéllas habíamos de rodear más de legua y media; también se podía entrar por puentes de madera, pero teníanlos alzados, y estaban tan fuertes y tan a su salvo, que aunque fuéramos diez veces más no nos tuvieran en nada; y llegándonos hacia ellos, tirándonos muchas varas, flechas y piedras, y estando así muy revueltos con nosotros, un indio de Tascaltecal pasó de tal manera que no le vieron, por un paso muy peligroso. Y como los enemigos le vieron así de súbito, creyeron que los españoles les entraban por ahí, y así, ciegos y espantados, comenzaron a ponerse en huida, el indio tras ellos, y tres o cuatro mancebos míos y otros dos de una capitanía, como vieron pasar al indio, siguiéronle y pasaron de la otra parte, y yo con los de caballo comencé a guiar hacia la sierra para buscar la entrada al pueblo, y los indios nuestros enemigos no hacían sino tirarnos varas y flechas, porque entre ellos y nosotros no había más de una barranca como cava; y como estaban embebecidos en pelear con nosotros y éstos no habían visto los cinco españoles, llegan de improviso por las espaldas y comienzan a darles de cuchilladas; y como los tomaron de tan sobresalto y sin pensamiento que por las espaldas se les podía hacer alguna ofensa, porque ellos no sabían que los suyos habían desamparado el paso por donde los españoles y el indio habían pasado, estaban espantados y no osaban pelear y los españoles mataban en ellos; y desde que cayeron en la burla comenzaron a huir. Y ya nuestra gente de pie estaba dentro del pueblo, y le comenzaban a quemar, y los enemigos todos a desampararle; y así, huyendo se acogieron a la sierra aunque murieron muchos de ellos, y los de caballo siguieron y mataron muchos. Y después que hallamos por dónde entrar al pueblo, que sería mediodía, aposentámonos en las casas de una huerta porque lo hallamos ya casi todo quemado. Y ya bien tarde, el señor y algunos otros principales, viendo que en cosa tan fuerte como su pueblo no se habían podido defender y temiendo que allá en la sierra los habíamos de ir a matar, acordaron de venirse a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, y yo los recibí por tales, y prometiéronme de ahí en adelante ser siempre nuestros amigos. Estos indios y los otros que venían a darse por vasallos de vuestra majestad, después de haberles quemado y destruido sus casas y haciendas, nos dijeron que la causa porque venían tarde a nuestra amistad era porque pensaban que satisfacían sus culpas en consentir primero hacerles daño, creyendo que hecho no teníamos después tanto enojo de ellos.
Aquella noche dormimos en aquel pueblo, y por la mañana seguimos nuestro camino por una tierra de pinales, despoblada y sin ninguna agua, la cual y un puerto pasamos con grandísimo trabajo y sin beber; tanto, que muchos de los indios que iban con nosotros perecieron de sed, y a siete leguas de aquel pueblo, en unas estancias, paramos aquella noche. Y en amaneciendo tomamos nuestro camino y llegamos a la vista de una gentil ciudad que se dice Suchimilco, que está edificada en la laguna dulce, y como los naturales de ella estaban avisados de nuestra venida, tenían hechas muchas albarradas y acequias y alzados los puentes de todas las entradas de la ciudad, la cual está de Temixtitan a tres o cuatro leguas, y estaba dentro mucha y muy lucida gente, y muy determinados de defenderse o morir. Llegados, y recogida toda la gente y puesta en mucha orden y concierto, yo me apeé de mi caballo, y seguí con ciertos peones hacia una albarrada que tenían hecha, y detrás estaba infinita gente de guerra; y como comenzamos a combatir el albarrada y los ballesteros y escopeteros les hacían daño, desamparáronla, y los españoles se echaron al agua y pasaron adelante por donde hallaron tierra firme. Y en media hora que peleamos con ellos les ganamos la principal parte de la ciudad, y retraídos los contrarios por las calles del agua y en sus canoas, pelearon hasta la noche. Y unos movían paces, y otros por eso no dejaban de pelear; y moviéronlas tantas veces sin ponerlo por obra, que caímos en la cuenta, porque ellos lo hacían para dos efectos: el uno, para alzar sus haciendas en tanto que nos detenían por la paz, y el otro, por dilatar tiempo en tanto que les venía socorro de México y Temixtitan.
Este día nos mataron dos españoles porque se desmandaron de los otros a robar, y viéronse con tanta necesidad, que nunca pudieron ser socorridos. Y en la tarde pensaron que los enemigos cómo nos podrían atajar de manera que no pudiésemos salir de su ciudad con las vidas. Y junto mucha copia de ellos, determinaron de venir por la parte que nosotros habíamos entrado; y como los vimos venir tan súbito, espantámonos de ver su ardid y presteza, y seis de caballo y yo, que estábamos más a punto que los otros, arremetimos por medio de ellos. Y ellos, de temor de los caballos, pusiéronse en huida; y así salimos de la ciudad tras ellos, matando muchos, aunque nos vimos en harto aprieto, porque, como eran tan valientes hombres, muchos de ellos osaban esperar a los de caballo con sus espadas y rodelas. Y como andábamos revueltos con ellos y había mucha prisa, el caballo en que yo iba, se dejó caer de cansado; y como algunos de los contrarios me vieron a pie, revolvieron sobre mí, y yo con la lanza comencé a defenderme de ellos; y un indio de los de Tascaltecal, como me vio en necesidad, llegóse a ayudarme y él y un mozo mío que luego llegó levantaron el caballo. Ya en esto llegaron los españoles, y los enemigos desampararon todo el campo, y yo, con los otros de caballo que entonces habían llegado, como estábamos muy cansados, nos volvimos a la ciudad. Aunque ya era casi noche y razón de reposar, mandé que todos los puentes alzados por donde iba el agua, se cegasen con piedra y adobes que había allí, porque los de caballo pudiesen entrar y salir sin estorbo ninguno en la ciudad, y yo partí de allí hasta que todos aquellos pasos malos quedaron muy bien aderezados, y con mucho aviso y recaudo de velas pasamos aquella noche.
Otro día, como todos los naturales de la provincia de México y Temixtitan sabían ya que estábamos en Suchimilco, acordaron de venir con gran poder por el agua y por la tierra a cercarnos, Porque creían que no podíamos ya escapar de sus manos, y yo me subí a una torre de sus ídolos para ver cómo venía la gente y por dónde nos podían acometer, para proveer en ello lo que nos conviniese. Y ya que en todo había dado orden, llega por el agua una muy grande flota de canoas, que creo que pasaban de dos mil, y en ellas venían más de doce mil hombres de guerra, y por la tierra llegaba tanta multitud de gente, que todos los campos cubrían. Y los capitanes de ellos, que venían delante, traían sus espadas de las nuestras en las manos, y apellidando sus provincias decían: "México, México; Temixtitan, Temixtitan"; y decíannos muchas injurias, y amenazándonos que nos habían de matar con aquellas espadas que nos habían tomado la otra vez en la ciudad de Temixtitan. Y como ya había proveído dónde había de acudir cada capitán, y porque hacia la tierra firme había mucha copia de enemigos, salí a ellos con veinte de caballo y con quinientos indios de Tascaltecal, y repartímonos en tres partes, y mandéles que desde que hubiesen rompido, que se recogiesen al pie de un cerro que estaba media legua de allí, porque también había allí mucha gente de los enemigos. Y como nos dividimos, cada escuadrón siguió a los enemigos por su cabo; y después de desbaratados y alanceados y muertos muchos, recogímonos al pie del cerro, y yo mandé a ciertos peones criados míos, que me habían servido y eran bien sueltos, que por lo más agro del cerro trabajasen de subirlo. Y que yo con los de caballo rodearía por detrás, que era más llano, y los tomaríamos en medio; y así fue, que como los enemigos vieron que los españoles subían por el cerro, volvieron las espaldas, creyendo que iban a su salvo, y topan con nosotros, que seríamos quince de caballo, y comenzamos a dar en ellos, y los de Tascaltecal así mismo. Por manera que en poco espacio murieron más de quinientos de los enemigos, y todos los otros se salvaron y huyéronse a las sierras. Y los otros seis de caballo acertaron a ir por un camino muy ancho y llano alanceando en los enemigos, y a media legua de Suchimilco dan sobre un escuadrón de gente muy lucida, que venía en su socorro, y desbaratáronlos y alancearon algunos; y ya que nos hubimos juntado todos los de caballo, que serían las diez del día, volvimos a Suchimilco, y a la entrada hallé muchos españoles que deseaban mucho nuestra venida y saber lo que nos había sucedido, y contáronme cómo se habían visto en mucho aprieto y habían trabajado todo lo posible por echar fuera los enemigos, de los cuales había muerto mucha cantidad. Y diéronme dos espadas de las nuestras, que les habían tomado, y dijéronme cómo los ballesteros no tenían saetas ni almacén alguno. Y estando en esto, antes que nos apeásemos, asomaron por un calzada muy ancha un gran escuadrón de los enemigos con muy grandes alaridos. Y de presto arremetimos a ellos, y como de la una parte y de la otra de la calzada era todo agua, lanzáronse en ella, y así los desbaratamos; y recogida la gente, volvimos a la ciudad bien cansados, y mandéla quemar entera, excepto aquella donde estábamos aposentados; y así estuvimos en esta ciudad tres días, que en ninguno de ellos dejamos de pelear; y al cabo, dejándola toda quemada y adolada, partimos, y cierto era mucho para ver, porque tenía muchas casas y torres de sus ídolos de cal y canto, y por no alargarme, dejo de particularizar otras cosas bien notables de esta ciudad.
El día que partí me salí fuera a una plaza que está en la tierra firme junto a esta ciudad, que es donde los naturales hacen sus mercados, y estaba dando orden cómo diez de caballo fuesen en la delantera y otros diez en medio de la gente de pie, y yo con otros diez en la rezaga. Y los de Suchimilco, como vieron que nos comenzábamos a ir, creyendo que de temor suyo era, llegan por nuestras espaldas con mucha grita, y los diez de caballo y yo volvimos a ellos, y seguímoslos hasta meterlos en el agua, en tal manera, que no curaron más de nosotros; y así, nos volvimos nuestro camino. Y a las diez del día llegamos a la ciudad de Cuyoacán, que está de Suchimilco dos leguas, y de las ciudades de Temixtitan y Culuacan, Uchilubuzco e Ixtapalapa, y Cuitaguaca y Mizqueque, que todas están en el agua, la más lejos de éstas está una legua y media; y hallárnosla despoblada, y apostámonos en la casa del señor, y aquí estuvimos el día que llegamos y otro. Y porque en siendo acabados los bergantines había de poner cerco a Temixtitan, quise primero ver la disposición de esta ciudad y las entradas y salidas, y por dónde los españoles podían ofender o ser ofendidos.
Y otro día que llegué, tomé cinco de caballo y doscientos peones, y me fui hasta la laguna, que estaba muy cerca, por una calzada que entra a la ciudad de Temixtitan, y vimos tan gran número de canoas por el agua, y en ellas gente de guerra que era infinito; y llegamos a una albarrada que tenían hecha en la calzada, y los peones comenzáronla a combatir; y aunque fue muy recia y hubo mucha resistencia e hirieron a diez españoles, al fin se la ganaron, y mataron muchos de los enemigos, aunque los ballesteros y escopeteros quedaron sin pólvora y sin saetas. Desde allí vimos cómo iba la calzada derecha por el agua hasta dar a Temixtitan, bien legua y media, y ella y la otra que va a dar a Iztapalapa llenas de gente sin cuento; y como yo hube considerado bien lo que convenía verse, porque aquí en esta ciudad había de estar una guarnición de gente de pie y de caballo, hice recoger los nuestros; y así nos volvimos, quemando las casas y torres de sus ídolos. Y otro día nos partimos de esta ciudad a la de Tacuba, que está dos leguas, y llegamos a las nueve del día, alanceando por unas partes y por otras, porque los enemigos salían de la laguna por dar en los indios que nos traían el fardaje, y hallábanse burlados; y así, nos dejaron ir en paz. Y porque, como he dicho, mi intención principal había sido procurar de dar vuelta a todas las lagunas, por calar y saber mejor la tierra, y también por socorrer aquellos nuestros amigos, no curé de pararme en Tacuba. Y como los de Temixtitan, que está allí muy cerca, que casi se extiende la ciudad tanto que llega cerca de la tierra firme de Tacuba, como vieron que pasábamos adelante, cobraron mucho esfuerzo, y con gran denuedo acometieron a dar en medio de nuestro fardaje; y como los de caballo veníamos bien repartidos y todo por allí era llano, aprovechábamos bien de los contrarios, sin recibir los nuestros ningún peligro; y como corríamos a unas partes y a otras, y como unos mancebos criados míos me seguían algunas veces, aquella vez dos de ellos no lo hicieron, y halláronse en parte donde los enemigos los llevaron, donde creemos que les darían muy cruel muerte como acostumbraban; de que sabe Dios el sentimiento que hube, así por ser cristianos, como porque eran valientes hombres y le habían servido muy bien en esta guerra a vuestra majestad.
Y salidos de esta ciudad, comenzamos a seguir nuestro camino por entre otras poblaciones cerca de allí, y alcanzamos a la gente, y allí supe entonces cómo los indios habían llevado aquellos mancebos, y por vengar su muerte y porque los enemigos nos seguían con el mayor orgullo del mundo, yo con veinte de caballo me puse detrás de unas casas en celada, y como los indios veían a los otros diez con toda la gente y fardaje ir adelante, no hacían sino seguirlos por un camino adelante, que era muy ancho y muy llano, no temiéndose cosa alguna. Y como vimos pasar ya algunos, yo apellidé en nombre del apóstol Santiago, y dimos en ellos muy reciamente. Y antes que se nos metiesen en las acequias que había, habíamos matado a más de cien principales muy lucidos, y no curaron más de seguirnos. Este día fuimos a dormir dos leguas adelante de Coatinchan, bien cansados y mojados, porque había llovido mucho aquella tarde, y hallárnosla despoblada. Y otro día llegamos a las doce del día a una ciudad que se dice Aculman, que es del señorío de la ciudad de Tesuico, donde fuimos aquella noche a dormir, y fuimos los españoles bien recibidos, y se holgaron con nuestra venida como de la salvación, porque después que me había partido de allí, no habían sabido nada de mí hasta aquel día que llegamos, y habían tenido muchos arrebatos en la ciudad. Los naturales de ella les decían cada día que los de México y Temixtitan habían de venir sobre ellos, en tanto que yo por allí andaba, y así se concluyó, con la ayuda de Dios, esta jornada, y fue muy gran cosa, y en que vuestra majestad recibió mucho servicio de muchas causas, que adelante se dirán.
Al tiempo que yo, muy poderoso e invictísimo Señor, estaba en la ciudad de Temixtitan, luego a la primera vez que a ella vine, proveí, como en la otra relación hice saber a vuestra majestad, que en dos o tres provincias aparejadas para ello se hiciesen para vuestra majestad ciertas casas de granjerías, en que hubiesen labranzas y otras cosas, conforme a la calidad de aquellas provincias. Y a una de ellas que se dice Chinanta, envié para ellos dos españoles; y esta provincia no está sujeta a los naturales de Culúa, y en las otras que lo eran al tiempo que me daban guerra en la ciudad de Temixtitan, mataron a los que estaban en aquellas granjerías, y tomaron lo que en ellas había, que era cosa muy gruesa, según la manera de la tierra, y de estos españoles que estaban en Chinanta se pasó casi un año que no supe de ellos, porque como todas aquellas provincias estaban rebeladas, ni ellos podían saber de nosotros, ni nosotros de ellos. Y estos naturales de la provincia de Chinanta, como eran vasallos de vuestra majestad y enemigos de los de Culúa, dijeron a aquellos cristianos que de ninguna manera saliesen de su tierra, porque nos habían dado los de Culúa mucha guerra, y creían que pocos o ningunos de nosotros estábamos vivos. Y así, se estuvieron estos dos españoles en aquella tierra, y al uno de ellos, que era mancebo y hombre para guerra, hiciéronle su capitán, y en este tiempo salía con ellos a dar guerra a sus enemigos, y las más de las veces él y los de Chinanta eran vencedores; y como después plugo a Dios que nosotros nos volvimos a rehacer y tener algunas victorias contra los enemigos que nos habían desbaratado y echado de Temixtitan, estos de Chinanta dijeron a aquellos cristianos que en la provincia de Tepeaca había españoles, y que si querían saber la verdad, que ellos querían aventurar dos indios, aunque habían de pasar por mucha tierra de sus enemigos, pero que andarían de noche y fuera del camino hasta llegar a Tepeaca. Y con aquellos dos indios, el uno de aquellos españoles, que era el más hombre de bien, escribió una carta, cuyo tenor es el siguiente:
"Nobles señores: dos o tres cartas he escrito a vuestras mercedes, y no sé si han aportado allá o no; y pues de aquéllas no he tenido respuesta, también pongo en duda tenerla de ésta. Hágoos, señores, saber, cómo todos los naturales de esta tierra de Culúa andan levantados y de guerra, y mucha veces nos han acometido; pero siempre, loores a Nuestro Señor, hemos sido vencedores. Y con los de Tuxtepeque y su parcialidad de Culúa cada día tenemos guerra; los que están al servicio de sus altezas y por sus vasallos son siete villas de los Tenez, y yo y Nicolás siempre estamos en Chinanta, que es su cabecera. Mucho quisiera saber dónde está el capitán para poderle escribir y hacer saber las cosas de acá. Y si por ventura me escribiérais de donde él está, y me enviáreis veinte o treinta españoles, iríame con dos principales de aquí, que tienen deseo de ver y hablar al capitán, y sería bien que viniese, porque, como es tiempo ahora de coger el cacao, estorban los de Culúa con las guerras. Nuestro señor guarde las nobles personas de vuestras mercedes, como desean. -De Chinantla, a no sé cuántos del mes de abril de 1521. A servicio de vuestras mercedes. Hernando de Barrientos."
Y como los dos indios llegaron con esta carta a la dicha provincia de Tepeaca, el capitán que yo allí había dejado con ciertos españoles enviómela luego a Tesuico; y recibida, todos recibimos mucho placer, porque aunque siempre habíamos confiado en la amistad de los de Chinanta, teníamos pensamiento que si se confederaban con los de Culúa, habrían muerto aquellos dos españoles, a los cuales yo luego escribí dándoles cuenta de lo pasado, y que tuviesen esperanza, que aunque estaban cercados de todas partes por los enemigos, presto, placiendo a Dios, se verían libres y podrían salir y entrar seguros.
Después de haber dado vueltas a las lagunas, en que tomamos muchos avisos para poner cerco a Temixtitan por la tierra y por el agua, yo estuve en Tesuico, forneciéndome lo mejor que pude de gente y de armas, y dando prisa en que se acabasen los bergantines y una zanja que se hacía para llevarlos por ella hasta la laguna, la cual zanja se comenzó a hacer luego que la ligazón y tablazón de los bergantines se trajeron en una acequia de agua, que iba por cabe los aposentamientos hasta dar en la laguna. Y desde donde los bergantines ligaron y la zanja se comenzó a hacer, hay bien media legua hasta la laguna, y en esta obra anduvieron cincuenta días más de ocho mil personas cada día, de los naturales de las provincias de Aculuacan y Tesuico, porque la zanja tenía más de dos estados de hondura y otros tantos de anchura, e iba toda chapada y estacada, por manera que el agua que por ella iba la pusieron en el peso de la laguna, de forma que las fustas se podían llevar sin peligro y sin trabajo hasta el agua, que cierto que fue obra grandísima y mucho para ver.
Y acabados los bergantines y puestos en esta zanja, a 28 de abril del dicho año, hice alarde de toda la gente y hallé ochenta y seis de caballo, ciento dieciocho ballesteros y escopeteros, setecientos y tantos peones de espada y rodela, tres tiros gruesos de hierro, quince tiros pequeños de bronce y diez quintales de pólvora. Acabado de hacer el dicho alarde, yo encargué y encomendé mucho a todos los españoles que guardasen y cumpliesen las ordenanzas que yo había hecho para las cosas de la guerra, en todo cuanto les fuese posible, y que se alegrasen y esforzasen mucho, porque veían que Nuestro señor nos encaminaba para hacer victoria de nuestros enemigos, porque bien sabían que cuando habíamos entrado en Tesuico no habíamos traído más de cuarenta de caballo, y que Dios nos había socorrido mejor que lo habíamos pensado, y habían venido navíos con los caballos, gente y armas que habían visto; y que esto, y principalmente ver que peleábamos en favor y aumento de nuestra fe y por reducir al servicio de vuestra majestad tantas tierras y provincias como se le habían rebelado, les había de poner mucho ánimo y esfuerzo para vencer o morir. Y todos respondieron, y mostraron tener para ello muy entera voluntad y deseo; y aquel día del alarde pasamos con mucho placer y deseo de vernos ya sobre el cerco y dar conclusión a esta guerra, de que dependía toda la paz o desasosiego de estas partes. Otro día siguiente, hice mensajeros a las provincias de Tascaltecal, Guajucingo, y Chururtecal a hacerles saber cómo los bergantines estaban acabados, y que yo y toda la gente estábamos apercibidos y de camino para ir a cercar la gran ciudad de Temixtitan. Por tanto, que les rogaba, pues que ya por mí estaban avisados y tenían su gente apercibida, que con toda la más y bien armada que pudiesen, se partiesen y viniesen a Tesuico, donde yo los esperaría diez días; y que en ninguna manera se excediesen de esto, porque sería un gran desvío para lo que estaba concertado. Y como llegaron los mensajeros y los naturales de aquellas provincias estaban apercibidos y con mucho deseo de verse con los de Culúa, Guajucingo y Chururtecal, se vinieron a Calco, porque yo se lo había así mandado, porque junto por allí había de entrar a poner el cerco. Y los capitanes de Tascaltecal, con toda su gente, bien lucida y muy armada, llegaron a Tesuico cinco o seis días antes de Pascua de Espíritu Santo, que fue el tiempo que yo les asigné, y como aquel día supe que venían cerca, salílos a recibir con mucho placer; y ellos venían tan alegres y bien ordenados que no podía ser mejor. Y según la cuenta que los capitanes nos dieron, pasaban de cincuenta mil hombres de guerra, los cuales fueron por nosotros muy bien recibidos y aposentados.
El segundo día de Pascua mandé salir a toda la gente de pie y de caballo a la plaza de esta ciudad de Tesuico, para ordenarla y dar a los capitanes la que habían de llevar para tres guarniciones de gente, que se habían de poner en tres ciudades que están en torno a Temixtitan. Y de una guarnición, hice capitán a Pedro de Alvarado, y le di treinta de caballo, dieciocho ballesteros y escopeteros, y ciento cincuenta peones de espada y rodela, más veinticinco mil hombres de guerra de los de Tascaltecal, y éstos habían de asentar su real en la ciudad de Tacuba.
De la otra guarnición hice capitán a Cristóbal de Olid, al cual di treinta y tres de caballo, dieciocho ballesteros y escopeteros, ciento sesenta peones de espada y rodela, y más de veinte mil hombres de guerra de nuestros amigos, y éstos habían de asentar su real en la ciudad de Cuyoacán.
De la tercera guarnición, hice capitán a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, y dile veinticuatro de caballo, cuatro escopeteros y trece ballesteros, y ciento cincuenta peones de espada y rodela, cincuenta de ellos, mancebos escogidos, que yo traía en mi compañía, y toda la gente de Guajucingo, Chururtecal y Calco, que había más de treinta mil hombres, y éstos habían de ir por la ciudad de Iztapalapa a destruirla, y pasar adelante por una calzada de la laguna, en favor y espaldas de los bergantines, y juntarse con la guarnición de Cuyoacán, para que después que yo entrase con los bergantines por la laguna el dicho alguacil mayor asentase su real donde le pareciese que convenla.
Para los trece bergantines con que yo había de entrar por la laguna, dejé trescientos hombres, todos los más gente del mar y bien diestra, de manera que en cada bergantín iban veinticinco españoles, y cada fusta llevaba su capitán y veedor y seis ballesteros y escopeteros.
Dada la orden susodicha, los dos capitanes que habían de estar con la gente en las ciudades de Tacuba y Cuyoacán, después de haber recibido las instrucciones de lo que habían de hacer, partieron de Tesuico a diez días del mes de mayo, y fueron a dormir a dos leguas y media de allí, a una población buena que se dice Aculman. Y aquel día supe cómo entre los capitanes había habido cierta diferencia sobre el aposentamiento, y proveí luego esta noche para remediarlo y poner paz; y yo envié una persona para ello, que los reprehendió y apaciguó. Y otro día de mañana partieron de allí, y fueron a dormir a otra población que se dice Gilotepeque, la cual hallaron despoblada, porque era ya tierra de los enemigos. Y otro día siguiente siguieron su camino en su ordenanza, y fueron a dormir a una ciudad que se dice Guatitlan, de que antes de esto he hecho relación a vuestra majestad, la cual así mismo hallaron despoblada; y aquel día pasaron por otras dos ciudades y poblaciones, que tampoco hallaron gente en ellas. A hora de vísperas entraron en Tacuba, que también estaba despoblada, y aposentáronse en las casas del señor de allí, que son muy hermosas y grandes, y aunque era ya tarde, los naturales de Tascaltecal dieron una vista por la entrada de dos calzadas de la ciudad Temixtitan, y pelearon dos o tres horas valientemente con los de la ciudad; y como la noche los despartió, volviéronse sin ningún peligro a Tacuba.
Otro día de mañana los dos capitanes acordaron, como yo les había mandado, de ir a quitar el agua dulce que por caños entraba a la ciudad de Temixtitan, y uno de ellos, con veinte de caballo y ciertos ballesteros y escopeteros, fue al nacimiento de la fuente que estaba un cuarto de legua de allí, y cortó y quebró los caños, que eran de madera y de cal y canto, y peleó reciamente con los de la ciudad, que se lo defendían por la mar y por la tierra; al fin los desbarató, y dio conclusión a lo que iba, que era quitarles el agua dulce que entraba a la ciudad, que fue muy gran ardid.
Este mismo día, los capitanes hicieron aderezar algunos malos pasos, puentes y acequias que estaban por allí alrededor de la laguna, porque los de caballo pudiesen libremente correr por una parte y por otra. Y hecho esto, en que se tardaría tres o cuatro días, en los cuales se hubieron muchos reencuentros con los de la ciudad, en que fueron heridos algunos españoles y muertos hartos de los enemigos, y les ganaron muchas albarradas y puentes, y hubo hablas y desafíos entre los de la ciudad y los naturales de Tascaltecal, que eran cosas bien notables y para ver. El capitán Cristóbal de Olid, con la gente que había de estar en guarnición en la ciudad de Cuyoacán, que está a dos leguas se Tacuba, partió, y el capitán Pedro de Alvarado, se quedó en guarnición con su gente en Tacuba, donde cada día tenía escaramuzas y peleas con los indios. Y aquel día que Cristóbal de Olid partió para Cuyoacán, él y la gente llegaron a las diez del día y aposentáronse en las casas del señor de allí, y hallaron despoblada la ciudad. Y otro día de mañana fueron a dar una vista a la calzada que entra en Temixtitan, con hasta veinte de caballo y algunos ballesteros, y con seis o siete mil indios de Tascaltecal, y hallaron muy apercibidos los contrarios, y rota la calzada y hechas muchas albarradas, y pelearon con ellos, y los ballesteros hirieron y mataron algunos; y esto continuó seis o siete días, que en cada uno de ellos hubo muchos reencuentros y escaramuzas.
Y una noche, a medianoche, llegaron ciertas velas de los de la ciudad a gritar cerca del real, y las velas de los españoles apellidaron al arma, y salió la gente, y no hallaron ninguno de los enemigos, porque desde muy lejos del real habían dado la grita, la cual les habían puesto en algún temor. Y como la gente de los nuestros estaba dividida en tantas partes, los de las dos guarniciones deseaban mi llegada con los bergantines, como la salvación; y con esta esperanza estuvieron allí pocos días hasta que yo llegué, como adelante diré. Y en estos seis días, los de un real y del otro se juntaban cada día, y los de caballo corrían la tierra, como estaban cerca los unos de los otros, y siempre alanceaban muchos de los enemigos, y de la sierra cogían mucho maíz para sus reales, que es el pan y mantenimiento de estas partes, y hace mucha ventaja a los de las islas.
En los capítulos precedentes dije cómo yo me quedaba en Tesuico con trescientos hombres y los trece bergantines, porque en sabiendo que las guarniciones estaban en los lugares donde habían de asentar sus reales, yo me embarcase y diese una vista a la ciudad e hiciese algún daño en las canoas; y aunque yo deseaba mucho irme por la tierra, por dar orden en los reales, como los capitanes eran personas de quien se podía muy bien fiar lo que tenían entre manos, y lo de los bergantines importaba mucha importancia, y se requerían gran concierto y cuidado, determiné meterme en ellos, porque la más aventura y riesgo era el que se esperaba por el agua, aunque por las personas principales de mi compañía me fue requerido en forma que me fuese con las guarniciones, porque ellos pensaban que ellas llevaban lo más peligroso. Otro día después de la fiesta de Corpus-Christi, viernes, al cuarto del alba hice salir de Tesuico a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con su gente, y que se fuese derecho a la ciudad de Iztapalapa, que estaba de allí a seis leguas pequeñas, y poco más de mediodía llegaron a ella y comenzaron a quemarla y a pelear con la gente de ella; y como vieron el gran poder que el alguacil mayor llevaba, porque iban con él más de treinta y cinco o cuarenta mil hombres nuestros amigos, acogiéronse al agua en sus canoas, y el alguacil mayor, con toda la gente que llevaba, se aposentó en aquella ciudad, y estuvo en ella aquel día, esperando lo que yo le había de mandar y me sucedía.
Como hube despachado al alguacil mayor, luego me metí en los bergantines, y nos hicimos a la vela y al remo; y al tiempo que el alguacil mayor combatía y quemaba la ciudad de Iztapalapa, llegamos a vista de un cerro grande y fuerte que está cerca de la dicha ciudad, y todo en el agua, y estaba muy fuerte, habiendo mucha gente en él, así de los pueblos de alrededor de la laguna como de Temixtitan, porque ya ellos sabían que el primer reencuentro había de ser con los de Iztapalapa, y estaban allí para defensa suya, y para ofendernos si pudiesen. Y como vieron llegar la flota, comenzaron a apellidar y hacer grandes ahumadas porque todas las ciudades de las lagunas lo supiesen y estuviesen apercibidas. Y aunque mi motivo era ir a combatir la parte de la ciudad de Iztapalapa que está sobre el agua, revolvimos sobre aquel cerro o peñol, y salté en él con ciento cincuenta hombres, aunque era muy agro y alto; con mucha dificultad empezamos a subir y por fuerza les tomamos las albarradas que en alto tenían hechas para su defensa. Y entrámoslos de tal manera, que ninguno de ellos se escapó, excepto las mujeres y niños; y en este combate me hirieron veinticinco españoles, pero fue muy hermosa victoria.
Como los de Iztapalapa habían hecho ahumadas desde unas torres de ídolos que estaban en un cerro muy alto junto a su ciudad, los de Temixtitan y de las otras ciudades que estaban en el agua, conocieron que yo entraba ya por la laguna con los bergantines, y de improviso juntóse tan gran flota de canoas para venirnos a acometer, y a tentar qué cosa eran los bergantines, y a lo que pudimos juzgar pasaban de quinientas canoas. Y como yo vi que traían su derrota derecha a nosotros, yo y la gente que habíamos saltado en aquel cerro grande, nos embarcamos a mucha prisa, y mandé a los capitanes de los bergantines que en ninguna manera se moviesen, porque los de las canoas se determinasen a acometernos y creyesen que nosotros, de temor, no osábamos salir a ellos; y así comenzaron con mucho ímpetu de encaminar su flota hacia nosotros. Pero a obra de dos tiros de ballesta, reparáronse y estuvieron quedos; y como yo deseaba mucho que el primer reencuentro que con ellos tuviésemos fuese de mucha victoria y se hiciese de manera que ellos cobrasen mucho temor de los bergantines, porque la llave de toda la guerra estaba en ellos, y donde ellos podían recibir más daño, y aun nosotros también, era por el agua, plugo a Nuestro señor que, estándonos mirando los unos a los otros, vino un viento de tierra muy favorable para embestir contra ellos, y luego mandé a los capitanes que rompiesen por la flota de las canoas, y siguiesen tras ellos hasta encerrarlos en la ciudad de Temixtitan. Y como el viento era muy bueno, y quebramos infinitas canoas y matamos y ahogamos muchos de los enemigos, que era la cosa del mundo más para ver. Y en este alcance los seguimos bien tres leguas grandes, hasta encerrarlos en las casas de la ciudad; y así, plugo a Nuestro señor de darnos mayor y mejor victoria que nosotros habíamos pedido y deseado.
Los de la guarnición de Cuyoacán, que podían mejor que los de la ciudad de Tacuba ver cómo veníamos con los bergantines, como vieron todas las trece velas por el agua, y que traíamos tan buen tiempo y que desbaratábamos todas las canoas de los enemigos, según después me certificaron, fue la cosa del mundo de que más placer hubieron y que más ellos deseaban; porque, como he dicho, ellos y los de Tacuba tenían muy gran deseo de mi venida, y con mucha razón, porque estaba una guarnición y otra entre tanta multitud de enemigos, que milagrosamente los animaba Nuestro señor y enflaquecía los ánimos de los enemigos para que no se determinasen a salir a acometerlos a su real, lo cual si fuera, no pudiera ser menos de recibir los españoles mucho daño, aunque siempre estaban muy apercibidos y determinados de morir o ser vencedores, como aquellos que se hallaban apartados de toda manera de socorro, salvo de aquel que de Dios esperaban.
Así como los de las guarniciones de Cuyoacán nos vieron seguir las canoas, tomaron su camino, y los más de caballo. y de pie que allí estaban, para la ciudad de Temixtitan, y pelearon muy reciamente con los indios que estaban en la calzada, y les ganaron las albarradas que tenían hechas, y les tomaron y pasaron a pie y a caballo muchos puentes que tenían quitados, y con el favor de los bergantines que iban cerca de la calzada, los indios de Tascaltecal, nuestros amigos, y los españoles, seguían a los enemigos, y de ellos mataban y de ellos se echaron al agua de la otra parte de la calzada por donde no iban los bergantines. Así fueron con esta victoria más de una gran legua por la calzada, hasta llegar donde yo había parado con los bergantines, como abajo haré relación.
Con los bergantines fuimos bien tres leguas dando caza a las canoas; las que se nos escaparon, allegáronse entre las casas de la ciudad, y como era ya después de vísperas, mandé recoger los bergantines, y llegamos con ellos a la calzada, y allí determiné de saltar en tierra con treinta hombres por ganarles unas dos torres de sus ídolos, pequeñas, que estaban cercadas con su cerca baja de cal y canto. Y como saltamos, allí pelearon con nosotros muy reciamente, por defendérnoslas; y al fin, con harto Peligro y trabajo, se las ganamos. Y luego hice sacar en tierra tres tiros de hierro grueso que yo traía. Y porque lo que restaba de la calzada desde allí a la ciudad, que era media legua, estaba todo lleno de los enemigos, y de una parte y otra de la calzada, que era agua, todo lleno de canoas con gente de guerra, hice asestar un tiro de aquellos, y tiró por la calzada adelante e hizo mucho daño en los enemigos; y por descuido del artillero, en aquel mismo punto que tiró se nos quemó la pólvora que allí teníamos, aunque era poca. Y luego proveí esa noche un bergantín que fuese a Iztapalapa, donde estaba el alguacil mayor, que sería a dos leguas de allí, y trajese toda la pólvora que había. Y aunque al principio mi intención era, luego que entrase con los bergantines, irme a Cuyoacán y dejar proveído cómo anduviesen a mucho recaudo, haciendo todo el mayor daño que pudiesen; como aquel día salté allí en la calzada y les gané aquellas dos torres, determiné asentar allí el real y que los bergantines se estuviesen allí junto a las torres, y que la mitad de la gente de Cuyoacán y otros cincuenta peones de los del alguacil mayor se viniesen allí otro día. Y proveído esto, aquella noche estuvimos a mucho recaudo, porque estábamos en gran peligro, y toda la gente de la ciudad acudía allí por la calzada a dar sobre nuestro real y cierto nos pusieron en gran temor y rebato, en especial porque era de noche, y nunca ellos a tal tiempo suelen acometer, ni se ha visto que de noche hayan peleado, salvo con mucha sobra de victoria. Y como nosotros estábamos muy apercibidos, comenzamos a pelear con ellos, y desde los bergantines, porque cada uno traía un tiro pequeño de campo, comenzaron a soltarlos, y los ballesteros y escopeteros a hacer lo mismo, y de esta manera no osaron llegar más delante, ni llegaron tanto que no hiciesen ningún daño; y así, nos dejaron lo que quedó de la noche, sin acometernos más.
Otro día, en amaneciendo, llegaron al real de la calzada donde yo estaba, quince ballesteros y escopeteros, y cincuenta hombres de espada y rodela, y siete u ocho de caballo de los de la guarnición de Cuyoacán; y ya cuando ellos llegaron, los de la ciudad, en canoas y por la calzada, peleaban con nosotros, y eran tanta la multitud, que por el agua y por la tierra no veíamos sino gente, y daban tantas gritas y alaridos, que parecía que se hundía el mundo. Y nosotros comenzamos a pelear con ellos por la calzada adelante, y les ganamos un puente que tenían quitado, y una albarrada que tenían hecha a la entrada. Y con los tiros y con los de caballo hicimos tanto daño en ellos, que casi los encerramos hasta las primeras casas de la ciudad. Y porque de la otra parte de la calzada, como los bergantines no podían pasar, andaban muchas canoas y nos hacían daño con flechas y varas, que nos tiraban a la calzada, hice romper un pedazo de ella junto a nuestro real, e hice pasar de la otra parte cuatro bergantines, los cuales, como pasaron, encerraron todas las canoas entre las casas de la ciudad, en tal manera, que no osaban por ninguna veía salir a lo largo. Y por la otra parte de la calzada, los otros ocho bergantines peleaban con las canoas, y las encerraron entre las casas y entraron por entre ellas, aunque hasta entonces no lo habían podido hacer, porque había muchos bajos y estacas que les estorbaban. Y como hartaron canales por donde entrar seguros, peleaban con los de las canoas, y tomaron algunas de ellas, y quemaron muchas casas del arrabal; y aquel día todo despendimos en pelear de la manera ya dicha.
Otro día siguiente, el alguacil mayor, con la gente que tenía en Iztapalapa, así españoles como nuestros amigos, partió para Cuyoacán, y desde allí hasta la tierra firme viene una calzada que dura obra de legua y media. Y como el alguacil mayor comenzó a caminar, a obra de un cuarto de legua llegó a una ciudad pequeña, que también está en el agua, y por muchas partes de ella se puede andar a caballo, y los naturales de allí comenzaron a pelear con él, y él los desbarató y mató muchos, y les destruyó y quemó la ciudad. Y porque yo había sabido que los indios habían moto mucho de la calzada y la gente no podía pasar bien, enviéle dos bergantines para que los ayudasen a pasar, de los cuales hicieron puente por donde los peones pasaron. Y después que hubieron pasado, se fueron a aposentar a Cuyoacán, y el alguacil mayor, con diez de caballo, tomó el camino de la calzada donde teníamos nuestro real, y cuando llegó hallónos peleando; y él y los que venían con él se apearon y comenzaron a pelear con los de la calzada, con quien nosotros andábamos revueltos. Y como el dicho alguacil mayor comenzó a pelear, los contrarios le atravesaron un pie con una vara; y aunque a él y a otros algunos nos hirieron aquel día, con los tiros gruesos y con las ballestas y escopetas hicimos mucho daño en ellos; en tal manera, que ni los de las canoas ni los de la calzada no osaban llegarse tanto a nosotros y mostraban más temor y menos orgullo que el que solían. Y de esta manera estuvimos seis días, en que cada día teníamos combate con ellos; y los bergantines iban quemando alrededor de la ciudad todas las casas que podían, y descubrieron canal por donde podían entrar alrededor, y por los arrabales de la ciudad, y llegar a lo grueso de ella, que fue cosa muy provechosa e hizo cesar la venida de las canoas, que ya no osaba asomar ninguna con un cuarto de legua a nuestro real.
Otro día, Pedro de Alvarado, que estaba por capitán de la gente que estaba en guarnición en Tacuba, me hizo saber cómo por la otra parte de la ciudad, por una calzada que va a unas poblaciones de tierra firme, y por otra pequeña que estaba junto a ella, los de Temixtitan entraban y salían cuando querían, y que creía que, viéndose en aprieto, se habían de salir todos por allí, aunque yo deseaba más su salida que no ellos, porque mucho mejor que nos pudiésemos aprovechar de ellos en la tierra firme, que no en la fortaleza grande que tenían en el agua; pero porque estuviesen del todo cercados y no se pudiesen aprovechar en cosa alguna de la tierra firme, aunque el alguacil mayor estaba herido, le mandé que fuese a asentar su real a un pueblo pequeño a donde iba a salir una de aquellas calzadas, el cual partió con veintitrés de caballo, cien peones, y dieciocho ballesteros y escopeteros, y me dejó otros cincuenta peones de los que yo traía en mi compañía, y en llegando, que fue otro día, asentó su real donde yo le mandé. Y desde allí adelante la ciudad de Temixtitan quedó cercada por todas las partes que, por calzadas, podían salir a la tierra firme.
Yo tenía, muy poderoso Señor, en el real de la calzada, doscientos peones españoles, en que había veinticinco ballesteros y escopeteros, éstos sin la gente de los bergantines, que eran más de doscientos cincuenta. Y como teníamos algo encerrados a los enemigos, y teníamos mucha gente de guerra de nuestros amigos, determiné de entrar por la calzada a la ciudad todo lo más que pudiese, y que los bergantines, al fin de una parte y de la otra, se estuviesen para hacernos espaldas. Y mandé que algunos de caballo y peones de los que estaban en Cuyoacán, se viniesen al real para que entrase con nosotros, y que diez de caballo se quedasen a la entrada de la calzada haciendo espaldas a nosotros, y algunos que quedaban en Cuyoacán, porque los naturales de las ciudades de Suchimilco, Culuacán, Iztapalapa, Chilobusco, Mexicalcingo, Cuitaguacad y Mizquique, que están en el agua, estaban rebelados y eran en favor de los de la ciudad; y queriendo éstos tomarnos las espaldas, estábamos seguros con los diez o doce de caballo que yo mandaba andar por la calzada, y otros tantos que siempre estaban en Cuyoacán, y más de diez mil indios amigos nuestros.
Asimismo, mandé al alguacil mayor y a Pedro de Alvarado, que por sus estancias acometiesen aquel día a los de la ciudad, porque yo quería por mi parte ganarles todo lo que más pudiese. Así, salí por la mañana del real, y seguimos a pie por la calzada adelante, y luego hallamos a los enemigos en defensa de una quebradura que tenían hecha en ella, tan ancha como una lanza y otro tanto de hondura; y en ella tenían hecha una albarrada, y peleamos con ellos, y ellos con nosotros muy valientemente. Y al fin se la ganamos, y seguimos por la calzada adelante hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde estaba una torre de sus ídolos, y al pie de ella, un puente muy grande alzado, y por ella atravesaba una calle de agua muy ancha, con otra muy fuerte albarrada. Y como llegamos, comenzaron a pelear con nosotros.
Pero como los bergantines estaban de una parte y otra, ganámosela sin peligro, lo cual fuera imposible sin ayuda de ellos. Y como comenzaron a desamparar la albarrada, los de los bergantines saltaron en tierra, y nosotros pasamos el agua, y también los de Tascaltecal, Guaxocingo, Calco y Texcuco, que eran más de ochenta mil hombres. Y entre tanto que cegábamos con piedra y adobes aquel puente, los españoles ganaron otra albarrada que estaba en la calle, que es la principal y más ancha de toda la ciudad; y como aquella no tenía agua, fue muy fácil de ganar, y siguieron el alcance tras los enemigos por la calle adelante hasta llegar a otro puente que tenían alzado, salvo una viga ancha por donde pasaban. Y puesto por ella y por el agua a salvo, quitáronla de presto. Y de la otra parte del puente tenían hecha otra gran albarrada de barro y adobes. Y como llegamos a ella y no pudimos pasar sin echarnos al agua, y esto era muy peligroso, los enemigos peleaban muy valientemente. De una y otra parte de la calle, había infinitos de ellos peleando con mucho corazón desde las azoteas; y como se llegaron copia de ballesteros y escopeteros y tirábamos con dos tiros por la calle adelante, les hacíamos mucho daño. Y como lo conocimos, ciertos españoles se lanzaron al agua y pasaron a la otra parte, y duró en ganarse más de dos horas. Y como los enemigos los vieron pasar, desampararon la albarrada y las azoteas, y pónense en huida por la calle adelante, y así deshacer la albarrada; y en tanto los españoles y los indios nuestros amigos siguieron el alcance por la calle adelante bien dos tiros de ballesta, hasta otra puente que esta junto a la plaza de los principales aposentamientos de la ciudad; y este puente no le tenían quitado ni tenían hecha albarrada en él, porque ellos no pensaron que aquel día se les ganara ninguna cosa de lo que se les ganó, ni aún nosotros pensamos que fuera la mitad. Y a la entrada de la plaza asestóse un tiro, y con él recibían mucho daño los enemigos, que eran tantos que no cabían en ella. Y los españoles, como vieron que allí no había agua, de donde se suele recibir peligro, determinaron entrarles la plaza.
Como los de la ciudad vieron su determinación puesta en obra, y vieron mucha multitud de nuestros amigos, y aunque ellos sin nosotros no tenían ningún temor, vuelven las espaldas, y los españoles y nuestros amigos dan en pos de ellos, hasta encerrarlos en el circuito de sus ídolos, el cual es cercado de cal y canto; y como en la otra relación se habrá visto, tiene tan gran circuito como una villa de cuatrocientos vecinos, y éste fue luego desamparado de ellos, y los españoles y nuestros amigos se lo ganaron y estuvieron en él y en las torres un buen rato. Y como los de la ciudad vieron que no había gente de caballo, volvieron sobre los españoles, y por fuerza los echaron de las torres y de todo el patio y circuito, en que se vieron en muy gran aprieto y peligro; y como iban más que retrayéndose, hicieron rostro debajo de los portales del patio. Y como los enemigos los aquejaban tan reciamente, los desampararon y se retrajeron a la plaza, y de allí los echaron por fuerza hasta meterlos por la calle adelante, de tal manera, que el tiro que allí estaba lo desampararon. Los españoles, como no podían sufrir la fuerza de los enemigos, se retrajeron con mucho peligro, el cual de hecho recibieron, sino que plugo a Dios que en aquel punto llegaron tres de caballo, y entraron por la plaza adelante, y como los enemigos lo vieron, creyeron que eran más y comenzaron a huir, y mataron algunos de ellos y les ganaron el patio y circuito que arriba dije. Y en la torre mas principal y alta de él, que tiene ciento y tantas gradas hasta llegar a lo alto, hiciéronse fuertes allí diez o doce indios principales de los de la ciudad, y cuatro o cinco españoles subiéronsela por fuerza; y aunque ellos se defendían bien, se las ganaron y los mataron a todos.
Después vinieron otros cinco o seis de caballos, y ellos y los otros echaron una celada en que mataron más de treinta de los enemigos. Como ya era tarde, yo mandé recoger la gente y que se retrajesen, y al retraer cargaba tanta multitud de los enemigos, que si no fuera por los de caballo, fuera imposible no recibir mucho daño los españoles. Pero como todos aquellos malos pasos de la calle y calzada, donde se esperaba el peligro, al tiempo del retraer yo los tenía muy bien adobados y aderezados, y los de caballo podían por ellos muy bien entrar y salir, y como los enemigos venían dando en nuestra retaguardia, los de caballo revolvían sobre ellos, que siempre alanceaban o mataban algunos; y como la calle era muy larga, hubo lugar de hacerse esto cuatro o cinco veces. Aunque los enemigos veían que recibían daño, venían los perros tan rabiosos, que en ninguna manera los podíamos detener ni que nos dejasen de seguir. Y todo el día se gastara en esto, sino que ya ellos tenían tomadas muchas azoteas que salen a la calle, y los de caballo recibían a esta causa mucho peligro. Y así, nos fuimos por la calzada adelante a nuestro real, sin peligrar ningún español, aunque hubo algunos heridos; y dejamos puesto fuego a las más y mejores casas de aquella calle, porque, cuando otra vez entrásemos, desde las azoteas no nos hiciesen daño. Este mismo día, el alguacil mayor y Pedro de Alvarado pelearon cada uno por su estancia muy reciamente con los de la ciudad, y al tiempo del combate estaríamos los unos de los otros a legua y media y a una legua, porque se extiende tanto la población de la ciudad, que aún disminuye la distancia que hay, y nuestros amigos que estaban con ellos, que eran infinitos, pelearon muy bien y se retrajeron aquel día sin recibir ningún daño.
En este comedio, don Hernando, señor de la ciudad de Tesuico y provincia de Aculuacan, de que arriba he hecho relación a vuestra majestad, procuraba de atraer a todos los naturales de su ciudad y provincia, y especialmente los principales, a nuestra amistad porque aún no estaban tan confirmados en ella como después lo estuvieron. Y cada día venían al dicho don Hernando muchos señores y hermanos suyos, con determinación de ser en nuestro favor y pelear con los de México y Temixtitan; y como don Hernando era muchacho, y tenía mucho amor a los españoles y conocía la merced que en nombre de vuestra majestad se le había hecho en darle tan gran señorío, habiendo otros que le precedían en el derecho de él, trabajaba cuanto le era posible cómo todos sus vasallos viniesen a pelear con los de la ciudad, y ponerse en los peligros y trabajos que nosotros; y habló con sus hermanos, que eran seis o siete, todos mancebos bien dispuestos, y díjoles que les rogaba que con toda la gente de su señorío viniesen a ayudarme. Y a uno de ellos, que se llama Istlisuchil, que es de edad de veintitrés o veinticuatro años, muy esforzado, amado y temido de todos, envióle por capitán y llegó al real de la calzada con más de treinta mil hombres de guerra, muy bien aderezados a su manera, y a los otros dos reales irían otros veinte mil. Y yo los recibí alegremente, agradeciéndoles su voluntad y obra.
Bien podrá vuestra cesárea majestad considerar si era buen socorro y amistad la de don Hernando, y lo que sentirían los de Temixtitan, en ver venir contra ellos a los que ellos tenían por vasallos y por amigos, y por parientes y hermanos, y aún padres e hijos.
De ahí a dos días el combate de esta ciudad se dio, como arriba he dicho; y venida ya esta gente en nuestro socorro, los naturales de la ciudad de Suchimilco, que está en el agua, y ciertos pueblos de Utumíes, que es gente serrana y de más copia que los de Suchimilco, y eran esclavos del señor de Temixtitan, se vinieron a ofrecer y dar por vasallos de vuestra majestad, rogándome que les perdonase la tardanza; yo los recibí muy bien y holgué mucho de su venida, porque si algún daño podrían recibir los de Cuyoacán era de aquellos.
Como por el real de la calzada donde yo estaba, habíamos quemado con los bergantines muchas casas de los arrabales de la ciudad, y no osaban asomar canoa alguna por todo aquello, parecióme que para nuestra seguridad bastaba tener en torno de nuestro real siete bergantines, y por esto acordé de enviar al real del alguacil mayor y al de Pedro de Alvarado, tres bergantines a cada uno; y encomendé mucho a los capitanes de ellos que, porque por la parte de aquellos dos reales los de la ciudad se aprovechaban mucho de la tierra en sus canoas y metían agua y frutas y maíz y otras vituallas, corriesen de noche y de día los unos y los otros de un real al otro, y que además de esto, aprovecharían mucho para hacer espaldas a la gente de los reales todas las veces que quisiesen entrar a combatir la ciudad.
Y así, se fueron estos seis bergantines a los otros dos reales, que fue cosa necesaria y provechosa, porque cada día y cada noche hacían con ellos saltos maravillosos y tomaban muchas canoas y gente de los enemigos.
Proveído esto, y venida en nuestro socorro y de paz la gente que arriba he hecho mención, habléles a todos y díjeles cómo yo determinaba entrar a combatir la ciudad al cabo de dos días; por tanto, que todos viniesen para entonces muy a punto de guerra, y que en aquello conocería si eran nuestros amigos; y ellos prometieron cumplirlo así.
Y otro día hice aderezar y apercibir la gente, y escribí a los reales y bergantines lo que tenía acordado y lo que habían de hacer.
Otro día por la mañana, después de haber oído misa, e informados los capitanes de lo que habían de hacer, yo salí de nuestro real con quince o veinte de caballo y trescientos españoles, y con todos nuestros amigos, que era infinita gente, y yendo por la calzada adelante, a tres tiros de ballesta del real, estaban ya los enemigos esperándonos con muchos alaridos; y como en los tres días antes no se les había dado combate, habían deshecho cuanto habíamos cegado del agua, y teníanlo mucho más fuerte y peligroso de ganar que antes; y los bergantines llegaron por una parte y otra de la calzada; y como con ellos no se podía llegar muy bien cerca de los enemigos, con los tiros y escopetas y ballestas hacíanles mucho daño. Y conociéndolo saltan en tierra y ganan el albarrada y puente, y comenzamos a pasar de la otra parte y dar en pos de los enemigos, los cuales luego se fortalecían en los otros puentes y albarradas que tenían hechas, las cuales, aunque con más trabajo y peligro que la otra vez, les ganamos, y los echamos de toda la calle y de la plaza de los aposentarnientos grandes de la ciudad. De allí mandé que no pasasen los españoles, porque yo, con la gente de nuestros amigos, andaba cegado con piedra y adobes todo el agua, que era tanto de hacer que, aunque para ello ayudaban más de diez mil indios, cuando se acabó de aderezar era ya hora de vísperas; y en todo este tiempo siempre los españoles y nuestros amigos andaban peleando y escaramuzando con los de la ciudad y echándoles celadas, en que murieron muchos de ellos. Y yo con los de caballo anduve un rato por la ciudad, y alanceábamos por las calles donde no había agua los que alcanzábamos, de manera que los teníamos retraídos y no osaban llegar a lo firme.
Viendo que estos de la ciudad estaban rebeldes y mostraban tanta determinación de morir o defenderse, colegí de ellos dos cosas: una, que habíamos de haber poca o ninguna riqueza que nos había tomado, y otra, que daban ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos. Y de esta postrera tenía más sentimiento y me pesaba en el alma, y. pensaba qué forma tenía para atemorizarlos de manera que viniesen en conocimiento de su yerro y del daño que podían recibir de nosotros, y no hacía sino quemarles y derrocarles las torres de sus ídolos y sus casas. y porque lo sintiesen más, este día hice poner fuego a estas casas grandes de la plaza, donde la otra vez que nos echaron de la ciudad los españoles y yo estábamos aposentados, que eran tan grandes, que un príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podría aposentar en ellas; y otras que estaban junto a ellas, que aunque algo menores eran mucho más frescas y gentiles, y tenía en ellas Mutezuma todos los linajes de aves que en estas partes había; y aunque a mí me pesó mucho aquello, porque a ellos les pesaba mucho más, determiné quemarlas, de lo que los enemigos mostraron harto pesar y también los otros sus aliados de las ciudades de la laguna, porque éstos ni otros nunca pensaron que nuestra fuerza bastara a entrarles tanto en la ciudad, y esto les puso harto desmayo.
Puesto fuego a estas casas, porque ya era tarde recogí la gente para volvernos a nuestro real; y como los de la ciudad veían que nos retraíamos, cargaban infinitos de ellos, y venían con mucho ímpetu dándonos en la retaguardia. Y como toda la calle estaba buena para correr, los de caballo volvíamos sobre ellos y alanceábamos de cada vuelta muchos de ellos, y por eso no dejaban de venirnos dando grita a las espaldas. Este día sintieron y mostraron mucho desmayo, especialmente viendo entrar por su ciudad, quemándola y destruyéndola y peleando con ellos, los de Tesuico, Calco y Suchimilco y los otumíes, y nombrándose cada uno de donde era; y por otra parte, los de Tascaltecal, que ellos y los otros les mostraban los de su ciudad hechos pedazos, diciéndoles que los habían de cenar aquella noche y almorzar otro día, como de hecho lo hacían. Así nos vinimos a nuestro real a descansar, porque aquel día habíamos trabajado mucho, y los siete bergantines que yo tenía entraron aquel día por las calles del agua de la ciudad, y quemaron mucha parte de ella. Los capitanes de los otros reales y los seis bergantines pelearon muy bien aquel día, y de lo que les acaeció me pudiera muy bien alargar, y por evitar prolijidad lo dejo, mas de que con victoria se retrajeron a sus reales sin recibir peligro ninguno.
Otro día siguiente, luego por la mañana, después de haber oído misa, torné a la ciudad por la misma orden con toda la gente, porque los contrarios no tuviesen lugar de descegar los puentes y hacer las albarradas, y por bien que madrugamos, de las tres partes y calles de agua que atraviesan la calle que va del real hasta las casas grandes de la plaza, las dos de ellas estaban como los días antes, que fueron muy recias de ganar; y tanto, que duró el combate desde las ocho hasta la una después del mediodía, en que se gastaron casi todas las saetas, almacén y pelotas que los ballesteros y escopeteros llevaban. Y crea vuestra majestad que era sin comparación el peligro en que nos veíamos todas las veces que les ganábamos estos puentes, porque para ganarlos era forzado echarse a nado los españoles y pasar a la otra parte, y esto no podía ni osaban hacer muchos porque a cuchilladas y a botes de lanza resistían los enemigos que no saliesen de la otra parte. Pero como ya por los lados no tenían azoteas de donde nos hiciesen daño, y de esta otra parte los asaeteábamos, porque estábamos los unos de los otros un tiro de herradura, y los españoles tomaban de cada día mucho más ánimo y determinaban de pasar, y también porque veían que mi determinación era aquélla, y que cayendo o levantando no se había de hacer otra cosa.
Parecerá a vuestra majestad que pues tanto peligro recibíamos en el ganar estos puentes y albarradas, que éramos negligentes, ya que las ganábamos, no sostenerlos, por no tornar cada día de nuevo a vernos en tanto peligro y trabajo, que sin duda era grande, y cierto así parecerá a los ausentes, pero sabrá vuestra majestad que en ninguna manera se podía hacer, porque para ponerse así en efecto se requerían dos cosas: o que el real pasáramos allí a la plaza y circuito de las torres de los ídolos, o que gente guardara los puentes por la noches; y de lo uno y de lo otro se recibiera gran peligro y no había posibilidad para ello, porque teniendo el real en la ciudad, cada noche y cada hora, como ellos eran muchos y nosotros pocos, nos dieran mil rebatos y pelearan con nosotros, y fuera el trabajo incomportable pudiendo darnos por muchas Partes. Pues guardar las puentes gente de noche, quedaban los españoles tan cansados de pelear el día, que no se podía sufrir poner gente en guarda de ellos, y a esta causa nos era forzado ganarlas de nuevo cada día que entrábamos en la ciudad. Aquel día, como se tardó mucho en ganar aquellos puentes y en tornarlos a cegar, no hubo lugar de hacer más, salvo que por otra calle principal que va a dar a la ciudad de Tacuba, se ganaron otros dos puentes y se cegaron, y se quemaron muchas y buenas casas de aquella calle, y con esto se llegó la tarde y hora de retraernos, donde recibíamos siempre poco menos peligro que en el ganar de los puentes, porque en viéndonos retraer, era tan cierto cobrar los de la ciudad tanto esfuerzo, que no parecia sino que habían habido toda la victoria del mundo y que nosotros íbamos huyendo; y para este retraer era necesario estar las puentes bien cegados, y lo cegado igual al suelo de las calles, de manera que los de caballo pudiesen libremente correr a una parte y a otra; y así, en el retraer, como ellos venían tan golosos tras nosotros, algunas veces fingíamos ir huyendo, y revolvíamos los de caballo sobre ellos, y siempre tomábamos doce o trece de aquellos más esforzados, y con esto y con algunas celadas que siempre les echábamos, continuo llevaban lo peor, y cierto verlo era cosa de admiración. Porque por más notorio que les era el mal y daño que al retraer de nosotros recibían, no dejaban de seguirnos hasta vernos fuera de la ciudad.
Y con esto nos volvimos a nuestro real, y los capitánes de los otros reales me hicieron saber cómo aquel día les había sucedido muy bien, y habían matado mucha gente por el mar y por la tierra; y el capitán Pedro de Alvarado, que estaba en Tacuba, me escribió que había ganado dos o tres puentes; porque, como era en la calzada que sale del mercado de Temixtitan a Tacuba, y los tres bergantines que yo le había dado podían llegar por una de las partes a zabordar en la misma calzada, no había tenido tanto peligro como los días pasados, y por aquella parte de Pedro de Alvarado, había más puentes y más quebrados en la calzada, aunque había menos azoteas que por las otras partes.
En todo este tiempo, los naturales de Iztapalapa, Oichilobuzco, Mexicacingo, Culuacán, Mizquique y Cuitaguaca, que, como he hecho relación, están en la laguna dulce, nunca habían querido venir de paz, ni tampoco en todo este tiempo habíamos recibido ningún daño de ellos; y como los de Calco eran muy leales vasallos de vuestra majestad y veían que nosotros teníamos bien que hacer con los de la gran ciudad, juntáronse con otras poblaciones que están alrededor de las lagunas y hacían todo el daño que podían a aquellos del agua; y ellos, viendo cómo cada día habíamos victoria contra los de Temixtitan, y por el daño que recibían y podían recibir de nuestros amigos, acordaron venir, y llegaron a nuestro real, y rogáronme que les perdonase lo pasado, y que mandase a los de Calco y a sus vecinos que no les hiciesen más daño. Y yo les dije que me placía y que no tenía enojo de ellos, salvo de los que de la ciudad, y que para que creyesen que su amistad era verdadera, que les rogaba que, porque mi determinación era de no levantar el real hasta tomar por paz o por guerra a los de la ciudad, y ellos tenían muchas canoas para ayudarme, que hiciesen apercibir todas las que pudiesen con toda la más gente de guerra que en sus poblaciones había, para que por el agua viniesen en nuestra ayuda de ahí en adelante. Y también les rogaba que, porque los españoles tenían pocas y ruines chozas, y era tiempo de muchas aguas, que hiciesen en el real todas las mas casas que pudiesen, y que trajesen canoas para traer adobes y madera de las casas de la ciudad que estaban mas cercanas al real. Y ellos dijeron que las canoas y gente de guerra estaban apercibidos para cada día, y en el hacer de la casa sirvieron tan bien, que de una parte y de la otra de las dos partes de la calzada donde yo estaba aposentado, hicieron tantas, que desde la primera casa hasta la postrera habría más de tres o cuatro tiros de ballesta. Y vea vuestra majestad qué tan ancha puede ser la calzada que va por lo más hondo de la laguna, que de una parte y de la otra, iban estas casas, y quedaba enmedio hecha calle, que muy a placer a pie y caballo íbamos y veníamos por ella; y había a la continua en el real, con españoles e indios que le servían, más de dos mil personas, porque toda la otra gente de guerra nuestros amigos, se aposentaban en Cuyoacán, que está a legua y media del real, y también estos de estas poblaciones nos proveían de algunos mantenimientos, de que teníamos harta necesidad, especialmente de pescado y de cerezas, que hay tantas que pueden bastecer, en cinco o seis meses que duran, a doblada gente de la que en esta tierra hay.
Como dos o tres días arreo habíamos entrado por la parte de nuestro real en la ciudad, sin otros tres o cuatro que habíamos entrado, y siempre teníamos victoria contra los enemigos, y con los tiros, ballestas y escopetas matábamos infinitos, pensábamos que de cada hora se movieran a acometernos con la paz, la cual deseábamos como a la salvación, y ninguna cosa nos aprovechaba para atraerlos a este propósito, y por ponerlos en más necesidad, y ver si los podía constreñir de venir a la paz, propuse de entrar cada día en la ciudad y combatirles con la gente que llevaba por tres o cuatro partes, e hice venir toda la gente de aquellas ciudades del agua en sus canoas; y aquel día por la mañana, había en nuestro real más de cien mil hombres nuestros amigos. Y mandé que los cuatro bergantines, con la mitad de las canoas, que serían hasta mil quinientas, fuesen por una parte; y que los tres, con otras tantas, que fuesen por otra y corriesen toda la más de la ciudad en torno, y quemasen e hiciesen todo el más daño que pudiesen. Yo entré por la calle principal adelante, y hallárnosla toda desembarazada hasta las casas grandes de la plaza, que ninguna de las puentes estaba abierto, y pase adelante a la calle que va a salir a Tacuba, en que había otros seis o siete puentes. De allí proveí que un capitán entrase por otra calle con sesenta o setenta hombres, y seis de caballo fuesen a las espaldas para asegurarlos; y con ellos iban más de diez o doce mil indios nuestros amigos, y mandé a otro capitán que por otra calle hiciese lo mismo; y yo, con la gente que me quedaba, seguí por la calle de Tacuba adelante, y ganamos tres puentes, los cuales se cegaron, y dejamos para otro día los otros, porque era tarde y se pudiesen mejor ganar, porque yo deseaba mucho que toda aquella calle se ganase, porque la gente del real de Pedro de Alvarado se comunicase con la nuestra y pasasen de un real a otro, y los bergantines hiciesen lo mismo. Y este día fue de mucha victoria, así por el agua, como por la tierra, y húbose algún despojo de los de la ciudad. En los reales del alguacil mayor y Pedro de Alvarado, se hubo también mucha victoria.
Otro día siguiente, volví a entrar en la ciudad por la orden que el día pasado, y diónos Dios tanta victoria que por las partes donde yo entraba con la gente no parecía que había ninguna resistencia; y los enemigos se retraían tan reciamente, que parecía que les teníamos ganado las tres cuartas partes de la ciudad, y también por el real de Pedro de Alvarado les daban mucha prisa, y sin duda el día pasado y este yo tenía por cierto que vinieran de paz, de la cual yo siempre, con victoria y sin ella, hacía todas las muestras que podía. Y nunca por eso en ellos hallábamos alguna señal de paz, y aquel día nos volvimos al real con mucho placer, aunque no nos dejaba de pesar en el alma, por ver tan determinados de morir a los de la ciudad.
En estos días pasados, Pedro de Alvarado había ganado muchas puentes, y por sustentarlas y guardarlas, ponía velas de pie y de caballo de noche en ellas, y la otra gente se iba al real, que estaba tres cuartos de legua de allí. Y porque este trabajo era insoportable, acordó de pasar el real al cabo de la calzada que va a dar al mercado de Temixtitan, que es una plaza harto mayor que la de Salamanca, y toda cercada de portales a la redonda, y para llegar a ella, no le faltaba de ganar sino otras dos o tres puentes, que eran muy anchas y peligrosas de ganar; y así, estuvo algunos días que siempre peleaba y había victoria. Y aquel día que digo en el capítulo anterior a éste, como veía que los enemigos mostraban flaqueza y que por donde yo estaba les daba muy continuos y recios combates, cebóse tanto en el sabor de la victoria y de las muchas puentes y albarradas que les había ganado, que determinó pasarlas y ganar una puente en que había más de sesenta pasos deshechos de la calzada, todo de agua, de hondura de estado y medio y dos; y como acometieron aquel mismo día y los bergantines ayudaron mucho, pasaron el agua y ganaron la puente, y siguen tras los enemigos, que iban puestos en huída. Y Pedro de Alvarado daba mucha prisa en que se cegase aquel paso porque pasasen los de caballo, y también porque cada día, por escrito y por palabra, yo le amonestaba que no ganasen un palmo de tierra sin que quedase muy seguro para entrar y salir los de caballo, porque éstos hacían la guerra. Y como los de la ciudad vieron que no había más de cuarenta o cincuenta españoles de la otra parte, y algunos amigos nuestros, y que los de caballo no podían pasar, revuelven sobre ellos tan de súbito, que los hicieron volver las espaldas y echar al agua; y tomaron vivos tres o cuatro españoles, que luego fueron sacrificados, y mataron algunos amigos nuestros.
Al fin Pedro de Alvarado se retrajo a su real, y como aquel día yo llegué al nuestro y supe lo que había acaecido, fue la cosa del mundo que más me peso, porque en ocasión de dar esfuerzo a los enemigos y creer que en ninguna manera les osaríamos entrar. La causa porque Pedro de Alvarado quiso tomar aquel mal paso fue, como digo, ver que había ganado mucha parte de la fuerza de los indios, y que ellos mostraban alguna flaqueza, y principalmente porque la gente de su real le importunaba que ganasen el mercado, porque aquel ganado, era casi toda la ciudad tomada, y toda su fuerza y esperanza de los indios tenían allí; y como los del dicho real de Alvarado veían que yo continuaba mucho los combates de la ciudad, creían que yo había de ganar primero que ellos el dicho mercado, y como estaban más cerca de él que nosotros, tenían por caso de honra no ganarle primero. Y por esto el dicho Pedro de Alvarado era muy importunado, y lo mismo me acaecía a mí en nuestro real, porque todos los españoles me ahincaban muy recio que por una de tres calles que iban a dar al dicho mercado entrásemos, porque no teníamos resistencia, y ganado aquel, teníamos menos trabajo; yo disimulaba por todas las vías que podía por no hacerlo, aunque les encubría la causa, y esto era por los inconvenientes y peligros que se me representaban, porque para entrar en el mercado había infinitas azoteas, Puentes y calzadas rotas, y en tal manera, que en cada casa por donde habíamos de ir estaba hecho como isla en medio del agua.
Como aquella tarde que llegué al real supe del desbarato de Pedro de Alvarado, otro día de mañana acordé de ir a su real para reprenderle lo pasado, y para ver lo que habían ganado, y en qué parte había pasado el real, y para avisarle de lo que fuese necesario para su seguridad y ofensa de los enemigos. Y como yo llegué a su real, sin duda me espanté de lo mucho que estaba metido en la ciudad, y de los malos pasos y puentes que les había ganado, y visto, no le imputé tanta culpa como antes parecía tener, y platicado acerca de que lo había de hacer, me volví a nuestro real aquel día.
Pasado esto, yo hice algunas entradas en la ciudad por las partes que solía, y combatían los bergantines y canoas por dos partes, y yo por la ciudad por otras cuatro, y siempre habíamos victoria, y se mataba mucha gente de los contrarios, porque cada día venía gente sin número en nuestro favor. Y yo dilataba de meterme más adentro de la ciudad: lo uno, por ver si revocarían el propósito y dureza que los contrarios tenían, y lo otro, porque nuestra entrada no podía ser sin mucho peligro, porque ellos estaban muy juntos y fuertes y muy determinados a morir.
Y como los españoles veían tanta dilación en esto, y que había más de veinte días que nunca dejaban de pelear, importunábanme en gran manera, como arriba he dicho, de que entrásemos y tomásemos el mercado, porque ganado, a los enemigos les quedaba poco lugar por donde defenderse, y que si no se quisiesen dar, que de hambre y sed se morirían, porque no tenían qué beber sino agua salada de la laguna. Y como yo me excusaba, el tesorero de vuestra majestad me dijo que todo el real afirmaba aquello y que lo debía de hacer; y a él y a otras personas de bien que allí estaban les respondí que su propósito y deseo era muy bueno, y yo lo deseaba más que nadie, pero que lo dejaba de hacer por lo que con importunación me hacía decir, que era que aunque él y otras personas lo hiciesen como buenos, como en aquellos días se ofrecía mucho peligro, habría otros que no lo hiciesen. Y al fin tanto me forzaron, que yo concedí que se haría en este caso lo que yo pudiese, concertándose primero con la gente de los otros reales.
Otro día me junté con algunas personas principales de nuestro real, y acordamos de hacer saber al alguacil mayor y a Pedro de Alvarado cómo al día siguiente habíamos de entrar en la ciudad y trabajar de llegar al mercado, y escribíles lo que ellos habían de hacer por la otra parte de Tacuba, y además de escribírselo, para que mejor fuesen informados, enviéles dos criados míos para que les avisasen de todo el negocio. Y la orden que habían de tener era que el alguacil mayor se viniese con diez de caballo, cien peones, y quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Alvarado, y que en el suyo quedasen otros diez de caballo, y que dejase concertado con ellos que otro día, que había de ser el combate, se pusiesen en celada tras unas casas, y que hiciesen alzar todo su fardaje, como que levantaban el real, porque los de la ciudad saliesen tras ellos y la celada les diese en las espaldas. Y que el dicho alguacil mayor, con los tres bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Alvarado, ganasen aquel paso malo donde desbarataron a Pedro de Alvarado, y diese mucha prisa en cegarlo, y que pasasen adelante, y que en ninguna manera se alejasen ni ganasen un paso sin dejarlo primero ciego y aderezado. Y que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado, que lo trabajasen mucho, porque yo había de hacer lo mismo; que mirasen que, aunque esto les enviaba a decir, no era para obligarlos a ganar un paso sólo de que les pudiese venir algún desbarato o desmán; y esto les avisaba porque conocía de sus personas que habían de poner el rostro donde yo les dijese, aunque supieran perder las vidas. Despachados aquellos dos criados míos con estos recados, fueron al real y hallaron en él a los dichos alguacil mayor y a Pedro de Alvarado, a los cuales significaron todo el caso según que acá en nuestro real lo teníamos concertado. Y porque ellos habían de combatir por una sola parte y yo por muchas, enviéles a decir que me enviasen setenta y ochenta hombres de pie para que otro día entrasen conmigo, los cuales con aquellos dos criados míos vinieron aquella noche a dormir a nuestro real como yo les había enviado a mandar.
Dada la orden ya dicha, otro día, después de haber oído misa, salieron de nuestro real los siete bergantines con más de tres mil canoas de nuestros amigos, y yo con veinticinco de caballo y con la gente que tenía y los setenta hombres del real de Tacuba, seguimos nuestro camino, y entramos en la ciudad, a la cual llegados, yo repartí la gente de esta manera: había tres calles, desde lo que teníamos ganado, que iban a dar al mercado, al cual los indios llaman Tianguizco, y a todo aquel sitio donde está llámanle Tlaltelulco; y la una de estas tres calles era la principal, que iba a dicho mercado, y por ella dije al tesorero y contador de vuestra majestad que entrasen con setenta hombres y con más de quince o veinte mil amigos nuestros, y que en la retaguardia llevasen siete u ocho de caballo, y como fuesen ganando las puentes y albarradas, las fuesen cegando; llevaban una docena de hombres con sus azadones y más nuestros amigos, que eran los que hacía al caso para el cegado de las puentes. Las otras dos calles van desde la calle de Tacuba a dar al mercado, y son más angostas y de más calzadas y puentes y calles de agua. Y por la más ancha de ella mandé a dos capitánes que entrasen con ochenta hombres y más de diez mil indios nuestros amigos, y al principio de aquella calle de Tacuba dejé dos tiros gruesos con ocho de caballo en guarda de ellos. Y yo con otros ocho de caballo y con obra de cien peones, en que había más de veinticinco ballesteros y escopeteros, y con infinito número de nuestros amigos, seguí mi camino para entrar por la otra calle angosta todo lo más que pudiese. Y a la boca de ella hice detener a los de caballo y mandéles que en ninguna manera pasasen de allí ni viniesen tras de mí si no se lo enviase a mandar primero; y yo me apeé, y llegamos a una albarrada que tenían del cabo de una puente y con un tiro pequeño de campo, y con los ballesteros y escopeteros se la ganamos, y pasamos adelante por una calzada que tenían rota por dos o tres partes. Y además de estos tres combates que dábamos a los de la ciudad, era tanta la gente de nuestros amigos que por las azoteas y por otras partes les entraban, que no parecía que había cosa que nos pudiese ofender. Y como les ganamos aquellas dos puentes y albarradas y la calzada los españoles, nuestros amigos siguieron por la calle adelante, sin amparárseles cosa alguna; y yo me quedé con obra de veinte españoles en una isleta que allí se hacía, porque veía que ciertos amigos nuestros andaban revueltos con los enemigos, y algunas veces los retraían hasta echarlos al agua, y con nuestro favor revolvían sobre ellos.
Y además de esto, guardábamos que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante, los cuales, a esta sazón, me enviaron a decir que no estaban muy lejos de la plaza del mercado, y que en todo caso, querían pasar delante, porque ya oían el combate que el alguacil mayor y Pedro de Alvarado daban por su estancia. Yo les envié a decir que en ninguna manera diesen paso adelante, sin que primero las puentes quedasen muy bien cegadas, de manera que si tuviesen necesidad de retraerse, el agua no les hiciese estorbo ni embarazo alguno, pues sabían que en todo aquello estaba el peligro, y ellos me tornaron a decir que todo lo que habían ganado estaba bien reparado, que fuese allí y lo vería si era así. Y yo, con recelo que no se desmandasen y dejasen ruin recaudo en el cegado de las puentes, fuí allá y hallé que habían pasado una quebrada de la calle que era de diez o doce pasos de ancho, y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, y al tiempo que la pasaron habían echado en ella madera y cañas de carrizo, y como pasaban pocos a pocos y con tiento, no se había hundido la madera y cañas; y ellos con el placer de la victoria, iban tan embebidos que pensaban que quedaba muy fijo. Y al punto que yo llegué a aquella puente de agua cuitada, vi que los españoles y muchos de nuestros amigos venían puestos en muy gran huída, y los enemigos como perros dando en ellos; y como yo vi tan gran desmán, comencé a dar voces tener, tener, y ya que yo estaba junto al agua, halléla toda llena de españoles e indios, y de manera que no parecía que en ella hubiesen echado una paja; y los enemigos cargaron tanto, que matando en los españoles, se echaban al agua tras ellos; y ya por la calle del agua venían canoas de los enemigos y tomaban vivos los españoles. Y como el negocio fue tan de súbito, y vi que mataban la gente, determiné quedarme allí y morir peleando, y en lo que más aprovechábamos y los otros que allí estaban conmigo, era en dar las manos a algunos tristes españoles que se ahogaban para que saliesen afuera, y unos salían heridos, otros medio ahogados, y otros sin armas, y enviábalos que se fuesen adelante; y ya en esto cargaba tanta gente de los enemigos, que a mi y a otros doce o quince que conmigo estaban nos tenían por todas partes cercados. Y como yo estaba muy metido en socorrer a los que se ahogaban, no miraba ni me acordaba del daño que podía recibir, y ya me venían a asir ciertos indios de los enemigos, y me llevaran si no fuera por un capitán de cincuenta hombres, que yo traía siempre conmigo, y por un mancebo de su compañía, el cual, después de Dios, me dio la vida, y por dármela como valiente hombre, perdió allí la suya. En este comedio, los españoles que salían desbaratados íbanse por aquella calzada adelante, y como era pequeña y angosta e igual al agua, que los perros habían hecho así de industria e iban por ella también desbaratados muchos de nuestros amigos, iba el camino tan embarazado y tardaban tanto en andar, que los enemigos tenían lugar de llegar por el agua de una parte y de otra, y tomar y matar cuantos querían. Y aquel capitán que estaba conmigo, que se dice Antonio de Quiñones, díjome: "Vamos de aquí y salvemos vuestra persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar". Y ya no podía acabar conmigo que me fuese de allí. Y como esto vio, asióme de los brazos para que diésemos la vuelta, y aunque yo holgara más con la muerte que con la vida, por importunación de aquel capitán y de otros compañeros que allí estaban, nos comenzamos a retraer peleando con nuestras espadas y rodelas con los enemigos, que venían hiriendo en nosotros. Y en esto llega un criado mío a caballo, e hizo algún poquito de lugar, pero luego desde una azotea baja le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta; y estando en este tan gran conflicto, esperando que la gente pasase por aquella calzadilla a ponerse a salvo, y nosotros deteniendo los enemigos, llegó un mozo mío con un caballo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla de los que entraban y salían por el agua, que no había persona que se pudiese tener, mayormente con los empellones que los unos a otros se daban para salvarse. Y yo cabalgué, pero no para pelear, porque allí era imposible poderlo hacer a caballo, porque si pudiera ser, antes de la calzadilla, en una isleta se habían hallado los ocho de caballo que yo había dejado, y no habían podido hacer menos de volverse por ella; y aún la vuelta era tan peligrosa que dos yeguas en que iban dos criados míos, cayeron de aquella calzadilla en el agua, y a una la mataron los indios, y a la otra la salvaron unos peones; y otro mancebo criado mío, que se decía Cristóbal de Guzmán, cabalgó en un caballo que i en la isleta le dieron para llevármelo y que me pudiese salvar, y a él y al caballo antes que a mí llegasen mataron los enemigos; la muerte del cual puso a todo el real en tanta tristeza, que hasta hoy está reciente el dolor de los que lo conocían.
Y ya con todos nuestros trabajos, plugo a Dios que los que quedamos salimos a la calle de Tacuba, que era muy ancha, y recogida la gente, yo con nueve de caballo me quedé en la retaguardia, y los enemigos venían con tanta victoria y orgullo, que no parecía sino que ninguno había de dejar con vida; y retrayéndome lo mejor que pude, envié a decir al tesorero y al contador que se retrajesen a la plaza con mucho concierto; lo mismo envié a decir a los otros dos capitánes que habían entrado por la calle que iba al mercado; y los unos y los otros habían peleado valientemente y ganado muchas albarradas y puentes, que habían muy bien cegado, lo cual fue a causa de no recibir daño al retraer. Y antes que el tesorero y contador se retrajesen, ya los de la ciudad, por encima de una albarrada donde peleaban, les habían echado dos o tres cabezas de cristianos, aunque no supieron por entonces si eran de los del real de Pedro de Alvarado o del nuestro. Y recogidos todos a la plaza, cargaba por todas partes tanta gente de los enemigos sobre nosotros, que teníamos bien qué hacer para desviarlos, y por lugares y partes donde antes de este desbarato no osaron esperar a tres de caballo y a diez peones; e incontinente, en una torre alta de sus ídolos que estaba allí junto a la plaza, pusieron muchos perfumes y sahumerios de unas gomas que hay en esta tierra, que parece mucho a ánime, lo cual ellos ofrecen a sus ídolos en señal de victoria; y aunque quisiéramos mucho estorbárselo, no se pudo hacer, porque ya la gente a más andar se iban hacia el real. En este desbarato mataron los contrarios treinta y cinco o cuarenta españoles, y más de mil indios amigos nuestros, e hirieron más de veinte cristianos, y yo salí herido en una pierna; perdióse el tiro pequeño de campo que habíamos llevado, y muchas ballestas, escopetas y armas. Los de la ciudad, luego que hubieron la victoria, por hacer desmayar al alguacil mayor y a Pedro de Alvarado, todos los españoles vivos y muertes que tomaron los llevaron a Tlatelulco, que es el mercado, y en unas torres altas que allí estaban, desnudos los sacrificaron y abrieron por los pechos, sacándoles los corazones para ofrecérselos a sus ídolos; lo cual los españoles del real de Pedro de Alvarado pudieron ver bien de donde peleaban, y en los cuerpos desnudos y blancos que vieron sacrificar, conocieron que eran cristianos; y aunque por ello hubieron gran tristeza y desmayo, se retrajeron a su real, habiendo peleado aquel día muy bien, y ganado casi hasta el dicho mercado, el cual aquel día se acabara de ganar si Dios, por nuestros pecados, no permitiera tan gran desmán.
Nosotros fuimos a nuestro real con gran tristeza, algo más temprano que los otros días nos solíamos retraer, y también porque nos decían que los bergantines eran perdidos, porque los de la ciudad, con las canoas, nos tomaban las espaldas, aunque plugo a Dios que no fue así, puesto que los bergantines y las canoas de nuestros amigos se vieron en harto estrecho; y tanto, que un bergantín se erró de perder, e hirieron al capitán y maestre le él, y el capitán murió a los ocho días. Aquel día y la noche siguiente, los de la ciudad hacían muchos regocijos de bocinas y atabales, que parecía que se hundía el mundo, y abrieron todas las calles y puentes del agua, como antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y velas de noche a dos tiros de ballesta de nuestro real; y como todos salimos tan desbaratados, y heridos y sin armas, había necesidad de descansar y rehacernos.
En este comedio los de la ciudad tuvieron lugar de enviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos sujetas, a decir cómo habían habido muchas victorias y muerto muchos cristianos, y que muy presto nos acabarían; que en ninguna manera tratasen paz con nosotros; y la creencia que llevaban, eran las dos cabezas de caballos que mataron y otras algunas de los cristianos, las cuales anduvieron mostrando por donde a ellos les parecía que convenía, que fue mucha ocasión de poner en más contumacia a los rebelados que de antes; mas con todo, porque los de la ciudad no tomasen más orgullo ni sintiesen nuestra flaqueza, cada día algunos españoles de pie y de caballo, con muchos de nuestros amigos iban a pelear a la ciudad, aunque nunca podía ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.
Donde a dos días del desbarato, que ya se sabía por toda la comarca, los naturales de una población que se dice Cuarnaguacar, que eran sujetos a la ciudad y se habían dado por nuestros amigos, vinieron al real y dijéronme cómo los de la población de Malinalco, que eran sus vecinos, les hacían mucho daño y les destruían su tierra, y que ahora se juntaban con los de la provincia de Cuico que es grande, y querían venir sobre ellos a matarlos porque se habían dado por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos, y que decían que después de ellos destruídos habían de venir sobre nosotros; y aunque lo pasado era de tan poco tiempo acaecido y teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, porque ellos me lo pedían con mucha instancia, determiné de dárselo, y aunque tuve mucha contradicción, y decían que me destruía en sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochenta eones y diez de caballo, con Andrés de Tapia, capitán, al cual encomendé mucho que hiciese lo que más convenía al servicio de vuestra majestad y nuestra seguridad, pues veía la necesidad en que estábamos, y que en ir y volver no estuviese más de diez días. Y él se partió, y llegado a una población pequeña que está entre Malinalco y Coadnoacad, halló a los enemigos, que le estaban esperando, y él, con la gente de Coadnoacad con la que llevaba, comenzó su batalla en el campo, y pelearon tan bien los nuestros, que desbarataron los enemigos y en el alcance los siguieron hasta meterlos en Malinalco, que está asentado en un cerro muy alto y donde los de caballo no podían subir, y viendo esto, destruyeron lo que estaba en el llano, y volviéronse a nuestro real con esta victoria, dentro de los diez días. En lo alto de esta población de Malinalco hay muchas fuentes de muy buena agua, y es muy fresca cosa.
En tanto que este capitán fue y vino a este socorro, algunos españoles de pie y de caballo, como he dicho, con nuestros amigos entraban a pelear en la ciudad hasta cerca de las casas grandes que están en la plaza, y de allí no podían pasar, porque los de la ciudad tenían abierta la calle del agua que está a la boca de la plaza, y estaba muy honda y ancha, y de la otra parte tenían una muy grande y fuerte albarrada, y allí peleaban los unos con los otros hasta que la noche los despartió.
Un señor de la provincia de Tascaltecal que se dice Chichicatecle, de que atrás he hecho relación, que trajo la tablazón que se hizo en aquella provincia para los bergantines, desde el principio de la guerra residía con toda su gente en el real de Pedro de Alvarado, y como veía que por el desbarato pasado los españoles no peleaban como solían, determinó sin ellos de entrar en él con su gente a combatir los de la ciudad, dejando cuatrocientos flecheros de los suyos a una puente quitada de agua, bien peligrosa, que ganó a los de la ciudad, lo cual nunca acaecía sin ayuda nuestra. Pasó adelante con los suyos, y con mucha grita, apellidando y nombrando a su provincia y señor, pelearon aquel día muy reciamente, y hubo de una parte y otra muchos heridos y muertos, y los de la ciudad bien tenían creído que los tenían asidos, porque como es gente que al retraer, aunque sea sin victoria, sigue con mucha determinación, pensaron que al pasar del agua, donde suele ser cierto el peligro, se habían de vengar muy bien de ellos. Y para este efecto y socorro Chichimecatecle había dejado junto al paso del agua los cuatrocientos flecheros, y como ya se venían retrayendo, los de la ciudad cargaron sobre ellos muy de golpe, y los de Tascaltecal echáronse al agua, y con el favor de los flecheros pasaron, y los enemigos con la resistencia que en ellos hallaron, se quedaron, y aún bien espantados de la osadía que había tenido Chichimecatecle.
De ahí a dos días que los españoles vinieron de hacer guerra a los de Malinalco, según que vuestra majestad habrá visto en los capítulos anteriores a éste, llegaron a nuestro real diez indios de los otomíes, que eran esclavos de los de la ciudad, y, como he dicho, habiéndose dado por vasallos de vuestra majestad, y cada día venían en nuestra ayuda a pelear, y dijéronme cómo los señores de la provincia de Matalcingo, que son sus vecinos, les hacían guerra y les destruían su tierra y les habían quemado un pueblo y llevádoles alguna gente, y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de venir a nuestros reales y dar sobre nosotros, porque los de la ciudad saliesen y nos acabasen. Y a lo más de esto dimos crédito, porque de pocos días a aquella parte, cada vez que entrábamos a pelear nos amenazaban con los de esta provincia de Matalcingo, de la cual, aunque no teníamos mucha noticia, bien sabíamos que era grande y que estaba a veintidós leguas de nuestros reales; y en la queja que estos otomíes nos daban de aquellos sus vecinos, daban a entender que les diésemos socorro, y aunque lo pedían en muy recio tiempo, confiando en la ayuda de Dios, y por quebrar algo las alas de los de la ciudad, que cada día nos amenazaban con éstos y mostraban tener esperanza de ser de ellos socorridos, y este socorro de ninguna parte les podía venir si de éstos no, determiné de enviar allá a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con dieciocho de caballo y cien peones, en que había sólo un ballestero, el cual partió con ellos, y con otra gente de los otomíes nuestros amigos.
Dios sabe el peligro en que todos iban, y aún el en que nosotros quedábamos, pero como nos convenía mostrar más esfuerzo y ánimo que nunca, y morir peleando, disimulábamos nuestra flaqueza así con los amigos como con los enemigos; pero muchas y muchas veces decían los españoles que pluguiese a Dios que con las vidas los dejasen y se viesen vencedores contra los de la ciudad, aunque en ella ni en toda la tierra no hubiesen otro interés ni provecho, por donde se conocerá la aventura y necesidad extrema en que teníamos nuestras personas y vidas. El alguacil mayor fue aquel día a dormir a un pueblo de los otomíes que está frontero de Matalcingo, y otro día, muy de mañana, partió y fue a unas estancias de los dichos otomíes, las cuales halló sin gente, y mucha parte de ellas quemadas; y llegando a lo más llano, junto a una ribera, halló mucha gente de guerra de los enemigos, que habían acabado de quemar otro pueblo, y como le vieron, comenzaron a dar la vuelta, y por el camino que llevaban en pos de ellos hallaban muchas cargas de maíz y de niños asados que traían para su provisión, las cuales habían dejado como habían sentido ir los españoles; y pasado un río que allí estaba más adelante en lo llano, los enemigos comenzaron a reparar, y el alguacil mayor con los de caballo rompió con ellos y desbaratólos, y puestos en huida tiraron su camino derecho a su pueblo de Matalcingo que estaba a cerca de tres leguas de allí; y en todas duró el alcance de los de caballo hasta encerrarlos en el pueblo, y allí esperaron a los españoles y a nuestros amigos, los cuales venían matando en los que los de caballo atajaban y dejaban atrás, y en esta alcance murieron más de dos mil de los enemigos. Llegados los de pie donde estaban los de caballo y nuestros amigos que pasaban de sesenta mil hombres, comenzaron a huir hacia el pueblo, adonde los enemigos hicieron rostro, en tanto que las mujeres y los niños y sus haciendas se ponían a salvo en una fuerza que estaba en un cerro muy alto que estaba allí junto. Pero como dieron de golpe en ellos, hiciéronlos también retraer a la fuerza que tenían en aquella altura, que era muy agra y fuerte, y quemaron y robaron el pueblo en muy breve espacio, y como era tarde, el alguacil mayor no quiso combatir la fuerza y también porque estaban muy cansados, porque todo aquel día habían peleado; los enemigos, toda la más de la noche, despendieron en dar alaridos y hacer mucho estruendo de atabales y bocinas.
Otro día de mañana el alguacil mayor con toda la gente comenzó a guiar para subirles a los enemigos aquella fuerza, aunque con temor de verse en trabajo en la resistencia; y llegados, no vieron gente ninguna de los contrarios; y ciertos indios amigos nuestros descendían de lo alto, y dijeron que no había nadie, y que al cuarto del alba se habían ido con los enemigos. Y estando así vieron por todos aquellos llanos de la redonda mucha gente, y eran otomíes; y los de caballo, creyendo que eran enemigos, corrieron hacia ellos y alancearon tres o cuatro, y como la lengua de los otomíes es diferente de esta otra de Culúa, no los entendían más de cómo echaban las armas y se venían para los españoles; y todavía alancearon a tres o cuatro, pero ellos bien entendieron que había sido por no conocerlos. Y como los enemigos no esperaron, los españoles acordaron de volverse por otro pueblo suyo que también estaba de guerra, pero como vieron venir tanto poder sobre ellos, saliéronle de paz, y el alguacil mayor habló con el señor de aquel pueblo, y díjole que ya sabía que yo recibía con muy buena voluntad a todos los que se venían a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, aunque fuesen muy culpados; que les rogaba que fuese a hablar con aquellos de Matalcingo, para que se viniesen a mí, y profirióse de hacerlo así y de traer de paz a los de Malinalco; y así, se volvió el alguacil mayor con esta victoria a su real.
Aquel día algunos españoles estaban peleando en la ciudad, y los ciudadanos habían enviado a decir que fuese allá nuestra lengua, porque querían hablar sobre la paz, la cual, según pareció, ellos no querían sino con condición que nos fuésemos de toda la tierra, lo cual hicieron a fin de que los dejásemos algunos días descansar y fornecerse de lo que habían menester, aunque nunca de ellos alcanzamos dejar de tener voluntad de pelear siempre con nosotros; estando así platicando con la lengua, muy cerca los nuestros de los enemigos, que no había sino una puente quitada en medio, un viejo de ellos, allí a vista de todos, sacó de su mochila, muy despacio, ciertas cosas que comió, por darnos a entender que no tenían necesidad, porque nosotros les decíamos que allí se habían de morir de hambre, y nuestros amigos decían a los españoles que aquellas paces era falsas, que peleasen con ellos, y aquel día no se peleó más porque los principales dijeron a la lengua que me hablase.
Desde a cuatro días de que el alguacil mayor viniese de la provincia de Matalcingo, los señores de ella y de Malinalco y de la provincia de Cuiscon, que es grande y mucha cosa, y estaban también rebelados, vinieron a nuestro real, y pidieron perdón de lo pasado, y ofreciéronse de servir muy bien, y así lo hicieron y han hecho hasta ahora.
En tanto que el alguacil mayor fue a Matalcingo, los de la ciudad acordaron de salir de noche y dar en el real de Alvarado, y al cuarto del alba dan el golpe. Y como las velas de caballo y de pie lo sintieron, apellidaron de llamar alarma, y las que allí estaban arremetieron a ellos, y como los enemigos sintieron los de caballo, echáronse al agua, y en tanto, llegan los nuestros y pelearon más de tres horas con ellos; y nosotros oímos en nuestro real un tiro de campo que tiraba, y como teníamos recelo no los desbaratasen, yo mandé armar la gente para entrar en la ciudad, para que aflojasen en el combate de Alvarado; y como los indios hallaron tan recios a los españoles, acordaron de volverse a su ciudad, y nosotros aquel día fuimos a pelear a la ciudad.
En esta sazón, ya los que habíamos salido heridos del desbarato estábamos buenos, y a la Villa Rica había aportado un navío de Juan Ponce de León, que habían desbaratado en la tierra o isla florida, y los de la villa enviáronme cierta pólvora y ballestas, de que teníamos muy extrema necesidad; y ya, gracias a Dios, por aquí a la redonda no teníamos tierra que no fuese en nuestro favor; y yo, viendo cómo estos de la ciudad estaban tan rebeldes y con la mayor muestra y determinación de morir que nunca generación tuvo, no sabía qué remedio tener con ellos para quitarnos a nosotros de tantos peligros y trabajos, y a ellos y a su ciudad no acabarlos de destruir, porque era la más hermosa cosa del mundo; y no nos aprovechaba decirles que no habíamos de levantar los reales, ni los bergantines habían de cesar de darles guerra por el agua, ni que habíamos destruido a los de Matalcingo y Malinalco, y que no tenían en toda la tierra quien los pudiese socorrer, ni tenían de dónde haber maíz, ni carne, ni frutas, ni agua, ni otra cosa de mantenimiento. Y cuanto más de estas cosas les decíamos, menos muestra veíamos en ellos de flaqueza; mas antes en el pelear y en todos sus ardides los hallábamos con más ánimos que nunca. Y yo, viendo que el negocio pasaba de esta manera, y que había ya más de cuarenta y cinco días que estábamos en el cerco, acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder estrechar más a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la ciudad, que fuesen derrocando todas las casas de ellas de un cabo y del otro, de manera que no fuésemos un raso adelante sin dejarlo todo asolado, y lo que era agua hacerl tierra firme, aunque hubiese toda la dilación que se pudiese seguir. Para esto yo llamé a todos los señores y principales nuestros amigos, y díjeles lo que tenía acordado; por tanto, que hiciesen venir mucha gente de sus labradores, trajesen sus cosas, que son unos palos que se aprovechan tanto como los cavadores en España de azada; y ellos me respondieron que así lo harían de muy buena voluntad, y holgaron mucho con esto, porque les pareció que era manera para que la ciudad se asolase, lo cual todos ellos deseaban más que cosas del mundo.
Entre tanto que esto se concertaba, pasáronse tres o cuatro días; los de la ciudad bien pensaron que ordenábamos algunos ardides contra ellos, y ellos también, según después pareció, ordenaban lo que podían para su defensa, según que también lo barruntábamos. Y concertado con nuestros amigos que por la tierra y por la mar los habíamos de ir a combatir, otro día de mañana, después de haber oído misa, tomamos el camino para la ciudad, y en llegando al paso del agua y albarrada que estaba cabe las casas grandes de la plaza, queriéndola combatir, los de la ciudad dijeron que estuviésemos quedos, que querían paz; y yo mandé a la gente que no pelease, y díjeles que viniese allí el señor de la ciudad a hablarme y se daría orden en la paz; y con decirme que ya le habían ido a llamar, me detuvieron más de una hora, porque en la verdad ellos no tenían gana de la paz y así lo mostraron, porque luego, en estando nosotros quedos, nos comenzaron a tirar flechas, varas y piedras. Y como yo vi esto, comenzamos a combatir la albarrada y la ganamos; y en entrando en la plaza, hallárnosla toda sembrada de piedras grandes para que los caballos no pudiesen correr por ella, porque por lo firme éstos son los que les hacen la guerra, y hallamos una calle cerrada con piedra seca y otra también llena de piedras, para que los caballos no pudiesen correr por ellas. Y desde este día en adelante cegamos de tal manera aquella calle del agua que salía de la plaza, que nunca después los indios la abrieron; y de allí en adelante comenzamos a asolar poco a poco las casas y cerrar y cegar muy bien lo que teníamos ganado del agua; y como aquel día llevábamos más de ciento cincuenta mil hombres de guerra, hízose mucha cosa, y así nos volvimos aquel día al real, y los bergantines y canoas de nuestros amigos, hicieron mucho daño en la ciudad y volviéronse a reposar.
Otro día siguiente por la misma orden entramos en la ciudad, y llegados a aquel circuito y patio grande donde están las torres de los indios, yo mandé a los capitánes que con su gente no hiciesen sino cegar las calles de agua y allanar los pasos malos que teníamos ganados, y que nuestros amigos, de ellos quemasen y allanasen las casas y otros fuesen a pelear por las partes que solíamos, y que los de caballo guardasen a todos las espaldas. Y yo me subí en una torre más alta de aquéllas, porque los indios me conocían y sabían que les pesaba mucho de verme subido en la torre; y de allí animaba a nuestros amigos y hacíales correr cuando era necesario. Porque como peleaban a la continua, a veces los contrarios se retraían y a veces los nuestros, los cuales luego eran socorridos con tres o cuatro de caballo, que les ponían infinito ánimo para revolver sobre los enemigos, y de esta manera y por este orden entramos en la ciudad cinco o seis días arreo, y siempre al retraer echábamos a nuestros amigos delante y hacíamos que algunos de los españoles se metiesen en celada en unas casas, los de caballo quedábamos detrás y hacíamos que nos retraíamos de golpe, por sacarlos de la plaza. Con esto y con las celadas de los peones, cada tarde alanceábamos algunos, y un día de estos había en la plaza siete u ocho de caballo, y estuvimos esperando que los enemigos saliesen; como vieron que no salían, hicieron que se volvían, y los enemigos con recelo que a la vuelta no los alanceasen, como solían, estaban puestos por unas paredes y azoteas, y había infinito numero de ellos, y como los de caballo revolvían tras ellos, que eran ocho o nueve, y ellos le tenían tomado de lo alto una boca de la calle, no pudieron seguir tras los enemigos que iban por ella, y hubiéronse de retraer. Y los enemigos, con favor de cómo los habían hecho retraer, venían muy encarnizados, y ellos estaban tan sobre aviso que se acogían donde no recibían daño, y los de caballo los recibían de los que estaban puestos por las paredes, y hubiéronse de retraer e hirieron dos caballos, lo cual me dio ocasión para ordenarles una buena celada, como adelante haré relación a vuestra majestad; y aquel día en la tarde nos volvimos a nuestro real, con dejar bien seguro y llano todo lo ganado, y a los de la ciudad muy ufanos, porque creían que de temor nos retraíamos. Aquella tarde hice un mensajero al alguacil mayor, para que antes del día viniese aquí a nuestro real, con quince de caballo de los suyos y de los de Pedro de Alvarado.
Otro día por la mañana llegó al real el alguacil mayor con los quince de caballo, y yo tenía de los de Cuyoacán allí otros veinticinco, que eran cuarenta; y a diez de ellos mandé que luego por la mañana saliesen con toda la otra gente, y que ellos y los bergantines fuesen por la orden pasada a combatir y a derrocar y ganar todo lo que pudiesen. Porque yo, cuando fuese tiempo de retraerse, sería allá con los otros treinta a caballo, y que pues sabía que teníamos mucha parte de la ciudad allanada, que cuanto pudiesen siguiesen de tropel a los enemigos hasta encerrarlos en sus fuerzas y calles de agua, y que allí se detuviesen con ellos hasta que fuese hora de retraer, y yo y los otros treinta de caballo, sin ser vistos, pudiésemos meternos en una celada en unas casas grandes que estaban cerca de las otras grandes de la plaza; y los españoles lo hicieron como yo les avisé, y una hora después del mediodía, tomé el camino para la ciudad con los treinta de caballo y allegados, dejélos metidos en aquellas casas, y yo me fuí y me subí en la torre alta, como solía; y estando allí, unos españoles abrieron una sepultura y hallaron en ella, en cosas de oro, más de mil quinientos castellanos; y venida ya la hora de retraer, mandéles que con mucho concierto se comenzasen a retraer, y que los de caballo, desde que estuviesen retraídos en la plaza, hiciesen que acometían y que no osaban llegar; y esto se hiciese cuando viesen mucha copia de gente alrededor de la plaza y en ella, y los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora, porque tenían deseo de hacerlo bien y estaban ya cansados de esperar; y yo metíme con ellos, y ya se venían retrayendo por la plaza los españoles de pie y de caballo, y los indios nuestros amigos, que habían entendido ya lo de la celada; y los enemigos venían con tantos alaridos, que parecían que conseguían toda la victoria del mundo, y los nueve de caballo hicieron que arremetían tras ellos por la plaza adelante, y retraíanse de golpe, y como hubieron hecho esto dos veces, los enemigos traían tanto furor, que a las ancas de los caballos les venían dando hasta meterlo por la boca de la calle, donde estábamos en la celada. Y como vimos a los españoles para delante de nosotros, y oímos soltar un tiro de escopeta, que teníamos por señal, conocimos que era tiempo de salir; y con el apellido del Señor Santiago, damos de súbito sobre ellos, y vamos por la plaza adelante alanceando y derrocando y atajando muchos, que por nuestros amigos que nos seguían eran tomados, de manera que de esta celada se mataron más de quinientos, todos los más principales, esforzados y valientes hombres; aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos, porque todos los que se mataron, tomaron y llevaron hechos pozas para comer. Fue tanto el espanto y admiración que tomaron en verse tan de súbito así desbaratados, que ni hablaron ni gritaron en toda esa tarde, ni osaron asomar en calle ni en azotea donde no estuviesen muy a salvo y seguros. Y ya que era casi de noche que nos retraíamos, parece que los de la ciudad mandaron a ciertos esclavos suyos que mirasen si nos retraíamos o qué hacíamos. Y como se asomaron por una calle, arremetieron diez o doce de caballo, y siguiéronlos de manera que ninguno se les escapó.
Cobraron de esta nuestra victoria los enemigos tanto temor, que nunca más en todo el tiempo de la guerra osaron entrar en la plaza ninguna vez que nos retraíamos, aunque sólo uno de caballo viniese, y nunca osaron salir a indio ni a peón de los nuestros, creyendo que de entre los pies se les había de levantar otra celada. Y ésta de este día, y victoria que Dios Nuestro Señor nos dio, fue bien principal causa para que la ciudad más presto se ganase, porque los naturales de ella recibieron mucho desmayo y nuestros amigos doblado ánimo; y así, nos fuimos a nuestro real con intención de dar mucha prisa en hacer la guerra y no dejar de entrar ningún día hasta acabarla. Y aquel día ningún peligro hubo en los de nuestro real, excepto que al tiempo que salimos de la celada se encontraron uno de caballo, y cayó uno de una yegua, y ella fuese derecha a los enemigos, los cuales la flecharon, y bien herida, como vio la mala obra que recibía, volvió hacia nosotros y aquella noche se murió; y aunque pesó mucho porque los caballos y yeguas nos daban la vida, no fue tanto el pesar como si muriera en poder de los enemigos, como pensamos que de hecho pasara, porque si así fuera, ellos hubieran más placer que no pesar por los que les matamos. Los bergantines y las canoas de nuestros amigos hicieron gran estrago en la ciudad aquel día, sin recibir peligro alguno.
Como ya conocimos que los indios de la ciudad estaban muy amedrentados, supimos de unos dos de ellos de poca manera, que de noche se habían hurtado de la ciudad y se habían venido a nuestro real, que se morían de hambre, que salían de noche a pescar por entre las casas de la ciudad, y andaban por la parte que de ella les teníamos ganada, buscando la leña, hierbas y raíces para comer. Y porque ya teníamos muchas calles de agua cegadas y aderezados muchos malos pasos, acordé de entrar al cuarto del alba, y hacer todo el daño que pudiésemos. Y los bergantines salieron antes del día, y yo con doce o quince de caballo y ciertos peones y amigos, entramos de golpe, y primero pusimos ciertas espías, las cuales, siendo de día, estando nosotros en celada, nos hicieron señal de que saliésemos y dimos sobre infinita gente, pero como eran e aquellos mas miserables y que salían a buscar de comer, los más venían desarmados y eran mujeres y muchachos, e hicimos tanto daño en ellos por todo lo que se podía andar de la ciudad, que presos y muertos pasaron de más de ochocientas personas, y los bergantines tomaron también mucha gente y canoas que andaban pescando, e hicieron en ellas mucho estrago. Y como los capitánes y principales de la ciudad nos vieron andar por ella a hora no acostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada, y ninguno osó salir a pescar con nosotros; y así, nos volvimos a nuestro real con harta presa y manjar para nuestros amigos.
Otro día de mañana tornamos a entrar en la ciudad, y como ya nuestros amigos veían la buena orden que llevábamos para la destrucción de ella, era tanta la multitud que cada día venían, que no tenían cuento. Y aquel día acabamos de ganar toda la calle de Tacuba y de adobar los malos pasos de ella, en tal manera que los del real de Pedro de Alvarado se podían comunicar con nosotros por la ciudad, y por la calle principal que iba al mercado, se ganaron otros dos Puentes y se cegó muy bien el agua, y quemamos las casas del señor de la ciudad, que era mancebo de edad de dieciocho años, que se decía Guatimucín, que era el segundo señor después de la muerte de Mutezuma; y en estas casas tenían los indios mucha fortaleza, porque eran muy grandes y fuertes, y cercadas de agua. También se ganaron otras dos puentes de otras calles que van cerca de esta del mercado, y se cegaron muchos pasos; de manera que de cuatro partes de la ciudad, las tres estaban ya por nosotros, y los indios no hacían sino retraerse hacia la más fuerte, que era a las casas que estaban más metidas en el agua.
Otro día siguiente, que fue día del apóstol Santiago, entramos en la ciudad por la orden que antes, y seguimos por la calle grande, que iba a dar al mercado, y ganámosles una calle muy ancha de agua, en que ellos pensaban que tenían mucha seguridad, y aunque se tardó gran rato y fue peligrosa de ganar, y en todo ese día no se pudo, como era muy ancha, acabar de cegar, de manera que los de caballo pudiesen pasar de la otra parte. Y como estábamos todos a pie y los indios veían que los de caballo no habían pasado, vinieron de refresco sobre nosotros muchos de ellos muy lucidos; y como les hicimos rostro y teníamos muchos ballesteros, dieron la vuelta a sus albarradas y fuerzas que tenían, aunque fueron hartos asaetados. Y además de esto, todos los españoles de pie llevaban sus picas, las cuales yo había mandado hacer después que me desbarataron, que fue cosa muy provechosa. Aquel día, por los lados de una parte y de la otra de aquella calle principal, no se entendió sino en quemar y allanar casas, que era lástima de ver, pero como no nos convenía hacer otra cosa, éramos forzados seguir aquella orden. Los de la ciudad, como veían tanto estrago, por esforzarse decían a nuestros amigos que no hiciesen sino quemar y destruir, que ellos se las harían tornar a hacer de nuevo, porque si ellos eran vencedores, ya ellos sabían que había de ser así, y si no, que las habían de hacer para nosotros; y de esto postrero plugo a Dios que salieron verdaderos, aunque ellos son los que as tornan a hacer.
Otro día luego de mañana entramos en la ciudad por el orden acostumbrado, y llegado a la calle de agua que habíamos cegado el día antes, hallárnosla de la manera que la habíamos dejado; y pasamos adelante dos tiros de ballesta, y ganamos dos acequias grandes de agua que tenían rotas en lo sano de la misma calle, y llegamos a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella hallamos ciertas cabezas de los cristianos que nos habían matado, que nos pusieron harta lástima. Y desde aquella torre iba a la calle derecha, que era la misma adonde estábamos a dar a la calzada del real de Sandoval, y a la mano izquierda iba otra calle a dar al mercado, en la cual ya no había agua alguna, excepto una que nos defendían, y aquel día no pasamos de allí, pero peleamos mucho con los indios. Y como Dios Nuestro Señor cada día nos daba victoria, ellos siempre llevaban lo peor, y aquel día, ya que era tarde, nos volvimos al real.
Otro día siguiente, estando aderezando para tornar a entrar en la ciudad, a las nueve del día, vimos desde nuestro real salir humo de dos torres muy altas que están en el Tlatelulco o mercado de la ciudad, que no podíamos pensar qué fuese, y como parecía que era más que de sahumerios que acostumbraban los indios a hacer a sus ídolos, barruntamos que la gente de Pedro de Alvarado había llegado allí, y aunque así era la verdad, no lo podíamos creer. Y cierto, aquel día, Pedro de Alvarado y su gente lo hicieron valientemente, porque teníamos muchos puentes y albarradas de ganar, y siempre acudían a defenderlas toda la más parte de la ciudad. Pero como él vio que por nuestra instancia íbamos estrechando a los enemigos, trabajó todo lo posible por entrarle al mercado, porque allí tenían toda su fuerza, pero no pudo más de llegar a vista de él y ganarles aquellas torres y otras muchas que están junto al mismo mercado, que es tanto casi como el circuito de las muchas torres de la ciudad; y los de caballo se vieron en harto trabajo y les fue forzado retraerse, y al retraer les hirieron tres caballos; y así, se volvieron Pedro de Alvarado y su gente a su real, y nosotros no quisimos ganar aquel día un puente y calle de agua que quedaba apenas para llegar al mercado, salvo allanar y cegar todos los malos pasos; y al retraernos apretaron reciamente, aunque fue a su costa.
Otro día entramos luego por la mañana en la ciudad, y como no había por ganar hasta llegar al mercado, sino una traviesa de agua con su albarrada, que estaba junto a la torrecilla que he dicho, comenzámosla a combatir, y un alférez y otros dos o tres españoles echáronse al agua, y los de la ciudad desampararon luego el paso, y comenzóse a cegar y aderezar para que pudiésemos pasar con los caballos; y estándose aderezando, llegó Pedro de Alvarado por la misma calle con cuatro de caballo, que fue sin comparación el placer que hubo la gente de su real y del nuestro, porque era camino para dar muy breve conclusión a la guerra. Y Pedro de Alvarado dejaba recaudo de gente en las espaldas y lados, así para conservar lo ganado, como para su defensa; y como luego se aderezó el paso, yo con algunos de caballo me fui a ver el mercado y mandé a la gente de nuestro real que no pasasen adelante de aquel paso. Y después que anduvimos un rato paseándonos por la plaza, mirando los portales de ella, los cuales Por las azoteas estaban llenos de enemigos, y como la plaza era muy grande y veían por ella andar los de caballo, no osaban llegar; yo subía a aquella torre grande que está junto al mercado, y en ella también y en otras hallamos ofrecidas ante sus ídolos las cabezas de los cristianos que nos habían matado, y de los indios de Tascaltecal, nuestros amigos, entre quien siempre ha habido muy antigua y cruel enemistad.
Y yo miré desde aquella torre lo que teníamos ganado de la ciudad, que sin duda de ocho partes teníamos ganado las siete, y viendo que tanto número de gente de los enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas y puestas cada una de ellas sobre sí en el agua, y sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había, y que por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árboles, acordé dejarlos de combatir por algún día y moverles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente; que cierto me ponía en mucha lástima y dolor el daño que en ellos se hacía, y continuamente les hacía acometer con la paz; y ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando, y que de todo lo que tenían no habíamos de haber ninguna cosa, y que lo habían de quemar y echar al agua, donde nunca apareciese; y yo, por no dar mal por mal, disimulaba en no darles combate.
Como teníamos muy poca pólvora, habíamos puesto en plática, hacía más de quince días, de hacer un trabuco; y aunque no había maestros que supiesen hacerle, unos carpinteros se profirieron de hacer un pequeño, y aunque yo tuve pensamiento que no habíamos de salir con esta obra, consentí que lo siguiesen; y en aquellos días que teníamos tan arrinconados los indios acabóse de hacer, y se llevó a la plaza del mercado Para asentarlo en uno como teatro que está en medio de ella, hecho de cal y canto, cuadrado, de altura de dos estados y medio, y de esquina a esquina habrá treinta pasos, el cual tenían ellos para cuando hacían algunas fiestas y juegos, que los representadores de ellos se ponían allí porque toda gente del mercado y los que estaban debajo y encima de los portales pudiesen ver lo que se hacía; y traído allí, tardaron en asentarlo tres o cuatro días, y los indios nuestros amigos amenazaban con él a los de la ciudad, diciéndoles que con aquel ingenio los habíamos de matar a todos. Y aunque otro fruto no hiciera, como no hizo, sino el temor que con él se ponía;, por el cual pensábamos que los enemigos se dieran, era a y lo uno y lo otro cesó, porque ni los carpinteros salieron con su intención, ni los de la ciudad, aunque tenían temor, movieron ningún partido para darse, y la falta y defecto del trabuco disimulámosla con que, movidos de compasión, no los queríamos acabar de matar.
Otro día después de asentado el trabuco, volvimos a la ciudad, y como ya había tres o cuatro días que no les combatíamos, hallamos las calles por donde íbamos llenas de mujeres y niños y otra gente miserable, que se morían de hambre, y salían traspasados y flacos, que era la mayor lástima del mundo de verlos, y yo mandé a nuestros amigos que no les hiciesen daño alguno; pero de la gente de guerra no salía ninguno a donde pudiese recibir daño, aunque los veíamos estar encima de las azoteas cubiertos con las mantas que usan, y sin armas; e hice este día que se les requiriese con la paz, y sus respuestas eran disimulaciones; y como lo más del día nos tenían en esto, envié a decir que los quería combatir, que hiciesen retraer toda su gente; si no, daría licencia que nuestros amigos los matasen. Y ellos dijeron que querían paz, y yo les repliqué que yo no veía allí el señor con quien se había de tratar, que venido, para lo cual le daría todo el seguro que quisiese, que hablaríamos en la paz. Y como vimos que era burla y que todos estaban apercibidos para pelear con nosotros, después de habérsela amonestado muchas veces, por más estrecharlos y poner en más extrema necesidad, mandé a Pedro de Alvarado que con toda su gente entrase por la parte de un gran barrio que los enemigos tenían, en que habría más de mil casas; y yo por la otra parte entré a pie con la gente de nuestro real, porque a caballo no nos podíamos aprovechar por allí. Y fue tan recio el combate nuestro y de nuestros enemigos, que les ganamos todo aquel barrio; y fue tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran.
Otro día siguiente, tornamos a la ciudad, y mandé que no peleasen ni hiciesen mal a los enemigos; y como ellos veían tanta multitud de gente sobre ellos, y conocían que los venían a matar sus vasallos y los que ellos solían mandar, y venían su extrema necesidad y como no tenían dónde estar sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, con deseo de verse fuera de tanta desventura decían que por qué no los acabábamos ya de matar, y a mucha prisa dijeron que me llamasen, que me querían hablar. Y como todos los españoles deseaban que ya esta guerra concluyese, y habían lástima de tanto mal como se hacía, holgaron mucho, pensando que los indios querían paz; y con mucho placer viniéronme a llamar e importunar que me llegase a una albarrada donde estaban ciertos principales, porque querían hablar conmigo. Y aunque yo sabía que había de aprovechar poco mí ida, determiné de ir, como quiera que bien sabía que el no darse estaba solamente en el señor y otros tres o cuatro principales de la ciudad, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí. Y llegado a la albarrada, dijéronme que pues ellos me tenían por hijo del sol, y el sol en tanta brevedad como era en un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué yo así brevemente no los acababa de matar y los quitaba de penar tanto, porque ya ellos tenían deseos de morir e irse al cielo para su Ochilobus que los estaba allá esperando para descansar; y este ídolo es el que en más veneración ellos tienen. Yo les respondí muchas cosas para atraerlos a que se diesen, y ninguna cosa aprovechaba, aunque en nosotros veían más muestras y señales de paz que jamás a ningunos vencidos se mostraron, siendo nosotros, con la ayuda de Nuestro Señor, los vencedores.
Puestos los enemigos en el último extremo, como de lo dicho se puede colegir, para quitarlos de su mal propósito, como era la determinación que tenían de morir, hablé con una persona bien principal entre ellos, que teníamos preso, al cual dos o tres días antes había prendido un tío de don Fernando, señor de Tesuico, peleando en la ciudad, y aunque estaba muy herido, le dije si quería volver a la ciudad, y él me respondió que sí; y como otro día entramos en ella, enviéle con ciertos españoles, los cuales lo entregaron a los de la ciudad; y a este principal yo le había hablado largamente para que hablase con el señor y con otros principales sobre la paz; y él me prometió de hacer sobre ello todo lo que pudiese. Los de la ciudad lo recibieron con mucho acatamiento, como a persona principal; y como lo llevaron delante de Guatimucín, su señor, y él le comenzó a hablar sobre la paz, dice que luego le mando matar y sacrificar; y la respuesta que estábamos esperando nos dieron con venir con grandísimos alaridos, diciendo que no querían sino morir, y comienzan a tirarnos varas, flechas y piedras, y a pelear reciamente con nosotros; y tanto, que nos mataron un caballo con un sable que uno traía hecho de una espada de las nuestras, y al fin les costó caro, porque murieron muchos de ellos y así nos volvimos a nuestros reales aquel día.
Otro día tornamos a entrar en la ciudad, y ya estaban los enemigos tales, que de noche osaban quedar en ella de nuestros amigos infinitos de ellos. Y llegados a vista de los enemigos, no quisimos pelear con ellos, sino andamos aseando por su ciudad, porque teníamos pensamiento que cal hora y cada rato se habían de salir a nosotros. Y por inclinarlos a ello, yo me llegué cabalgando cabe una albarrada suya que tenían, bien fuerte, y llamé a ciertos principales que estaban detrás, a los cuales yo conocía, y díjeles que pues se veían tan perdidos, y conocían que si yo quisiese en una hora no quedaría ninguno de ellos, que por qué no venía a hablar Guatimucín, su señor, que yo le prometía no hacerle ningún mal; y queriendo él y ellos venir de paz, que serían de mi muy bien recibidos y tratados. Y pasé con ellos otras razones, con que los provoqué a muchas lágrimas; y llorando me respondieron que bien conocían su yerro y perdición, y que ellos querían ir a hablar a su señor, y me volverían presto con la respuesta, y que no me fuese de allí. Y ellos se fueron, y volvieron después de un rato, y dijéronme que porque ya era tarde su señor no había venido, pero que otro día a mediodía vendría en todo caso a hablar, en la plaza del mercado; y así, nos fuimos a nuestro real. Y yo mandé para otro día que tuviesen aderezado allí en aquel cuadrado alto que está en medio de la plaza para el señor y principales de la ciudad, un estrado como ellos lo acostumbraban, y que también les tuviesen aderezado de comer; y así se puso por obra.
Otro día de mañana fuimos a la ciudad, y yo avisé a la gente que estuviese apercibida, porque si los de la ciudad acometiesen alguna traición no nos tomasen descuidados. Y a Pedro de Alvarado, que estaba allí, le avisé de lo mismo; y como llegamos al mercado, yo envié a decir y hacer saber a Guatimucín que lo estaba esperando, el cual, según pareció, acordó no venir y envióme cinco de aquellos señores principales de la ciudad, cuyos nombres porque no hacen al caso, no digo aquí. Los cuales llegados, dijeron que su señor me enviaba a rogar con ellos que le perdonase porque no venía, que tenía mucho miedo de aparecer ante mí, y también estaba malo, y que ellos estaban allí, que viese lo que mandaba, que ellos lo harían; y aunque el señor no vino, holgamos mucho que aquellos principales viniesen, porque parecía que era camino de dar presto conclusión a todo el negocio. Yo los recibí con semblante alegre, y mandéles dar luego de comer y beber, en lo cual mostraron bien el deseo y necesidad que de ello tenían. Y después de haber comido, díjeles que hablasen a su señor, y que no tuviese temor ninguno, y que le prometía que aunque ante mí viniese, que no le sería hecho enojo alguno ni sería detenido, porque si su presencia en ninguna cosa se podía dar buen asiento ni concierto; y mandéles dar algunas cosas de refresco que le llevasen para comer, y prometiéronme de hacer en el caso todo lo que pudiesen; y así se fueron. Y a las dos horas volvieron, y trajéronme unas mantas de algodón buenas, de las que ellos usan, y dijéronme que en ninguna manera Guatimucín, su señor, vendría ni quería venir, y que era excusado hablar en ello. Y yo les torné a repetir que no sabía la causa por la que él se recelaba venir ante mi, pues veía que a ellos, que yo sabía que habían sido los causadores principales de la guerra y que la habían sustentado, les hacía buen tratamiento, que los dejaba ir y venir seguramente sin recibir enojo alguno, y les rogaba que le tornasen hablar, y mirasen mucho en esto de su venida, pues a él le convenía y yo lo hacía por su provecho; y ellos respondieron que así lo harían y que otro día me volvería con la respuesta; y así, se fueron ellos, y también nosotros a nuestros reales.
Otro día bien de mañana, aquellos principales vinieron a nuestro real, y dijéronme que me fuese a la plaza del mercado de la ciudad, porque su señor me quería ir a hablar allí; y. yo, creyendo que fuera así, cabalgué y tomamos nuestro camino, y estúvele esperando donde quedaba concertado más de tres o cuatro horas, y nunca quiso venir ni aparecer ante mi. Y como yo vi la burla, y que era ya tarde, y que ni los otros mensajeros ni el señor venían, envié a llamar a los indios nuestros amigos, que habían quedado a la entrada de la ciudad, casi una legua e donde estábamos, a los cuales yo había mandado que no pasasen de allí, porque los de la ciudad me habían pedido que para hablar en las paces no estuviese ninguno de ellos dentro; y ellos no se tardaron, ni tampoco los del real de Pedro de Alvarado. Y como llegaron, comenzamos a combatir unas albarradas y calles de agua que tenían, que ya no les quedaba mayor fuerza, y les entramos, así nosotros como nuestros amigos, todo lo que quisimos.
Y al tiempo que yo salí del real, había proveído que Gonzalo de Sandoval entrase con los bergantines por la otra parte de las casas en, que los indios estaban fuertes, de manera que los tuviésemos cercados, y que no los combatiese hasta que viese que nosotros combatíamos; de manera que, por estar así cercados y apretados, no tenían paso por donde andar sino por encima de los muertos y por las azoteas que les quedaban; y a esta causa ni tenían ni hallaban flechas, ni varas, ni piedras con que ofendernos; y andaban con nosotros nuestros amigos a espada y rodela, y era tanta la mortandad que en ella se hizo por la mar y por la tierra, que aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrantase el corazón, y ya nosotros teníamos mas que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios; esta crueldad nunca en generación tan recia se vio, ni tan fuera de toda orden de naturaleza, como en los naturales de estas partes. Nuestros amigos hubieron este día muy gran despojo, el cual en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles, y ellos más de ciento cincuenta mil hombres, y ningún recaudo ni diligencia bastaba para estorbarles que no robasen, aunque de nuestra parte se hacía todo lo posible. Y una de las cosas por las que los días antes yo rehusaba de no venir en tanta rotura con los de la ciudad, era porque tomándola por fuerza, habían de echar lo que tuviesen en el agua, y ya que no lo hiciesen, nuestros amigos habrían de robar todo lo más que hallasen; y por esta causa temía que se habría para vuestra majestad poca parte de la mucha riqueza que en esta ciudad había, y según la que yo antes para vuestra alteza tenía; y porque ya era tarde, y no podíamos sufrir el mal olor de los muertos que había de muchos días por aquellas calles, que era la cosa del mundo más pestilencial, nos fuimos a nuestros reales.
Y aquella tarde dejé concertado que para otro día siguiente, que habíamos de volver a entrar, se aparejasen tres tiros gruesos que teníamos para llevarlos a la ciudad, porque yo temía que, como estaban los enemigos tan juntos y que no tenían por dónde rodearse, queriéndolos entrar por la fuerza, sin pelear, podrían entre sí ahogar a los españoles, y quería desde acá hacerles con los tiros algún daño, por si salieran de allí para nosotros. Y al alguacil mayor mande que asimismo para otro día que estuviese apercibido para entrar con los bergantines por un lago grande de agua que se hacía entre unas casas, donde estaban todas las canoas de la ciudad recogidas; y ya tenían tan pocas casas donde poder estar, que el señor de la ciudad andaba metido en una canoa con ciertos principales, que no sabían que hacer de sí; y de esta manera quedó concertado que habíamos de entrar otro día por la mañana.
Siendo ya de día, hice apercibir toda la gente y llevar los tiros gruesos, y el día antes había yo mandado a Pedro de Alvarado que me esperase en la plaza del mercado y no diese combate hasta que yo llegase; y estando ya todos juntos y los bergantines apercibidos todos por detrás de las casas del agua donde estaban los enemigos, mandé que en oyendo soltar una escopeta que entrasen por una poca parte que estaba por ganar, y echasen a los enemigos al agua hacia donde los bergantines habían de estar a punto; y aviséles mucho que mirasen por Guatimucín y trabajasen de tomarle con vida, porque en aquel punto cesaría la guerra. Y yo me subí encima Se una azotea, y antes del combate hablé con algunos de aquellos principales de la ciudad, que conocía, y les dije qué era la causa por la que su señor no quería venir, que pues se veían en tanto extremo, que no diesen causa a que todos pereciesen, y que lo llamasen y no tuviesen ningún temor; y dos de aquellos principales pareció que lo iban a llamar. Y al poco, volvió con ellos uno de los más principales de todos aquellos, que se llamaba Ciguacoacín, y era el capitán y gobernador de todos ellos, y por su consejo se seguían todas las cosas de la guerra; y yo le mostré buena voluntad porque se asegurase y no tuviese temor; y al fin me dijo que en ninguna manera el señor vendría ante mí, y antes quería por allá morir, y que a él pesaba mucho de esto, que hiciese yo lo que quisiese. Y como vi en esto su determinación, yo le dije que se volviese a los suyos y que él y ellos se aparejasen, porque los quería combatir y acabar de matar, y así se fue. Y como en estos conciertos se pasaron más de cinco horas, y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, otros en el agua, otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir; y no hacían sino salirse infinito número de hombres, mujeres y niños hacia nosotros. Y por darse prisa al salir, unos a otros se echaban al agua, y se ahogaban entre aquella multitud de muertos, que según pareció, del agua salada que bebían y del hambre y mal olor, había dado tanta mortandad en ellos, murieron más de cincuenta mil ánimas. Los cuerpos de las cuales, para que nosotros no alcanzásemos su necesidad, ni los echaban al agua, porque los bergantines no topasen con ellos, ni los echaban fuera de su conversación, porque nosotros por la ciudad no volviésemos; y así por aquellas calles en que estaban, hallábamos los montones de muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies; y como la gente de la ciudad se salía a nosotros, yo había proveído que por todas las calles estuviesen españoles para estorbar que nuestros amigos no matasen a aquellos tristes que salían, que eran sin cuento. Y también dije a todos los capitánes de nuestros amigos que en ninguna manera consintiesen matar a los que salían, y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos, que aquel día no mataron y sacrificaron más de quince mil ánimas; y en esto todavía los principales y gente de guerra de la ciudad, se estaban arrinconados y en algunas azoteas, casas y en el agua, donde ni les aprovechaba la disimulación ni otra cosa, porque no viésemos su perdición y su flaqueza muy a la clara. Viendo que se venía la tarde y que no se querían dar, hice asentar los dos tiros gruesos hacia ellos, para ver si se darían, porque más daño recibieran en dar licencia a nuestros amigos que les entraran que no de los tiros, los cuales hicieron algún daño. Y como tampoco esto aprovechaba, mandé soltar la escopeta y en soltándola, luego fue tomado aquel rincón que tenían y echados al agua los que en él estaban; otros que quedaban sin pelear se rindieron.
Y los bergantines entraron de golpe por aquel lago y rompieron por medio de la flota de canoas, y la gente de guerra que en ellas estaba ya no osaban pelear. Y plugo a Dios que un capitán de un bergantín, que se dice Garci Holguín, llegó en pos de una canoa en la cual le pareció que iba gente de manera; y como llevaba dos o tres ballesteros en la proa del bergantín e iban encarando en los de la canoa, hiciéronle señal que estaba allí el señor, que no tirasen, y saltaron de presto, y prendiéronle a él y a aquel Guatimucín y a aquel señor de Tacuba, y a otros principales que con él estaban; y luego, el dicho capitán Garci Holguín me trajo allí a la azotea donde estaba, que era junto al lago, al señor de la ciudad y a los otros principales presos, el cual, como le hice sentar no mostrándole riguridad ninguna, llegóse a mi y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase. Y yo le animé y le dije que no tuviese temor alguno; y así, preso este señor, luego en este punto cesó la guerra, a la cual plugo a Dios Nuestro Señor dar conclusión en martes, día de San Hipólito, que fue 13 de agosto de 1521.
De manera que desde el día que se puso cerco a la ciudad, que fue a 30 de mayo del dicho año, hasta que se ganó, pasaron setenta y cinco días, en los cuales vuestra majestad verá los trabajos, peligros y desventuras que éstos sus vasallos padecieron, en los cuales mostraron tanto sus personas, que las obras dan buen testimonio de ello.
Y en todos aquellos setenta y cinco días del cerco, ninguno se pasó que no se tuviese combate con los de la ciudad, poco o mucho. Aquel día de la prisión de Guatimucín y toma de la ciudad, después de haber recogido el despojo que se pudo haber, nos fuimos al real dando gracias a nuestro Señor por tan señalada merced y tan deseada victoria como nos había dado.
Allí en el real estuve tres o cuatro días, dando orden en muchas cosas que convenían, y después nos vinimos a la ciudad de Cuyoacán, donde hasta ahora he estado entendiendo en el buen orden, gobernación y pacificación de estas partes.
Recogido el oro y otras cosas, con parecer de los oficiales de vuestra majestad se hizo fundición de ello, y montó lo que se fundió más de ciento treinta mil castellanos, de que se dio el quinto al tesoro de vuestra majestad, sin el quinto de otros derechos que a vuestra majestad pertenecieron de esclavos y otras cosas, según más largo se verá por la relación de todo lo que a vuestra majestad perteneció, que irá firmado de nuestros nombres. Y el oro que restó se repartió en mí y en los españoles, según la manera, servicio y calidad de cada uno; además del dicho oro se hubieron ciertas piezas y joyas de oro, y de las mejores de ellas se dio el quinto al dicho tesorero de vuestra majestad.
Entre el despojo que se hubo en la dicha ciudad, hubimos muchas rodelas de oro, penachos y plumas, y cosas tan maravillosas que por escrito no se pueden significar ni se pueden comprender si no son vistas; y por ser tales, parecióme que no se debían quintar ni dividir, sino que de todas ellas se hiciese servicio a vuestra majestad, para lo cual yo hice juntar a todos los españoles y les rogué que tuviesen por bien que aquellas cosas se enviasen a vuestra majestad, y que de la parte que a ellos venía y a mí, sirviésemos a vuestra majestad; y ellos holgaron de hacerlo de muy buena voluntad, y con tal, ellos y yo enviamos el dicho servicio a vuestra majestad con los procuradores que los consejos de esta Nueva España envían.
Como la ciudad de Temixtitan era tan principal y nombrada por todas estas partes, parece que vino a noticia de un señor de una muy gran provincia que está a setenta leguas de Temixtitan, que se dice Mechuacán, cómo la habíamos destruido y asolado, y considerando la grandeza y fortaleza de la dicha ciudad, al señor de aquella provincia le pareció que, pues que aquella no se nos había defendido, que no habrá cosa que se nos amparase, y por temor o por lo que a él le plugo, envióme ciertos mensajeros, y de su parte me dijeron por los intérpretes de su lengua que su señor había sabido que nosotros éramos vasallos de un gran señor , y que, si yo tuviese por bien, él y los suyos lo querían ser también y tener mucha amistad con nosotros. Y yo le respondí que era verdad que todos éramos vasallos de aquel gran señor, que era vuestra majestad, y que a todos los que no lo quisiesen ser les habíamos de hacer guerra, y que su señor y ellos lo habían hecho muy bien. Y como yo de poco acá tenía alguna noticia del mar del Sur, me informé también de ellos si por su tierra podía ir allá; y ellos me respondieron que sí, y les rogué que, para que pudiese informar a vuestra majestad de la dicha mar y de su provincia, llevasen consigo dos españoles que les daría; y ellos dijeron que les placía de muy buena voluntad, pero que para pasar al mar había de ser por tierra de un gran señor con quien ellos tenían guerra, y que por esta causa no podían por ahora llegar a la mar. Estos mensajeros de Mechuacán estuvieron aquí conmigo tres o cuatro días, y delante de ellos hice escaramuzar los de caballo, para que allá lo contasen, y habiéndoles dado ciertas joyas, a ellos y a los dos españoles despaché para la dicha provincia de Mechuacán.
Como en el capítulo antes de éste he dicho, yo tenía, muy poderoso señor, alguna noticia, hacía poco, de la otra mar del Sur, y sabía que por dos o tres partes estaba a doce, trece y catorce jornadas de aquí; y estaba muy ufano, porque me parecía que en descubrirlo se hacía a vuestra majestad muy grande y señalado servicio, especialmente que todos los que tienen alguna ciencia y experiencia en la navegación de las Indias, han tenido por muy cierto que descubriendo por estas partes el mar del Sur, se habían de hallar muchas islas ricas de oro, perlas, piedras preciosas y especería, y se habían de descubrir y hallar otros muchos secretos y cosas admirables; y esto han afirmado y afirman también personas de letras y experimentadas en la ciencia de la cosmografía. Y con tal deseo y con que de mí pudiese vuestra majestad recibir en esto muy singular y memorable servicio, despaché cuatro españoles, los dos por ciertas provincias y los otros dos por otras; e informados de las vías que habían de llevar y dádoles personas de nuestros amigos que los guiasen y fuesen con ellos, partieron. Y yo les mandé que no parasen hasta llegar a la mar, y que en descubriéndola tomasen la posesión real y corporalmente en nombre de vuestra majestad, y los unos anduvieron cerca de ciento treinta leguas por muchas y buenas provincias sin recibir ningún estorbo, y llegaron a la mar y tomaron posesión, y en señal pusieron cruces en la costa de ella. Y después de ciertos días se volvieron con la relación del dicho descubrimiento, y me informaron muy particularmente de todo, y me trajeron algunas personas de los naturales de la dicha mar; también me trajeron muy buena muestra de oro de minas que hallaron en algunas de aquellas provincias por donde pasaron, la cual con otras muestras de oro ahora envío a vuestra majestad.
Los otros dos españoles se detuvieron algo más, porque anduvieron cerca de ciento cincuenta leguas por otra parte hasta llegar a la dicha mar, donde asimismo tomaron la dicha posesión, y me trajeron larga relación de la costa, y se vinieron con ellos algunos de los naturales de ella. Y a ellos y a los otros los recibí graciosamente, y con haberles informado del gran poder de vuestra majestad y dado algunas cosas se volvieron muy contentos a sus tierras.
En la otra relación, muy católico Señor, hice saber a vuestra majestad cómo al tiempo que los indios me desbarataron y echaron la primera vez fuera de la ciudad de Temixtitan, se habían rebelado entra el servicio de vuestra majestad todas las provincias sujetas a la ciudad y nos habían hecho la guerra, y por esta relación podrá vuestra majestad mandar ver cómo hemos reducido a su real servicio todas las demás tierras y provincias que estaban rebeladas; y porque ciertas provincias que están de la costa de la Mar del Norte a diez, quince y treinta leguas, desde que la dicha ciudad de Temixtitan se había alzado, ellas estaban rebeladas, y los naturales de ellas habían muerto a traición y sobre seguro más de cien españoles, y yo, hasta haber dado conclusión en esta guerra de la ciudad, no había tenido posibilidad para enviar sobre ellos; acabados de despachar aquellos españoles que vinieron a descubrir la mar del Sur, determiné de enviar a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con treinta y cinco de caballo y doscientos españoles y gente de nuestros amigos, y con algunos principales y naturales de Temixtitan, a aquellas provincias que se dicen Tatactetelco, Tustepeque, Guatuxco y Aulicaba, y dándole instrucción de la orden que había de tener en esta jornada, se comenzó a aderezar para hacerla.
En esta sazón, el teniente que yo había dejado en la villa de Segura de la Frontera, que está en la provincia de Tepeaca, vino a esta ciudad de Cuyoacán, e hízome saber cómo los naturales de aquella provincia y de otras a ella comarcanas, vasallos de vuestra majestad, recibían daño de los naturales de una provincia que se dice Guaxacaque, que les hacían guerra porque eran nuestros amigos y que además de ser necesario poner remedio a esto, era muy bien asegurar aquella provincia de Guaxacaque, porque estaba en camino de la mar del Sur, y en pacificándose sería cosa muy provechosa, así para lo dicho como para otros efectos de que adelante haré relación a vuestra majestad; y el dicho teniente me dijo que estaba muy particularmente informado de aquella provincia, y que con poca gente la podría sojuzgar, porque estando yo en el real sobre Temixtitan él había ido a ella porque los de Tepeaca le ahincaban que fuese a hacer la guerra a los naturales de ella, pero como no había llevado más de veinte o treinta españoles, le habían hecho volver, aunque no tan despacio como él quisiera. Y yo, vista su relación, le di doce de caballo y ochenta españoles, y el dicho alguacil mayor y teniente partieron con su gente de esta ciudad de Cuyoacán, a 30 de octubre de año 521. Y llegados a la provincia de Tepeaca, hicieron allí sus alardes, y cada uno partió a su conquista; y el alguacil mayor, después de veinticinco días me escribió cómo habían llegado a la provincia de Guatuxco, y que aunque llevaban harto recelo, que se había de ver en aprieto con los enemigos porque era gente muy diestra en la guerra y tenía muchas fuerzas en su tierra, que había placido a Nuestro Señor que habían salido de paz, y que aunque no había llegado a las otras provincias, que tenía por muy cierto que todos los naturales de ella se le vendrían a dar por vasallos de vuestra majestad; y después de quince días tuve cartas suyas, por las cuales me hizo saber cómo había pasado más adelante y que toda aquella tierra estaba ya de paz y que le parecía que para tenerla segura era bien poblar en lo más a propósito de ella, como mucho antes lo habíamos puesto en plática, y que viese lo que cerca de ello debía hacer. Yo le escribí agradeciéndole mucho lo que había trabajado en aquella su jornada en servicio de vuestra majestad, y le hice saber que me parecía muy bien lo que decía acerca del poblar; y enviéle a decir que hiciese una vida de españoles en la provincia de Tuxtepeque, y que le pusiese de nombre Medellín, y enviéle su nombramiento de alcaldes y regidores y otros oficiales; a los cuales todos encargue mirasen todo lo que conviniese al servicio de vuestra majestad y al buen tratamiento de los naturales.
El teniente de la villa de Segura de la Frontera, se partió con su gente a la provincia de Guaxaca, con mucha gente de guerra de aquella comarca, nuestros amigos; y aunque los naturales de la dicha provincia se pusieron en resistirle y peleó dos o tres veces con ellos muy reciamente, al fin se dieron de paz, sin recibir ningún daño; y de todo me escribió particularmente, y me informó cómo la tierra era muy buena y rica de minas, y me envió una muy singular muestra de oro de ellas, que también envío a vuestra majestad, y él se quedó en la dicha provincia para hacer de allí lo que le enviase a mandar.
Habiendo dado orden en el despacho de estas dos conquistas, y sabiendo el buen suceso de ellas, viendo cómo yo tenía ya pobladas tres villas de españoles y que conmigo estaban copla de ellos en esta ciudad de Cuyoacán, habiendo platicado en qué parte haríamos otra población alrededor de las lagunas, porque de ésta había más necesidad para la seguridad y sosiego de todas estas partes; y asimismo viendo que la ciudad de Temixtitan, que era cosa tan nombrada y de que tanto caso y memoria siempre se ha hecho, parecídonos que en ella era bien poblar, porque estaba toda destruida; y yo repartí los solares a los que se asentaron por vecinos, e hízose nombramiento de alcaldes y regidores en nombre de vuestra majestad, según en sus reinos se acostumbra; y entre tanto que las casas se hacen, acordamos de estar y residir en esta ciudad de Cuyoacán, donde al presente estamos. De cuatro o cinco meses acá, que la dicha ciudad de Temixtitan se va reparando, está muy hermosa, y crea vuestra majestad que cada día se irá ennobleciendo en tal manera, que como antes fue principal y señora de todas estas provincias, que lo será también de aquí en adelante, y se hace y hará de tal manera que los españoles estén muy fuertes, seguros y muy señores de los naturales, de manera que de ellos en ninguna forma puedan ser ofendidos.
En este comedio, el señor de la provincia de Tecoantepeque, que está junto a la mar del Sur, y por donde la descubrieron los dos españoles, me envió ciertos principales y con ellos se envió a ofrecer por vasallo de vuestra majestad, y me envió un presente de ciertas joyas y piezas de oro y plumajes, lo cual todo se entregó al tesorero de vuestra majestad, y yo les agradecí a aquellos mensajeros lo que de parte de su señor me dijeron, y les di ciertas cosas que le llevasen, y se volvieron muy alegres.
Asimismo vinieron a esta sazón los dos españoles que habían ido a la provincia de Mechuacán, por donde los mensajeros que el señor de allí me había enviado me habían dicho que también por aquella parte se podía ir a la mar del Sur, salvo que había de ser por tierra de un señor que era su enemigo, y con los dos españoles vino un hermano del señor de Mechuacán, y con él otros principales y servidores, que pasaban de mil personas, a los cuales yo recibí mostrándoles mucho amor, y de parte del señor de la dicha provincia, que se dice Calcucín, me dieron para vuestra majestad un presente de rodelas de plata, que pesaron tantos marcos, y otras muchas cosas, que se entregaron al tesorero de vuestra majestad, y para que viesen nuestra manera y lo contasen allá a su señor, hice salir a todos los de caballo a una plaza, y delante de ellos, corrieron y escaramuzaron; y la gente de pie salió en ordenanza y los escopeteros soltaron las escopetas, y con la artillería hice tirar a una torre y quedaron todos muy espantados de ver lo que en ella se hizo y de ver correr los caballos; e híceles llevar a ver la destrucción de la ciudad de Temixtitan, que de verla, y de ver su fuerza y fortaleza, por estar en el agua, quedaron mucho más espantados. Y al cabo de cuatro o cinco días, dándoles muchas cosas para su señor de las que ellos tienen en estima, y para ellos, se partieron muy alegres y contentos.
Antes de ahora he hecho relación a vuestra majestad del río de Pánuco, que está en la costa abajo de la villa de la Vera Cruz, a cincuenta o sesenta leguas, al cual los navíos de Francisco de Garay habían ido dos o tres veces, y aún recibido harto daño de los naturales del dicho río, por la poca manera que se habían dado los capitánes que allí había enviado en la contratación que habían querido tener con los indios. Y después yo, viendo que en toda la costa de la mar del Norte hay falta de puertos, y ninguno hay tal como aquel del río, y también porque aquellos naturales de él habían venido antes a mí a ofrecerse por vasallos de vuestra majestad, y ahora han hecho y hacen guerra a los vasallos de vuestra majestad, nuestros amigos, tenía acordado de enviar allá un capitán con cierta gente y pacificar toda aquella provincia. Y si fuese tierra tal para poblar, hacer allí en el río una villa, porque todo lo de aquella comarca se aseguraría, y aunque éramos pocos y derramados en tres o cuatro partes, y tenían por esta causa alguna contradicción para no sacar más gente de aquí; empero, así por socorrer a nuestros amigos, como porque después que me había ganado la ciudad de Temixtitan habían venido navíos y habían traído alguna gente y caballos, hice aderezar veinticinco de caballo y ciento cincuenta peones, y un capitán con ellos, para que fuesen al dicho río.
Y estando despachando a este capitán me escribieron de la Villa de la Vera Cruz cómo allí a su puerto había llegado un navío, y que en él venía Cristóbal de Tapia, veedor de las fundiciones de la isla Española, del cual otro día siguiente recibí una carta por la cual me hacía saber que su venida a esta tierra era para tener la gobernación de ella por mandado de vuestra majestad, y que de ello traía sus provisiones reales, de las cuales en ninguna parte quería hacer presentación hasta que nos viésemos, lo cual quisiera que fuera luego, pero que como traía las bestias fatigadas de la mar, no se había metido en camino; y que me rogaba que diésemos orden cómo nos viésemos, o él viniendo acá, o yo yendo allá, a la costa de la mar. Y como recibí su carta, luego respondí a ella diciéndole que holgaba mucho con su venida, y que no pudiera venir persona, proveída por mandado de vuestra majestad a tener la gobernación de estas partes, de quien más contentamiento tuviera; así por el conocimiento que entre nosotros había, como por la crianza y vecindad que en la isla Española habíamos tenido. Y porque la pacificación de estas partes no estaba aún tan soldada como convenía, y de cualquier novedad se daría ocasión de alterar a los naturales, y cómo el padre fray Pedro Melgarejo de Urrea, comisario de la Cruzada, se había hallado en todos nuestros trabajos, y sabía muy bien en qué estado estaban las cosas de acá, y de su venida vuestra majestad había sido muy servido y nosotros aprovechados de su doctrina y consejos, yo les rogué con mucha instancia que tomase trabajo de verse con el dicho Tapia y viese las provisiones de vuestra majestad, y pues él mejor que nadie sabía lo que convenía a su real servicio y al bien de aquellas partes, que él diese orden con el dicho Tapia en lo que más conviniese, pues tenía concepto de mí que no excedería un punto de ello. Lo cual yo le rogué en presencia del tesorero de vuestra majestad, y él asimismo se lo encargó mucho.
Y él se partió para la Villa de la Vera Cruz, donde el dicho Tapia estaba; y para que en la villa o por donde viniese el dicho veedor se le hiciese todo buen servicio y acogimiento, despaché al dicho padre y a dos o tres personas de bien de los de mi compañía. Y como aquellas personas partieron, yo quedé esperando su respuesta, y en tanto que aderezaba mi partida, dando orden en algunas cosas que convenían al servicio de vuestra majestad y a la pacificación y sosiego de estas partes. Después de diez o doce días la justicia y regimiento de la Villa de la Vera Cruz me escribieron cómo el dicho Tapia había hecho presentación de las provisiones que traía de vuestra majestad, y de sus gobernadores en su real nombre, y que las habían obedecido con toda la reverencia que se requería, y que en cuanto al cumplimiento, habían respondido que porque los más del regimiento estaban acá conmigo, que se habían hallado en el cerco de la ciudad, ellos se lo harían saber, y todos harían y cumplirían lo que fuese más servicio de vuestra majestad y bien de la tierra; y que de esta respuesta el dicho Tapia había recibido algún desabrimiento, y aun había tentado algunas cosas escandalosas. Y como quiera que a mí me pesaba de ello, les respondí que les rogaba y encargaba mucho que, mirando principalmente el servicio de vuestra majestad, trabajasen de contentar al dicho Tapia, y no dar ninguna ocasión a que hubiese ningún bullicio; y que yo estaba de camino para verme con él y cumplir lo que vuestra majestad mandaba y más su servicio fuese.
Y estando ya de camino, e impedida la ida del capitán y gente que enviaba al río de Pánuco, porque convenía que yo salido de aquí quedase muy buen recaudo, los procuradores de los concejos de esta Nueva España me requirieron con muchas protestaciones que no saliese de aquí, porque como toda esta provincia de México y Temixtitan hacía poco que se había pacificado, con mi ausencia se alborotaría, de que podía seguir mucho deservicio a vuestra majestad y desasosiego en la tierra; y en el dicho requerimiento otras muchas causas y razones por donde no convenía que yo saliese de esta ciudad al presente, y dijéronme que ellos, con poder de los concejos, irían a la Villa de la Vera Cruz, donde el dicho Tapia estaba, y verían las provisiones de vuestra majestad y harían todo lo que fuese su real servicio; y porque nos pareció ser así necesario y los dichos procuradores partían, escribí con ellos al dicho Tapia, haciéndole saber lo que pasaba, y que yo enviaba mi poder a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, y a Diego de Soto y a Diego de Valdenebro, que estaban allá en la Villa de la Vera Cruz, para que en mi nombre, juntamente con el cabildo de ella y con los procuradores de los otros cabildos, viesen e hiciesen lo que fuese servicio de vuestra majestad y bien de la tierra, porque eran y son personas que así lo habían de cumplir.
Allegados donde el dicho Tapia estaba, que venía ya de camino, y el padre fray Pedro se venía con él, requiriéronle que se volviese; y todos juntos se volvieron a la ciudad de Cempoal, y allí el dicho Cristóbal de Tapia presentó las provisiones que a vuestra majestad se debe; y en cuanto al cumplimiento de ellas dijeron que suplicaban para ante vuestra majestad, porque así convenía a su real servicio por las causas y razones de la misma suplicación que hicieron, según que más largamente pasó; y los procuradores que van de esta Nueva España lo llevan signado de escribano público. Y después de haber pasado otros autos y requerimientos entre el dicho veedor y procuradores, se embarcó en un navío suyo, porque así le fue requerido; porque de su estada y haber publicado que él venía por gobernador y capitán de estas partes, se alborotaban. Y tenían éstos de México y Temixtitan ordenado con los naturales de estas partes, de alzarse y hacer una gran traición, que a salir con ella hubiera sido peor que la pasada; y fue que ciertos indios de aquí de México concertaron con algunos de los naturales de aquellas provincias que el alguacil mayor había ido a pacificar que viniesen a mí a mucha prisa, y me dijeron cómo por la costa andaban veinte navíos con mucha gente, y que no salían a tierra; y que porque no debía ser buena gente, si yo quería ir allá y ver lo que era, que ellos se aderezarían, e irían de guerra conmigo a ayudarme. Y para que los creyese trajéronme la figura de los navíos en un papel.
Y como secretamente me hicieron saber esto, luego conocí su intención y que era maldad y rodeo para verme fuera de esta provincia, porque como alguno de los principales de ella habían sabido que los días antes yo estaba de partida y vieron que me estaba quedo, habían buscado esta otra manera; y yo disimulé con ellos, y después prendí algunos que lo habían ordenado. De manera que la venida del dicho Tapia y no tener experiencia de la tierra y gente de ella, causó harto bullicio; y su estada hiciera mucho daño si Dios no lo hubiera remediado. Más servicio hubiera hecho a vuestra majestad estando en la isla Española, dejar su venida y consultarla primero a vuestra majestad, y hacerle saber el estado en que estaban las cosas de estas partes, pues lo había sabido de los navíos que yo había enviado a la dicha isla por socorro, y sabía claramente haberse remediado el escándalo que se esperaba haber con la venida de la armada de Pánfilo de Narváez; aquel que principalmente por los gobernadores y Consejo real de vuestra majestad había sido proveído; mayormente que por el almirante, jueces y oficiales de vuestra majestad que residen en la dicha isla Española, el dicho Tapia había sido requerido muchas veces que no curase de venir a estas partes sin que primero vuestra majestad fuese informada de todo lo que en ellas ha sucedido, y para ello le sobreseyeron su venida so ciertas penas; el cual, con formas que con ellos tuvo, mirando más su particular interés que a lo que al servicio de vuestra majestad convenía, trabajó que se le alzase el sobreseimiento de su venida. He hecho relación de todo ello a vuestra majestad porque cuando el dicho Tapia partió, los procuradores y yo no la hicimos porque él no fuera buen portador de nuestras cartas, y también porque vuestra majestad vea y crea que en no recibir al dicho Tapia vuestra majestad fue muy servido, según que más largamente se probara cada y cuando fuese necesario.
En un capítulo antes de éste he hecho saber a vuestra majestad cómo el capitán que había enviado a conquistar la provincia de Guaxaca la tenía pacífica y estaba esperando allí para ver lo que le mandaba, y porque de su persona había necesidad y era alcalde y teniente en la villa de Segura de la Frontera, le escribí que los ochenta hombres y diez de caballo que tenía, los diese a Pedro de Alvarado, al cual enviaba a conquistar la provincia de Tatutepeque, que está cuarenta leguas adelante de la de Guaxaca, junto a la mar del Sur, y hacían mucho daño y guerra a los que se habían dado por vasallos de vuestra majestad, y a los de la provincia de Tecoatepeque, porque nos habían dejado por su tierra entrar a descubrir la mar del Sur. Y el dicho Pedro de Alvarado partió de esta ciudad el último de enero de este presente año, y con la gente que de aquí llevó, y con la que recibió en la provincia de Guaxaca, juntó cuarenta de caballo y doscientos peones, en que había cuarenta ballesteros y escopeteros, y dos tiros pequeños de campo. Después de veinte días recibí cartas del dicho Pedro de Alvarado, cómo estaba de camino para la dicha provincia de Tatutepeque, y que me hacía saber que había tomado ciertas espías naturales de ella; y habiéndose informado de ellas, le habían dicho que el señor de Tatutepeque con su gente le estaba esperando en el campo, y que él iba con propósito de hacer en aquel camino toda su posibilidad por pacificar aquella provincia, y porque para ello, además de los españoles, llevaba mucha y buena gente de guerra.
Y estando con mucho deseo esperando la sucesión de este negocio, a 4 de marzo de este mismo año, recibí cartas del dicho Pedro de Alvarado, en las que me hizo saber cómo él había entrado en la provincia y que tres o cuatro poblaciones de ella se habían puesto en resistirle, pero que no habían perseverado en ello. Y que habían entrado en la población y ciudad de Tatutepeque y habían sido recibidos, a lo que habían mostrado, y que el señor, que le había dicho que se aposentase allí, en unas casas grandes suyas que tenían la cobertura de paja, y que porque estaban en lugar no provechoso para los de caballo no habían querido sino bajarse a otra parte de la ciudad que era más llano; y que también lo había hecho porque luego entonces había sabido que le ordenaban matar a él y a todos de esta manera, que cuando todos los españoles estuviesen aposentados en las casas, que eran muy grandes, a medianoche les pusiesen fuego y los quemasen a todos. Y como Dios le había descubierto este negocio, había disimulado y llevado consigo a lo bajo al señor de la provincia y a un hijo suyo, y que los habían detenido y tenía en su poder como presos, y le habían dado veinticinco mil castellanos. Y que creía que, según los vasallos de aquel señor le decían, que tenía mucho tesoro, y que toda la provincia estaba tan pacífica que no podía ser más, y que tenía sus mercados y contratación como antes, y que la tierra era muy rica de oro de minas, y que en su presencia le habían sacado una muestra, la cual me envió, y que tres días antes había estado en la mar, y tomado posesión de ella por vuestra majestad, y que en su presencia habían sacado una muestra de perlas que también me envió, las cuales, con la muestra del oro de minas, envío a vuestra majestad.
Como Dios Nuestro Señor encaminaba bien esta negociación, e iba cumpliendo el deseo que yo tengo de servir a vuestra majestad en esto de la mar del Sur, por ser cosa de tanta importancia, he proveído con mucha diligencia que en una de las partes por donde yo he descubierto la mar, se hagan dos carabelas medianas y dos bergantines; las carabelas para descubrir, y los bergantines para seguir la costa; y para ello he enviado a una persona de recaudo bien cuarenta españoles, en que van maestros y carpinteros de ribera, aserradores, herreros y hombres de la mar; y he proveído a la villa por clavazón, velas y otros aparejos necesarios para los dichos navíos, y se dará toda la prisa que sea posible para acabarlos y echarlos al agua; lo cual hecho, crea vuestra majestad que será la mayor cosa y en que más servicio redundará a vuestra majestad, después que las Indias se han descubierto.
Estando en la ciudad de Tesuico, antes que de allí saliese a poner cerco a la de Temixtitan, aderezándonos y forneciéndonos de lo necesario para el dicho cerco, bien descuidado de lo que por ciertas personas se ordenaba, vino a mí una de aquellas que era en el concierto, e hízome saber cómo ciertos amigos de Diego Velázquez que estaban en mi compañía me tenían ordenada traición para matarme, y que entre ellos habían y tenían elegido capitán y alcalde mayor, alguacil y otros oficiales, y que en todo caso lo remediase, pues veía que, además del escándalo que se seguiría por lo de mi persona, estaba claro que ningún español escaparía viéndonos revueltos a los unos y a los otros; y que para esto no solamente hallaríamos enemigos apercibidos, pero aún los que teníamos por amigos, trabajarían de acabarnos a todos. Y como yo vi que se me había revelado tan gran traición, di gracias a Nuestro Señor, porque en aquello consistía el remedio. Y luego hice prender a uno, que era el principal agresor, el cual espontáneamente confesó que él había ordenado y concertado con muchas personas, que en su confesión declaró, de prenderme o matarme y tomar la gobernación de la tierra por Diego Velázquez, y que era verdad que tenía ordenado de hacer capitán y alcalde, mayor, y que él había de ser el alguacil mayor y me había de prender o matar, y que en esto estaban muchas personas, que él tenía puestas en una copia, la cual se halló en su posada, aunque hecha pedazos, con algunas de las personas que declaró él había platicado lo susodicho; y que no solamente esto se había ordenado allí en Tesuico, sino que también lo había comunicado y puesto en plática estando en la guerra de la provincia de Tepeaca. Vista la confesión de éste, el cual se decía Antonio de Villafaña, que era natural de Zamora, y como se certificó en ella, un alcalde y yo lo condenamos a muerte, la cual se ejecutó en su persona. Y caso que en este delito hallamos otros muy culpados, disimulé con ellos, haciéndoles obras de amigos, porque por ser el caso mío, aunque más propiamente se puede decir de vuestra majestad, no he querido proceder contra ellos rigurosamente; la cual disimulación no ha hecho mucho provecho, porque después acá algunos de esta parcialidad de Diego Velázquez han buscado contra mí muchas asechanzas, y de secreto hecho muchos bullicios y escándalos, en que me ha convenido tener más aviso de guardarme de ellos que de nuestros enemigos. Pero Dios Nuestro Señor lo ha siempre guiado de tal manera, que sin hacer en aquellos castigo, ha habido y hay toda pacificación y tranquilidad, y si de aquí en adelante sintiese otra cosa, se ha de castigar conforme a justicia.
Después que se tomó la ciudad de Temixtitan, estando en esta de Cuyoacán, falleció don Fernando, señor de Tesuico, lo que a todos nos pesó, porque era muy buen vasallo de vuestra majestad, y muy amigo de los cristianos; y con parecer de los señores y principales de aquella ciudad y su provincia, en nombre de vuestra majestad, se dio el señorío a otro hermano suyo menor, el cual se bautizó y se le puso de nombre don Carlos, y según de él hasta ahora se conoce, lleva las pisadas de su hermano y plácele mucho nuestro hábito y conversación.
En la otra relación hice saber a vuestra majestad cómo cerca de las provincias de Tascaltecal y Guajocingo había una sierra redonda y muy alta de la cual salía casi a la continua mucho humo, que iba como una saeta derecho hacia arriba. Y porque los indios nos daban a entender que era cosa muy mala y que morían los que allí subían, yo hice a ciertos españoles que subiesen y viesen de la manera que la sierra estaba arriba. Y a la sazón que subieron, salió aquel humo con tanto ruido, que ni pudieron ni osaron llegar a la boca; y después acá yo hice ir allá a otros españoles, y subieron dos veces hasta llegar a la boca de la sierra donde sale aquel humo, y había de una y otra parte de la boca dos tiros de ballesta, porque hay en torno casi tres cuartos de legua, y tiene tan gran hondura, que no pudieron ver el cabo; y allí alrededor hallaron algún azufre de lo que el humo expele. Y estando una vez allá oyeron el ruido grande que traía el humo, y ellos diéronse prisa a bajarse, pero antes que llegasen al medio de la sierra ya venían rodando infinitas piedras, de que se vieron en harto peligro, y los indios nos tuvieron a muy gran cosa osar ir adonde fueron los españoles.
Por una carta mía hice saber a vuestra majestad cómo los naturales de estas partes eran de mucha más capacidad que no los de las otras islas, que nos parecían de tanto entendimiento y razón cuanto a uno medianamente basta para ser capaz, y que por esta causa me parecía cosa grave por entonces compelerlos a que sirviesen a los españoles de la manera que los de las otras islas, y que también cesando esto, los conquistadores y pobladores de estas partes no se podían sustentar. Y que para no constreñir por entonces a los indios, y que los españoles se remediasen, me parecía que vuestra majestad debía mandar que de las rentas que acá pertenecen a vuestra majestad, fuesen socorridos para su gasto y sustentación, y que sobre ello vuestra majestad mandase proveer lo que fuese más servido, según que de todo más largamente hice a vuestra majestad relación. Y después acá, vistos los muchos y continuos gastos de vuestra majestad, y que antes debíamos por todas vías acrecentar sus rentas que dar causa a gastarlas, y visto también el mucho tiempo que hemos andado en las guerras, y las necesidades y deudas en que a causa de ellas todos estábamos puestos, y la dilación que había en lo que en este caso vuestra majestad podía mandar, y sobre todo la mucha importunación de los oficiales de vuestra majestad y de todos los españoles y que de ninguna manera me podía excusar, fuéme casi forzado depositar los señores y naturales de estas partes a los españoles, considerando en ello las personas y los servicios que en estas partes a vuestra majestad han hecho, para que en tanto que otra cosa mande proveer, o confirmar esto, los dichos señores y naturales sirvan y den a cada español a quien estuvieren depositados, lo que hubieren menester para su sustentación. Y esta forma fue con parecer de personas que tenían y tienen mucha inteligencia y experiencia de la tierra; y no se pudo ni puede tener otra cosa que sea mejor, que convenga más, así para la sustentación de los españoles como para conservación y buen tratamiento de los indios, según que de todo harán más larga relación a vuestra majestad los procuradores que ahora van de esta Nueva España. Para las haciendas y granjerías de vuestra majestad se señalaron las provincias y ciudades mejores y más convenientes. Suplico a vuestra majestad lo mande proveer y responder lo que más fuere servido.
Muy católico Señor: Dios Nuestro Señor la vida y muy real persona y muy poderoso estado conserve y aumente con acrecentamiento de muy mayores reinos y señoríos, como su real corazón desea.-De la ciudad de Cuyoacán, de esta Nueva España del mar Océano, a 15 días de mayo de 1522.-Potentísimo Señor.-De vuestra cesárea majestad muy humilde siervo y vasallo, que los muy reales pies y manos de vuestra majestad besa.-Hernando Cortés.
Potentísimo Señor: A vuestra cesárea majestad hace relación Fernando Cortés, su capitán y justicia mayor en esta Nueva España del mar Océano, según aquí vuestra majestad podrá mandar ver, y porque los oficiales de vuestra católica majestad somos obligados a darle cuenta del suceso y estado de las cosas de estas partes, y en esta escritura va muy particularmente declarado, y aquello es la verdad y lo que nosotros podríamos escribir, no hay necesidad de alargarnos mas, sino remitirnos a la relación del dicho capitán.
Invictísimo y muy católico Señor:
Dios Nuestro Señor la vida y muy real persona y potentísimo estado de vuestra majestad conserve y aumente, con acrecentamiento de muchos más reinos y señoríos, como su real corazón desea.
De la ciudad de Cuyoacán, a 15 de mayo de 1522.
Potentísimo Señor.
De vuestra cesárea majestad muy humildes siervos y vasallos, que los muy reales pies y manos de vuestra majestad besan.
Julián Alderete.
Alonso de Grado.
Bernardino Vázquez de Tapia.
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